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Mike Mackenzie reconoció al gánster inmediatamente y abandonó la sala confiando en no haber llamado la atención por la celeridad. De todos modos, los cuadros de aquel museo no eran santo de su devoción. Su incursión al centro era sólo para hacer unas compras: camisas sobre todo, pero no había encontrado ninguna que le gustara, agua de colonia, dar una vuelta por Thistle Street y asomarse a la joyería de Joseph Bonnar. Joe era especialista en piezas antiguas de calidad y Mike fue a la tienda pensando en Laura. Llevaba dándole vueltas en la cabeza a cierto ópalo que adornara su garganta, un detalle distinto fuera de lo habitual. Algo comprado por él.

Pero aunque Joe era un maestro en su oficio —Mike tenía en casa un reloj de bolsillo buena prueba de ello—, en esta ocasión no había logrado convencerle, fundamentalmente porque, de pronto, se le ocurrió pensar: «Pero ¿qué es lo que hago?». ¿Le agradecería Laura el detalle? ¿Cómo lo interpretaría? ¿Tenía la certeza de que le gustaban las amatistas, los rubíes o los zafiros?

—Espero verle pronto, señor Mackenzie —dijo Bonnar, abriéndole la puerta—. Hacía tiempo que no venía por aquí.

En resumen: ni camisas ni joyas. Y a la una se encontró en Princes Street, sin mucho apetito para almorzar y a tiro de piedra de la National Gallery. Sentía un bloqueo mental y no sabía realmente qué le había llevado a la pinacoteca. Sí, había cuadros excelentes, era el primero en reconocerlo, pero, en general, era una colección algo recargada y vetusta. «El arte es saludable. Empápate un poco», parecían decir los óleos.

Llevaba unos días dándole vueltas al razonamiento del profesor Gissing sobre el arte como garantía de transacciones y se preguntaba qué porcentaje de pinturas a escala mundial permanecía en cajas fuertes de bancos y lugares similares, como los libros que no se leen o la música que no se interpreta. ¿Tenía alguna importancia que el arte permaneciera oculto? Allí seguiría hasta una generación más tarde, aguardando al redescubrimiento. ¿Acaso él era mejor? Había estado en museos regionales para ver sus colecciones y sabía que en su casa, de algunas firmas, tenía mejores cuadros. ¿No eran en cierto modo las casas y los cuartos de estar un museo particular?

«Contribuir a liberar algunas de esas pinturas reclusas.»

No de los museos públicos, claro, sino de las cajas fuertes de los bancos y de habitaciones y pasillos excluidos al público de los financieros que las habían comprado. El First Caledonian, por ejemplo, poseía una colección valorada en decenas de millones. La mayoría de los iconos de rigor, e incluso uno de los primeros Bacon, más la flor y nata de los nuevos talentos. El conservador de los fondos del banco era el organizador de las exposiciones de fin de curso de Bellas Artes en el Reino Unido. Y había empresas de Edimburgo con botín propio, del que no se apartaban, igual que el avaro con el colchón relleno de dinero a mano.

Estaba considerando la posibilidad de abrir un museo y exponer su propia colección. ¿No lograría con su ejemplo que otros le secundaran? Hablaría con el First y otras entidades importantes. Se lo tomaría en serio. Tal vez fuera eso lo que había encaminado sus pasos a la National Gallery, el lugar idóneo para reflexionar sobre el asunto. Pero jamás se habría imaginado encontrar allí a Chib Calloway. Y ahora, al volver la cabeza, allí lo tenía, apretando el paso tras él, sonriente pero mirándole implacable.

—¿Me estás vigilando? —inquirió el gánster.

—No imaginaba que fuese un mecenas del arte —fue lo único que atinó a replicar Mike.

—Vivimos en un país libre, ¿no? —dijo Calloway irritado.

—Perdón —contestó Mike atemorizado—, lo he dicho sin intención. Por cierto, me llamo Mike Mackenzie —añadió, tendiéndole la mano.

—Charlie Calloway —respondió Chib, estrechándosela.

—Pero suelen llamarle Chib, ¿verdad?

—Ah, ¿sabes quién soy? —inquirió Calloway pensativo antes de asentir con la cabeza—. Ahora recuerdo que tus amigos no se atrevían a mirarme, en cambio tú no dejabas de hacerlo.

—Y después usted hizo gesto de dispararme cuando se iba en el coche.

—Pero era en broma, ¿eh? —dijo Calloway con una sonrisa forzada.

—¿Qué es lo que le ha traído hoy por aquí, señor Calloway?

—El recuerdo de ese catálogo de pinturas, el que mirabais en el bar. Entiendes de arte, ¿verdad, Mike?

—Algo.

—Este cuadro, por ejemplo —dijo Calloway mientras retrocedía un paso—, de un tío a caballo, me parece que no está mal como realismo. ¿Cuánto cuesta? —añadió, metiendo las manos en los bolsillos.

—No creo que lo saquen a subasta. ¿Un par de millones? —contestó Mike, encogiéndose de hombros.

—¡Qué bárbaro! —exclamó Calloway, que se acercaba al siguiente cuadro—. ¿Y éste?

—Bueno, ése es un Rembrandt. Decenas de millones.

—¡Decenas!

Mike miró a su alrededor. Un par de vigilantes con uniforme empezaban a mirarlos. Les dirigió su mejor sonrisa y empezó a alejarse en dirección opuesta. Calloway le dio alcance tras unos segundos más de contemplar el autorretrato de Rembrandt.

—No es cuestión de dinero, ¿no? —se oyó decir Mike, pese a saber que sólo una parte de sí mismo creía en la afirmación.

—Se ve que no.

—¿Qué le gustaría mirar más, una obra de arte o una serie de cheques enmarcados?

Calloway sacó una mano del bolsillo y se restregó la barbilla.

—Diez millones al contado puestos en la pared no durarían lo bastante para averiguarlo.

Rieron al unísono y Calloway se pasó la mano por el pelo. Mike se puso a pensar en la mano que mantenía en el bolsillo. ¿Tendría una pistola? ¿Una navaja? ¿Habría ido al museo sólo a curiosear o con otra intención?

—Bueno, a ver, ¿qué tienen entonces si no se trata de dinero? —preguntó el gánster.

—El dinero es una parte importante —no tuvo más remedio que admitir Mike, mirando el reloj—. Oiga, en la planta de abajo hay una cafetería. ¿Le apetece un cafetito?

—He tomado mucho café —respondió Calloway, negando con la cabeza—. Pero puedo tomar un té.

—Invito yo, señor Calloway.

—Llámame Chib.

Mientras bajaban la serpenteante escalera, Calloway no dejó de preguntar precios y Mike le contestó que sólo hacía un par de años que estaba interesado por el arte y que no era ningún entendido. Lo que menos deseaba era que Calloway se enterara de que tenía su propia colección, una colección que sin duda podía calificarse de amplia. Pero mientras hacían cola en el mostrador, Calloway le preguntó en qué trabajaba.

—Soy diseñador de programas de ordenador —dijo Mike, pensando en extenderse lo menos posible.

—Mucha competencia, ¿no?

—Agobiante, si se refiere a eso.

Calloway hizo una mueca y acto seguido empezó a hablar con la joven que atendía el mostrador sobre cuál de los tés que tenían —Lapsang, verde, pólvora u Orange Pekoe— sabía a té de verdad. A continuación eligieron una mesa con vistas al parque de Princes Street y al monumento a Walter Scott.

—¿Ha subido a lo alto del monumento? —preguntó Mike.

—Subí con mi madre de pequeño y me dio un miedo tremendo. Tal vez por eso hace unos años arrastré hasta allá arriba a Donny Devlin y le amenacé con tirarle... Me debía dinero, ¿sabes? —Calloway arrimó la nariz a la tetera—. Huele un poco raro —dijo, pero se sirvió mientras Mike revolvía su café con leche, pensando qué decir ante semejante confesión.

El gánster no parecía consciente de haber dicho nada fuera de lo normal. Al recuerdo de su madre le había sucedido la breve mención de una escena de terror. Mike ignoraba si Calloway la había sacado a colación para impresionarle. Tal vez ni fuera cierto, porque el monumento era un lugar público concurrido poco verosímil para una escena así. Allan Cruickshank había dicho que Calloway era el autor del atraco al First Caledonian, pero ahora no acababa de ver claro que fuese un cerebro criminal.

—¿Alguien ha intentado robar aquí alguna vez? —preguntó Calloway finalmente, mirando en derredor.

—Que yo sepa, no.

Calloway arrugó la nariz.

—De todos modos, los cuadros son muy grandes. ¿Dónde iba a esconderlos?

—Quizás en un almacén —sugirió Mike—. Constantemente se roban cuadros. Hace unos años un par de hombres con uniforme salieron tranquilamente de la colección Burell con un tapiz.

—¿Ah, sí? —inquirió el gánster como encandilado.

Mike carraspeó.

—Usted y yo fuimos al mismo colegio —dijo—. El mismo año, incluso.

—¿Ah, sí? Yo no te recuerdo.

—No se juntaba conmigo, pero recuerdo que más o menos era el que mandaba. Incluso a los profesores.

Calloway balanceó la cabeza, pero se notaba que le halagaba el recuerdo.

—Seguro que exageras. Yo por entonces era un gamberro. —Miró al vacío y Mike comprendió que pensaba en aquella época—. Sólo aprobé una asignatura y acabé en trabajos de metalurgia o algo así.

—El programa en el que hacíamos destornilladores —dijo Mike—. Al suyo le dio buen empleo.

—Convenciendo a los chiquillos para que dieran el dinero —dijo Chib—. Tienes buena memoria. ¿Cómo llegaste a trabajar en ordenadores?

—Seguí estudiando secundaria y después fui a la universidad.

—Seguimos caminos distintos —comentó Chib, asintiendo con la cabeza antes de abrir los brazos—. Pero aquí estamos, viéndonos de nuevo al cabo de tantos años, ya adultos y como si nada.

—Por cierto, ¿qué fue de Donny Devlin?

—¿Por qué lo dices? —inquirió Chib, entrecerrando los ojos.

—Por nada, simple curiosidad.

Chib reflexionó un instante antes de contestar.

—Se fue de Edimburgo. Pero me pagó antes, claro. ¿Te ves con alguno?

—Con nadie —contestó Mike—. Me asomé alguna vez a Amigos Reunidos, pero no había nadie a quien conociera realmente.

—Serías un solitario.

—Y me pasaba casi todo el tiempo en la biblioteca.

—Eso explica que no me acuerde de ti. Yo a la biblioteca sólo fui una vez, a sacar El padrino.

—¿Para entretenerte o para entrenarte?

El rostro de Chib se ensombreció un segundo antes de echarse a reír.

La conversación continuó fluida y desenfadada, sin que ninguno de los dos se percatara de una figura humana que pasó dos veces por delante de la cristalera. La figura del inspector Ransome.

Puertas abiertas

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