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ОглавлениеSe sentaron los cuatro, cada uno en una mesa, en el despacho de Robert Gissing, donde a veces daba alguna clase, por lo que había sillas con un supletorio plano para escribir. Gissing había concedido el día libre a su secretaria: Mike y Allan ya se habían presentado a Westie por su nombre de pila, tras decidir que sería incómodo utilizar seudónimos. Al fin y al cabo, en el caso de Gissing no era posible, y si Westie acudía a la policía con el nombre del profesor, no haría falta ser el inspector Colombo ni Frost para relacionarle con ellos dos.
Mike no acababa de entender por qué Allan apenas había intervenido en el piso de Westie, si era por miedo o tal vez porque la intención de financiar la operación la había asumido él. Era lógico que hicieran falta fondos, y quien disponía de ellos era él. Para empezar, estaba seguro de que habría que pagar a Westie, por su silencio y por su habilidad.
Naturalmente, esta primera fase no pasaba de ser un juego. Hacer las copias no implicaba que fueran a llevar a cabo el plan, y eso Allan lo aceptaba. Pero quizás pensaba también que Mike, como financiero del plan, se tomaba el privilegio de exponer los pormenores.
—Independientemente de lo que pague, al final tendré una obra maestra barata —dijo Mike.
—Pero esto no lo hacemos por dinero —puntualizó Gissing con un gruñido.
El despacho del profesor era puro desorden. Tenía guardados ya en cajas parte de los libros de las estanterías en previsión de su jubilación y la mesa estaba abarrotada de correspondencia, un ordenador y una máquina de escribir eléctrica, y a ambos lados de ésta, había más montones de libros y de revistas de arte peligrosamente inclinados. Cubrían las paredes estampas de Giotto, Rubens, Goya y Brueghel el Viejo. Ésas fueron las que Mike identificó. En una estantería vio un reproductor polvoriento de compactos y media docena de clásicos. Su director preferido era Von Karajan.
Con las persianas echadas el despacho estaba en penumbra. Había una pantalla desplegada desde el techo por delante de las estanterías en la que Gissing se disponía a mostrarles una selección de diapositivas de la colección de la National Gallery, desde los maestros antiguos hasta el cubismo y obras más contemporáneas. Por el camino, Mike le explicó algún detalle más del plan a Westie, que se había dado palmadas en las rodillas entre risotadas de regocijo. Tal vez por efecto de la reacción del porro.
—Cuenten conmigo para lo que sea —comentó, atragantándose entre risas.
—No te precipites —dijo Mike—. Hay que pensar bien las cosas.
—Y después, si estás de acuerdo —añadió Gissing—, tendrás que tomártelo todo con un poco más de seriedad.
Westie miraba las diapositivas dando tragos de una lata de CocaCola de máquina, inclinado hacia delante en la silla, moviendo nervioso de arriba abajo las rodillas.
—Eso puedo hacerlo —repetía al paso de las diapositivas.
Gissing, Allan y Mike ya las habían visto. Eran de obras guardadas en el almacén de Granton y, en la medida de lo posible, Gissing, como documentación, había reunido reproducciones en papel que tenía extendidas sobre las sillas. Pero Mike y Allan ya no necesitaban examinarlas, dado que ambos se habían decantado por un par de obras, igual que el propio Gissing, pero querían asegurarse de que el joven artista se consideraba capaz de enfrentarse a diversos estilos y épocas.
—Bueno, ¿y éste cómo lo empezarías? —preguntó una vez más Gissing.
Westie hizo una mueca y comenzó a trazar formas en el aire mientras hablaba.
—En realidad, Monboddo es bastante fácil si has estudiado los coloristas escoceses. Una buena pincelada plana que distribuye el óleo en gruesos remolinos, luego emplasta sucesivamente un color sobre otro de modo que todo lo anterior quede insinuado. Es algo parecido a echar leche al café para que siga apreciándose el negro a través del blanco. Busca la armonía más que el contraste.
—Parece una cita —comentó Gissing.
—De sir George Leslie Hunter, dada por usted en su conferencia sobre Bergson —dijo Westie, asintiendo con la cabeza.
—¿Te harán falta pinceles especiales? —preguntó Mike.
—Depende de hasta cuánto quieren que afine.
—Se trata de engañar a simple vista al buen aficionado.
—¿Al especialista no? —inquirió Westie.
—No es la principal preocupación —dijo Gissing.
—Vendría bien poder disponer de la debida documentación y de lienzos adecuados. Los lienzos nuevos se ven nuevos.
—¿Pero no puedes...?
—Escuche —replicó Westie con una sonrisa y guiñando un ojo a Mike—, si lo examina un experto, al cabo de unos minutos nota la diferencia. Incluso una copia exacta no es tan exacta.
—Muy bien dicho —comentó Gissing, restregándose la frente.
—Pero hay falsificaciones que tardan años en descubrirse —objetó Mike.
Westie se encogió de hombros.
—Pero ahora con el radiocarbono y todo eso... No me diga que no ha visto aquel episodio de CSI.
—Lo que no debemos olvidar, caballeros —dijo Gissing, apartando la mano de la frente—, es que no se va a echar nada en falta, lo que quiere decir que no hay motivo para que intervenga ningún experto.
Westie volvió a reprimir una risita.
—Se lo repito, profesor, es una locura, pero brillante.
Mike estaba de acuerdo: el plan era entrar en el almacén el Día de Puertas Abiertas y sustituir las obras auténticas por las minuciosas copias de Westie. Parecía sencillo, pero sabía que no lo sería tanto. Aún tendrían que planificarlo todo minuciosamente. Y tenían tiempo de sobra para desistir.
—Somos como el equipo A de obras de arte marginadas —dijo Westie, ya un tanto calmado, pues sólo subía y bajaba una rodilla mientras apuraba la Coca-Cola sin concentrarse ya en el pase de diapositivas. Se volvió hacia Mike—. Oiga, todo esto es una broma, ¿no? Como diría Radiohead, es un bonito sueño. No es por ofender, pero ustedes son tres antisistema de cierta edad y formación. Visten traje con corbata y pantalones de pana, van al teatro y a cenar después de la función —añadió, reclinándose en la silla y cruzando una pierna sobre la otra, concentrado en el movimiento de balanceo de su zapatilla deportiva manchada de pintura—. Pero no son delincuentes expertos y es imposible que puedan llevar a cabo ese plan sin algo más de agresividad.
En su interior, Mike había pensado lo mismo, pero no había dicho nada.
—Eso es problema nuestro, no tuyo —replicó.
Westie asintió con la cabeza pausadamente.
—Pues ahí va otro problema —añadió—. Quiero parte.
—¿Parte? —repitió Allan, que hacía largo rato que no decía palabra. Westie centró en él su atención.
—No me conformo con ser el currante que les hace unas copias. También formo parte del equipo. Si quieren seis cuadros, ¿por qué no hacer siete? —dijo, cruzando los brazos como si cerrara un trato.
—¿Te das cuenta —dijo Mike— de que si te llevas un cuadro estarás metido en esto tanto como nosotros y no serás un simple empleado al que se le paga?
—Claro.
—¿Y que los cuadros no se venden, que no pueden salir jamás al mercado? —Westie seguía asintiendo con la cabeza—. Y que si salieran nosotros...
—No voy a delatarlos. ¿No es en realidad otro incentivo? Si participo tengo tanto que perder como el que más —dijo Westie, abriendo los brazos—. Estoy totalmente de acuerdo con esa locura, pero quiero ser algo más que un pincel asalariado.
—¿Y a cambio de ello te damos un cuadro? —preguntó Mike.
—Me lo ganaré, Mike. Aparte de todo ese dinero que van a darme.
—Aún no hemos hablado de cantidades —terció Allan en su papel de banquero.
Westie frunció los labios y se inclinó hacia delante.
—No soy codicioso —dijo—. Sólo quiero pagarle a una amiga mía los estudios en una escuela de cine.
Al irse Westie, se hizo un silencio durante un par de minutos. Gissing continuó pasando diapositivas para su propio placer, en apariencia, mientras Mike miraba la página de catálogo arrancada con el retrato de la esposa de Monboddo. Fue Allan el primero en hablar.
—La cosa ya va en serio, ¿no?
—Y eso es algo que más vale no olvidarlo —musitó Gissing mientras apagaba el proyector y se levantaba para correr las persianas—. En el peor de los casos iríamos a parar a la cárcel y sería nuestra ruina.
—Por unas pinturas —añadió Allan con voz queda.
—¿Te da miedo, Allan? —preguntó Mike.
Allan reflexionó un instante antes de negar con la cabeza. Se había quitado las gafas para limpiarlas con el pañuelo.
—Tenemos que estar firmemente convencidos —añadió Gissing— del porqué de nuestra decisión de llevarlo a cabo.
—Eso es fácil —dijo Allan mientas se ponía las gafas—. Yo lo hago porque quiero tener en casa algo que no puedan tener mis jefes.
—O, ya puestos, el novio de tu ex mujer —bromeó Mike.
Gissing sonrió indulgente.
—Cuando me jubile y me vaya a España, me llevaré mis dos cuadros. Me hará feliz contemplarlos todo el día.
Mike miró a sus amigos pero no dijo nada. No pensaba que les gustara oírle decir que, en su caso, se aburría como una ostra y que era la primera vez en su vida que acometía algo arriesgado. Pero además estaba en juego el retrato de la esposa de Monboddo.
—Westie tiene razón —dijo—. Aunque seamos cuatro no va a ser nada fácil. ¿Tienes trazado el plan? —preguntó, mirando a Gissing.
Éste asintió con la cabeza y abrió el cajón de la mesa. Los tres observaron el pliego de papel mientras lo aguantaban por las puntas mientras Gissing lo desenrollaba sobre el tablero. Como profesor y notable historiador de arte, Gissing había estado docenas de veces en el almacén, por lo que su rostro resultaba conocido y su participación en el robo, peligrosa. Sin embargo, había dibujado un estupendo plano completo del lugar, con almacén, cámaras de seguridad y botones de alarma.
—¿Lo has hecho de memoria? —preguntó Mike admirado.
—Y qué rápido —añadió Allan.
—Ya os dije que llevaba planeándolo mucho tiempo, pero tened en cuenta que habrá habido cambios desde la última vez que estuve.
—¿Son medidas exactas? —inquirió Mike, que estaba estudiando el itinerario desde el muelle de carga hasta los almacenes señalado por Gissing con una gruesa línea roja de puntos discontinuos.
—Bastante exactas.
—¿Y harás otro reconocimiento antes de que entremos? —preguntó Allan.
Gissing asintió con la cabeza.
—Después únicamente haré de chófer para la huida.
—Entonces más valdrá que veas algunos episodios de Top Gear —dijo Mike sonriendo.
—Profesor —dijo Allan—, tú ya has estado allí antes un Día de Puertas Abiertas, ¿verdad?
Gissing comenzó a recorrer con el dedo una línea azul que arrancaba de la entrada principal del recinto y cruzaba una puerta del propio almacén.
—Éste es el itinerario que preveo que siguen las visitas. No hay otra posibilidad. Es una visita cada hora, restringida a una docena de personas y que dura unos cuarenta minutos con un intervalo de veinte hasta la siguiente. Los nombres están en una lista en la caseta de entrada, donde hay un vigilante. Dentro, en el almacén, hay otros tres, que generalmente están tomando té en la sala de vigilancia y mirando los monitores de las cámaras de seguridad. De la visita guiada se encarga personal de Museos y Galerías.
—¿Y no comprueban los antecedentes de los visitantes?
Gissing negó con la cabeza.
—El año pasado, no, al menos.
—¿Ni detectan los nombres falsos? —insistió Mike.
Gissing se encogió de hombros.
—Piden un número de teléfono de contacto, pero que yo sepa no hacen ninguna comprobación.
Mike intercambió una mirada con Allan y comprendió lo que pensaba su amigo: «Necesitamos más gente». Eso mismo pensaba él. El problema era... ¿quién?
Al terminar la reunión, Allan, sin despegar el teléfono del oído, decidió tomar un taxi para ir a la oficina, pero Mike dijo que prefería caminar. En la acera, frente a la escuela de arte, dio un golpecito a Allan en el brazo.
—¿Estás seguro de que quieres seguir adelante con el plan?
—¿No lo estamos todos? —replicó Allan—. Me gusta la serie de Ocean’s 11, y por el plan de ataque que ha trazado el profesor. Creo que podemos hacerlo, si queremos.
—¿Queremos?
—Tú pareces muy decidido —respondió Allan, mirándole antes de hacer una mueca—. Pero Westie, no sé... ¿Hasta qué punto podemos confiar en él?
—Le mantendremos vigilado —dijo Mike, asintiendo con la cabeza.
—Hay que ver —añadió Allan riendo—, pareces más de Reservoir Dogs que George Clooney.
Mike sonrió.
—Puede salir bien, ¿no crees?
Allan reflexionó un instante.
—Sólo si logramos atemorizar a los vigilantes y mantenerlos asustados. Tendremos que convencerlos de que somos muy malos, ¿crees que podremos?
—Ensayaré alguna expresión malvada.
—¿Y cómo la adivinarán bajo la máscara que te pongas?
—Tienes razón —asintió Mike—. Hay que prever muchos detalles.
—Pues sí —añadió Allan mientras estiraba el brazo para coger un taxi que se aproximaba—. El profesor ha hecho el trabajo de campo y tú asumes el aspecto económico, pero no sé —dijo, mirándole y abriendo la puerta del taxi— qué esperáis que aporte yo.
—Tú te encargas de revisar los detalles, Allan. Cosas como eso de las máscaras... Sigue pensando en todos los posibles fallos y obtendrás tus galones.
Allan le dirigió en broma un saludo militar y cerró la puerta del coche.
Mike vio alejarse el taxi, cruzó la calle y se encaminó por Chalmers Street hacia los Meadows, antiguamente campos de trabajo y actualmente terrenos de juego bordeados de árboles. Paseaban muchas personas en bicicleta, y se imaginó que serían estudiantes que iban y venían de clase: también había ancianos corriendo y se dijo que también él debería hacer algo por mantenerse en forma. ¿Contribuiría a intimidar a los vigilantes un poco de musculatura en el tronco? Probablemente no. Desde luego, no tanto como una buena pistola, o quizás algún tipo de machete, o un hacha. No faltarían tiendas en Edimburgo donde vendieran esos artículos. No pistolas de verdad, naturalmente, sino imitaciones. En algunas tiendas para turistas vendían espadas escocesas e incluso de estilo japonés. Al pasar junto a una pareja que paseaba al perro sonrió para sus adentros. Lo más seguro era que desde que existían los Meadows nadie hubiera paseado por allí pensando las cosas que él iba pensando.
«Buen gánster estás hecho, Mike», se dijo, sabiendo muy bien que no lo era. Daba igual. Conocía a uno que sí.
Alice Rule volvía tarde del local de cine a casa. Estaba organizando un cineclub los domingos por la tarde y acababa de terminar la lista de envío por correo del programa. Estaba segura de que había público para películas europeas de arte y ensayo de los años cincuenta y sesenta, pero no sabía si conseguiría atraer a mucho público. El club celebraba los domingos por la tarde en el bar un concurso de acertijos que era muy concurrido y ella pretendía capitalizarlo. Quería que los concursantes se quedaran a cenar y a ver una película. Ya había organizado un breve ciclo sobre las primeras películas de Hitchcock filmadas en Inglaterra con el que cubrió gastos, y a la salida repartió un cuestionario en el que pedía sugerencias: nueva ola francesa, Antonioni, Alexander Mackendrick, cine de Hong Kong, etc. Había muchas posibilidades.
Mientras subía la escalera hasta el último piso iba pensando qué tal le habría ido el día a Westie. Le había dicho que pensaba salir a buscar marcos y que daría los últimos retoques a las obras de fin de curso. Ojalá no se hubiera pasado todo el día sentado en el sofá liando porros. Habría sido bonito oler nada más entrar la cena hecha, pero sabía perfectamente que algo así era pura quimera. Huevos con tostadas era el súmmum de los escasos recursos proletarios de Westie, o comer fuera pagando siempre ella.
A lo que olió al abrir la puerta, nada más entrar en el recibidor, no fue a comida recién hecha, sino a pintura fresca. Vio la chaqueta de Westie tirada junto a los zapatos, prueba de que había salido a hacer algo, y, al pasar al cuarto de estar (se negaba a llamarle estudio), miró a su alrededor buscando evidencias de marcos adquiridos y entonces oyó un estallido seguido del chorro espumoso de la botella de champán que Westie tenía en la mano.
—¿Qué celebramos? —preguntó Alice, consciente de que el pago del champán correría a cuenta de su salario. Se había quitado la chaqueta y había dejado en el suelo el bolso en bandolera. Westie estaba sirviendo champán en dos vasos de vino de la noche anterior que no parecían enjuagados.
—Han venido a verme unos hombres —dijo, mientras le tendía un vaso lleno.
—¿Unos hombres?
—Hombres de negocios —añadió Westie, chocando su vaso con el de Alice, dando un buen trago y profiriendo un buen eructo—. Quieren unos cuadros míos para sus despachos —dijo, comenzando a dar unos pasos de baile, mientras ella, sin tocar el champán, se preguntaba cuánto habría fumado.
—¿Sus despachos? —repitió.
—Eso es.
—¿De qué empresa son? ¿De qué te conocían?
Westie le guiñó un ojo y Alice supo de inmediato que, aparte de la droga, había estado bebiendo.
—Es algo muy secreto —dijo a media voz.
—¿Secreto?
—Con lo que paguen podrás hacer ese curso de cine —añadió Westie asintiendo con la cabeza para darle a entender que no hablaba en broma.
—¿Miles de libras? —inquirió Alice sin poder ocultar su tono de incredulidad—. ¿Por cuadros tuyos? Westie, ¿dónde está la trampa?
—¿Por qué va a haber trampa? —replicó él cariacontecido—. Son inversores, astutos, Alice, de esos que se anticipan montando en la ola antes de que rompa en la playa. —Para hacerlo más explícito comenzó a proferir unos sonidos. A continuación dio unos golpecitos en el vaso de ella para animarla a beber—. Pero tengo que hacerlo a partir de cero, y es mucho trabajo: siete cuadros.
—¿A partir de cero?
—No compran obra hecha, Alice. Se trata de un encargo.
Alice miró a su alrededor buscando dónde sentarse, pero no la atraía ninguna de las posibilidades.
—Pero ¿y tu carpeta? Tienes que terminar la exposición de fin de curso.
Westie negó con la cabeza.
—De eso no te preocupes. Todo está arreglado —dijo con una risita.
—¿Estás seguro? —preguntó Alice, tomando un sorbito de champán. Estaba en su punto y chispeante, como tenía que ser.
Westie alzó el vaso hacia ella y esta vez Alice lo chocó con el suyo. «Algo muy secreto...» Sonrió al pensarlo. Westie era fatal guardando secretos. En su cumpleaños y en Navidad se le escapaba siempre qué era el regalo antes de que ella lo desenvolviera. Una vez que fue a una fiesta a la que ella no le acompañó, y en la que estuvo sobando a otra, se lo confesó por la mañana en el desayuno. Seguro que no sabría mentirle, aunque en ello le fuera la vida. Así que pensó que no tendría ninguna dificultad en averiguar la verdad de la historia. Y más dado lo intrigada que estaba.