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ОглавлениеHugh Westwater, Westie para los amigos, estaba cómodamente sentado en medio del caos del último piso de la casa en la que vivía fumando otro porro. Su estudio era el salón de estar con ventanal en el que unas sábanas mugrientas cubrían el viejo sofá y un sillón recogidos en un contenedor. Tenía lienzos apoyados contra el rodapié y las paredes cubiertas con recortes de prensa y fotos de revistas y, esparcidos por el suelo, había cartones grasientos de pizzas y latas de cerveza, algunas de ellas partidas por la mitad para usarlas como cenicero. «Menos mal», pensaba Westie, «que aún dejan fumar tranquilamente en casa», porque ya lo habían prohibido en pubs, discotecas y restaurantes, en el puesto de trabajo e incluso en algunas paradas de autobús. Cuando los Rolling Stones dieron un concierto en el estadio de Glasgow y Keith Richard encendió un porro en el escenario estuvieron a punto de detenerle.
Westie siempre pensaba en la autoridad, el sistema, como ellos.
Una de sus primeras obras era un manifiesto en negro sobre fondo rojo brillante:
Están ahí y van a por ti.
Saben lo que haces. Y te ven como un problema...
Al pie del lienzo la leyenda se convertía en blanco sobre rojo y decía: «Pero soy mejor artista que ellos».
Su tutor sólo le había dado un aprobado por los pelos. Era gran admirador de Warhol, y la siguiente obra de Westie fue bien valorada: una botella de Irn Bru sobre fondo amarillo natillas. Con ella había sacado mejor nota y había sellado, además (aunque entonces no podía saberlo), su destino.
En aquel momento estaba en el último curso y tenía casi terminada la carpeta de fin de estudios. Hasta ese momento no le había llamado la atención el hecho de que había algo raro en el concepto de exposición de fin de estudios: los que cursaban ciencias políticas o filosofía no colgaban en la pared la tesina para que la leyeran unos desconocidos, y si estudias para veterinario no tienes que mostrar en público cómo cortas con el bisturí a un pobre animal o le metes la mano por el trasero. Sin embargo, todas las escuelas de arte y diseño del país obligan a los estudiantes a mostrar en público sus deficiencias. ¿Una humillación premeditada? ¿Ejercicio para las duras pruebas de la vida de artista en la filistea Gran Bretaña del siglo XXI? Westie ya tenía asignado un espacio para su exposición en las entrañas del edificio de la escuela de Lauriston Place, junto a otro asignado al escultor que trabajaba con paja y un videoinstalador cuya aspiración a la fama se circunscribía en una animación lenta e intermitente en forma de teta lactante.
—Yo conozco muy bien mis posibilidades —fue todo lo que comentó Westie.
Influido retrospectivamente por Banksy y estimulado por su experiencia con la warholesca botella de Irn Bru, la obra de Westie era un pastiche. Él copiaba con meticuloso detalle un paisaje de Constable, por ejemplo, y añadía minucias idiosincrásicas: una lata de cerveza aplastada o un condón usado (prácticamente su firma, según otros estudiantes) o cualquier residuo arrastrado por el viento, como una bolsa de Tesco o un envase de patatas fritas. En un retrato de Stubbs de un fornido caballo incluía, por ejemplo, un caza a reacción en el cielo distante. En la versión de Westie de El reverendo Robert Walter, de Raeburn, la única diferencia perceptible era que el hombre del lienzo tenía un ojo a la funerala y un costurón en la mejilla izquierda. Uno de sus tutores se había explayado sobre el anacronismo en arte como algo bueno al parecer, pero otros le reprochaban ser un simple copista, con algo muy distinto a arte, simple habilidad para el dibujo.
A Westie sólo le constaba que tenía un diminutivo con resonancias comerciales y que únicamente le faltaban unas semanas para terminar el curso. Lo que se reducía a que o bien presentaba una instancia para una beca de postgraduado o se buscaba un empleo retribuido. Se había pasado casi toda la noche trabajando en un proyecto de grafiti: unas plantillas del rostro borroso del artista Banksy con la leyenda «El dinero está en el Banksy» y unos billetes de dólar por arriba y por abajo. El rostro no era reconocible en las plantillas, y Westie esperaba que la prensa hablara del tema y convirtiera «al Banksy escocés» en objeto de la imaginería popular. Pero eso estaba por llegar. Su novia Alice quería que se hiciera artista gráfico y creara cómics. Ella trabajaba de cara al público en un cine de arte y ensayo en Lothian Road y sostenía que el modo de que Westie se convirtiera en un famoso director de Hollywood era ponerse a dibujar historietas para, a continuación, realizar vídeos publicitarios para grupos indie y rock, y luego, películas. El único problema, como le había comentado Westie en varias ocasiones, era que él no tenía ningún interés en dirigir películas. Era ella quien lo deseaba.
—Pero tú eres el que tiene talento —alegaba ella, dando una patada en el suelo, un gesto que decía mucho de Alice, hija única de padres de clase media que la adoraban y la elogiaban en todo lo que emprendía. Las lecciones de piano iban a convertirla en una Vanessa Mae del teclado. Las canciones que escribía la llevarían a compartir tablas con Joni Mitchell o con K. T. Tunstall por lo menos. Y ella estaba convencida de ser una pintora prodigiosa hasta que su profesor particular de secundaria la desengañó. Tras abandonar la universidad, donde empezó Cine y medios de comunicación y Escritura creativa, dedicaba ahora sus esfuerzos a proyectar sus vanas esperanzas en Westie. El piso era de ella, ya que él no habría podido permitirse el alquiler, propiedad de sus padres, que pasaban de vez en cuando para dejar patente su poco convencimiento por la elección filial de novio para cohabitar. Él los había oído en una ocasión preguntarle preocupados: «¿Estás segura, querida?», refiriéndose, indudablemente, a él, la mácula de su niña prodigio. Le habían dado ganas de terciar en la conversación y pregonar sus credenciales de clase obrera: las minas de carbón de Fife y Kirkcaldy High. A él no le habían puesto nada en bandeja. Pero ya se imaginaba el caso que le iban a hacer.
Cretinos.
En otra ocasión le había hablado a Alice de una academia cinematográfica que iba a abrirse en Edimburgo. En ella podía combinar sus estudios y aprender cómo hacer películas. Pero el entusiasmo de Alice por la idea duró lo que tardó en averiguar por Internet las condiciones económicas.
—Papá y mamá te lo pagarán encantados —comentó Westie, pero ella le reprochó como una furia que la tomase por una sanguijuela que chupaba la sangre a sus padres, dio otra patada al suelo y salió disparada de la habitación con un portazo que hizo caer del caballete un óleo sin secar. Él finalmente logró calmarla con un té y un arrumaco en la diminuta cocina.
—Si trabajo diez años más habré ahorrado lo suficiente —dijo ella llorosa.
—Quizás yo podría aumentar los precios en la exposición de fin de curso —aventuró él.
Pero los dos sabían muy bien que eso era una posibilidad remota, ya que lo más probable era que no vendiese nada. Por muy buena que fuese su habilidad para el dibujo, en estrictos términos artísticos seguía siendo un aprobado, al menos para las personas cuyas calificaciones eran determinantes, y para el director del departamento, el viejo profesor Gissing, no era santo de su devoción. Westie se tomó la molestia de indagar sobre Gissing y descubrió que el viejo gruñón había dejado de pintar desde los años setenta, o sea que en los últimos treinta años sólo había escrito artículos y ofrecido aburridas conferencias. Pero gustaba a la gente, la gente que aprobaría o suspendería el futuro artístico de Westie. Westie, hijo de un cartero y de una dependienta, a veces pensaba que existía una conjura para impedir que a las clases bajas se les reconociera cualquier tipo de capacidad creativa.
Tras terminar el porro, Westie se paseó por la habitación con los brazos cruzados. Alice no entraba mucho allí. Limitaba su presencia a la cocina y al dormitorio, porque el desorden la irritaba y no se atrevía a limpiar por si entorpecía su creatividad. Le contó el caso de un poeta amigo suyo de la universidad cuyos compañeros de piso le hicieron una limpieza por sorpresa en su dormitorio y él no dejó de agradecérselo, pero a raíz de ello fue incapaz de escribir poemas durante semanas. Westie quedó un instante pensativo y acto seguido le preguntó hasta qué punto habían sido amigos. Resultado: otra riña.
Al sonar el timbre de la puerta se dio cuenta de que se había quedado prácticamente dormido unos minutos mirando pasar coches por la ventana. Podía acostarse, pero Alice estaría esperando que hiciera algo antes de que acabara el día. Sonó otra vez el timbre y pensó en quién podría ser. ¿Debía dinero? ¿Querrían los padres de Alice hablar discretamente con él, darle quizás un dinero para que se largara? ¿Sería alguien pidiendo limosna o para preguntar cuál era su identidad política? Se suponía que él debía estar trabajando, dando los últimos toques, buscando en las tiendas de trastos viejos marcos dorados de segunda mano para su Stubbs, su Constable, su Raeburn, etc.
Y lo que hizo fue abrir la puerta a una de esas personas cuyas calificaciones eran tan importantes: el profesor Gissing en persona que le pedía disculpas por la interrupción.
—He estado buscándole por los talleres y fui al espacio que tiene destinado en la exposición.
—Casi todas mis pinturas las tengo aquí y suelo trabajar de noche.
—Ah, a eso se debe esa cara de sueño, ¿no? —dijo Gissing, sonriendo—. Señor Westwater, ¿le importaría que entremos un momento? Tranquilo, no le entretendremos mucho.
«Entremos», porque venía con otros dos. Gissing los presentó como «dos amigos» sin dar sus nombres, y él no los conocía. ¿Serían marchantes, o tal vez coleccionistas para hacer una entrega a cuenta de su obra en la exposición de fin de curso? No lo creía, pero los hizo pasar al cuarto de estar. Gissing fue quien, tomando la iniciativa, les hizo gesto de que se sentaran, y uno de los amigos fue a quitar la sábana que tapaba el sofá.
—Yo no lo haría —le advirtió Westie—. Lo recuperé de un contenedor y tiene algunas manchas.
—Y huele a aguarrás —añadió el segundo visitante.
—Para ocultar olores más interesantes —comentó el tercero.
Gissing olfateó el aire.
—No es a aguarrás a lo que yo huelo, señor Westwater, sino a algo mucho más parecido al conocido cannabis.
—Reconozco mi culpa —dijo Westie—. Me activa el cerebro.
Los tres visitantes asintieron con la cabeza y se hizo un silencio que Westie rompió tosiendo.
—Les ofrecería un té —dijo—, pero no nos queda leche.
Gissing descartó la posibilidad con un ademán, se frotó las manos y miró al que parecía tener más clase. Fue éste quien finalmente tomó la palabra.
—Lo que queremos —dijo— es ayudarle a que se compre un sofá nuevo y quizás algunas cosas más. —No se había sentado y miraba los cuadros de Westie. Tenía un deje local y de haber vivido siempre en Edimburgo.
—¿Es usted del mercado de la pintura? —preguntó Westie, rebulléndose al decirlo—. No sabía que el profesor admirase tanto mi obra.
—Sé que tiene talento —dijo Gissing con una sonrisita—. Y le admiro lo bastante para asegurarle que aprobará el curso con mención. Ya sabe que eso significa una buena oportunidad para ingresar en el mundo de los postgraduados.
—¿Me proponen algo así como...?
—¿Un pacto al estilo de Fausto? —aventuró Gissing—. No, en absoluto.
—Pero pensamos que debe mediar un incentivo en metálico —añadió el desconocido que había tomado la palabra.
—En mi condición de director de la escuela —continuó Gissing— he examinado su expediente, Westie, y veo que en todos los cursos ha solicitado toda clase de becas y ayudas.
—Y me las han denegado.
—¿Cuánto debe hasta el momento? Una suma de cinco cifras, supongo. Le proponemos el borrón y cuenta nueva.
—Bien, con mucho gusto les enseñaré mis cuadros.
—Estoy viendo sus cuadros, señor Westwater —terció el desconocido que llevaba la voz cantante.
—Todos me llaman Westie.
El desconocido asintió con la cabeza.
—Estoy muy impresionado —dijo, cogiendo el caballo de Stubbs. Su pelaje brillaba como una castaña—. Entiende muy bien el color. Además, basándonos en la autoridad del profesor, sabemos que domina perfectamente el arte de la copia. Pero no queremos comprar obra hecha, Westie.
—¿Se trata de un encargo? —inquirió Westie, casi saltando de júbilo, pese a que aún se sentía incómodo. ¿Por qué el otro desconocido no abría la boca y comprobaba sin cesar mensajes en el móvil?
El desconocido hablador miró al profesor.
—Escucha, Robert, ya veo que Westie no es tonto. Sospecha, y con razón. A él no podemos ocultarle el plan, ¿no? Al final lo descubriría —añadió, acercándose casi un paso hasta Westie con el Stubbs en la mano, pero hablando como si lo hiciera para Gissing—. Westie tiene que enterarse y eso implica que debemos confiar en él —apostilló, sonriendo al joven—. Me ha dicho el profesor que tienes una tendencia anárquica, que te gusta reírte del estamento del arte. ¿Es cierto?
Westie no sabía qué le convenía contestar y optó por encogerse de hombros. El que aún no había hablado carraspeó ostentosamente. Había terminado de comprobar los mensajes del móvil y ahora tenía en la mano un viejo cartel que había sacado de debajo del sofá.
—He visto unos cuantos de éstos por la ciudad —dijo. Tenía acento pijo de Edimburgo y hablaba sin levantar la voz como si temiera que le dijeran que se callase.
El otro desconocido examinó el cartel y su rostro se iluminó con una sonrisa.
—¿Quieres ser otro Banksy?
—En la prensa apareció un artículo —dijo el segundo desconocido— que explicaba que la policía tenía sumo interés en hablar con el autor.
—Ésa era la actitud antisistema a que me refería —terció el primer desconocido, mirando de nuevo a Westie a la espera de que dijera algo. Esta vez Westie decidió hacerlo.
—¿Lo que quieren es que copie un cuadro? —espetó.
—Media docena, en realidad —contestó Gissing—. De la National Gallery.
—¿Y sin que nadie lo sepa? —preguntó Westie, abriendo unos ojos como platos. ¿Estaba pirado o era su imaginación?—. Han sido robados y el museo no quiere que se sepa.
—Ya te dije que no era tonto —comentó el visitante, volviendo a dejar el Stubbs apoyado contra el rodapié—. Así pues, Westie, si te hemos hecho la boca agua, podemos ir al despacho del profesor y explicarte exactamente lo que nos proponemos.