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El subinspector Brian Holmes estaba en la sala de homicidios, pasándole un vaso de plástico con té a la subinspectora Siobhan Clarke y riéndose de algo.

—¿De qué va el chiste? —preguntó Rebus.

—Es el del calamar que se encuentra sin un penique —respondió Holmes.

—¿El del calamar con bigote?

Holmes asintió con un cabeceo y se enjugó una lágrima imaginaria del ojo.

—Sí, el del calamar que habla con el camarero Gervase. Tiene gracia, ¿eh, señor?

—Para troncharse.

Rebus miró a su alrededor. En la sala de homicidios todo el mundo parecía estar ocupado en algo. En una pared estaban pegadas unas fotos de la víctima y del lugar de los hechos, junto a una pizarra de plástico con un listado de turnos de personal. Una agente de policía estaba cotejando los nombres que tenía en un papel y anotando los turnos de servicio en la pizarra con un rotulador azul. Rebus se acercó y dijo:

—¿Verdad que hará lo posible para que el inspector Flower y yo no tengamos que compartir servicio? Aunque sea por un pequeño descuido con el rotulador...

—Me puede caer un paquete, inspector.

La agente se lo dijo con una sonrisa, de forma que Rebus le hizo un guiño. Todo el mundo sabía que resultaba contraproducente juntar a Rebus y a Flower, dos inspectores que se detestaban el uno al otro. Pero quien estaba al mando aquel día era Lauderdale. El listado era de Lauderdale, y a Lauderdale le gustaba ver que saltaran chispas: seguro que habría sido más feliz trabajando en una fundición.

Holmes y Clarke tenían claro lo que Rebus acababa de pedirle a la agente, pero no dijeron palabra.

—Voy a acercarme otra vez a Mary King’s Close —indicó Rebus—. ¿Alguien se apunta?

Se apuntaron dos.

Rebus no dejaba de vigilar a Brian Holmes. Holmes aún no había presentado su dimisión, pero esta podía llegar en cualquier momento. Era sabido que cuando uno ingresaba en la policía, lo hacía para seguir mucho tiempo en el cuerpo, pero la media naranja de Holmes estaba tirando del otro extremo de la cuerda y no estaba claro quién iba a salirse con la suya.

Por otra parte, Rebus había dejado de preocuparse por Siobhan Clarke. Esta ya no era novata y estaba en camino de convertirse en una buena subinspectora. Era rápida, lista y entusiasta. Los funcionarios de policía raras veces eran las tres cosas a la vez. El propio Rebus podía aspirar a ser un treinta por ciento en de esas cosas un buen día de trabajo.

El día era nublado y bochornoso, con la atmósfera llena de insectos y sin el menor indicio de una brisa que aliviara la situación.

—¿Qué son? ¿Moscardones?

—A mí me parecen mosquitos.

—Un asco, eso es lo que son.

El parabrisas estaba lleno de manchas cuando llegaron a City Chambers y, como el líquido limpiaparabrisas se había agotado, tuvieron que dejarlo como estaba. Rebus se dijo de pronto que el Festival en realidad estaba circunscrito a High Street. La mayoría de las calles del centro estaban tan llenas o vacías como siempre. Mientras tanto, High Street se encontraba atestada de gente. El aparcamiento de City Chambers estaba lleno, por lo que aparcó en la propia High Street. Al salir sacó una hoja de rollo de cocina, escupió sobre el papel y limpió un poco el parabrisas.

—Estaría bien que lloviera.

—No digas eso.

Frente a la puerta de entrada a Mary King’s Close estaban aparcados una furgoneta y un camión de caja baja, señal de que los obreros de la construcción habían vuelto al trabajo. La carnicería estaba precintada, pero ello no iba a impedir que siguieran con las reformas.

—¿Inspector Rebus?

Un anciano los estaba esperando. Alto y con aspecto de estar en buena forma física, llevaba un impermeable de color blanco a pesar de lo caluroso del día. No tenía el pelo gris o plateado, sino de un tono amarillo pálido, y llevaba unas gafas con cristales en forma de media luna prendidas en la punta de la nariz, como si solo las necesitara para fijarse en las posibles grietas en la acera.

—¿El señor Blair-Fish?

Rebus estrechó la frágil mano del otro.

—Quisiera pedirles disculpas otra vez. Mi sobrino nieto a veces puede ser muy...

—No hace falta que se disculpe, señor. Su sobrino nieto nos ha hecho un favor. Si no hubiera bajado allí con las dos chicas, no habríamos encontrado el cadáver con tanta rapidez. Y en la investigación de un asesinato, la rapidez es fundamental.

Blair-Fish miró sus zapatos reparados una y mil veces y asintió con un cabeceo en señal de aceptación.

—Ya, pero sigue siendo una vergüenza.

—No lo es para nosotros, señor.

—No, supongo que no.

—Bueno, si es tan amable de llevarnos...

El señor Blair-Fish los llevó.

Los condujo por la puerta y escaleras abajo, lejos de la luz del día, hasta un mundo de bombillas de pocos vatios; más allá estaban las lámparas halógenas de los obreros de la construcción. Como en el escenario de un teatro, los obreros se movían con la estudiada precisión de los actores. Uno podría cobrar un par de libras por la entrada y reunir un público... y hasta obtener un primer premio en el Fringe. El encargado reconoció a la policía a la primera y saludó con un cabeceo. Los demás no les prestaron mucha atención, excepto por las ocasionales miradas de reojo admirativas que le dirigían a Siobhan Clarke. Los obreros de la construcción siempre eran iguales, bajo tierra o en la superficie.

Blair-Fish empezó a ilustrarlos con explicaciones. Rebus adivinó que había sido el guía cuando el agente de policía se sumó al recorrido por los subterráneos. Rebus se enteró de que Mary King’s Close había sido una calle importante y animada antes de la epidemia de peste, una de las incontables epidemias de ese tipo que se cebaron con Edimburgo. Cuando los vecinos volvieron a sus viviendas, juraron que la calle estaba embrujada por los espectros de quienes habían muerto en ella. Se marcharon otra vez, y la arteria quedó abandonada y en desuso. Luego se produjo un incendio, que solo dejó intactos los primeros pisos de las edificaciones. (Los edificios de Edimburgo por entonces podían contar con una docena de plantas o más, cuyo equilibrio resultaba precario.) El Ayuntamiento optó entonces por pavimentar con losas las ruinas y construir de nuevo, con lo que Mary King’s Close quedó sepultada.

—Hay que recordar que la Ciudad Vieja era un lugar muy abigarrado, construido bajo una ladera o, si prefieren creer en la leyenda, en la espalda de una serpiente enterrada. Larga y estrecha. Todos vivían apretujados, los ricos y los pobres vivían los unos juntos a los otros. En un edificio como este, lo normal era que los pobres vivieran en los pisos altos, la pequeña burguesía y la nobleza en los centrales, y los artesanos y tenderos al nivel de la calle.

—¿Y qué fue lo que pasó? —preguntó Homes con interés genuino.

—Que los burgueses y los aristócratas se hartaron —contestó Blair-Fish—. Una vez construida la Ciudad Nueva al otro lado del Nor’ Loch, fueron los primeros en irse. Tras la marcha de los vecinos acomodados, la Ciudad Vieja entró en decadencia, y siguió así durante mucho tiempo. —Señaló unos escalones que daban a una especie de nicho en la pared—. Ahí estaba la tahona. ¿Ven esas losas? Sobre ellas estaban los hornos. Si las tocan, todavía están más calientes que las demás piedras que las rodean.

Siobhan Clarke sintió la necesidad de comprobarlo. Al cabo de un momento regresó encogiéndose de hombros. Rebus se alegraba de haber acudido con Holmes y Clarke. Entre los dos mantenían ocupado a Blair-Fish mientras él observaba con disimulo a los obreros de la construcción. No parecían estar nerviosos; no más de lo previsible, cuando menos. Hacían lo posible por no mirar la carnicería y trabajaban silbando quedamente. No parecían sentirse inclinados a hablar del asesinato. Uno de ellos estaba en lo alto de una escalera, ocupado en desmantelar un tramo de cañería. Otro se encontraba en un andamio, atareado con la mampostería.

Siguiendo con el recorrido, después de dejar atrás a los obreros, Blair-Fish fue con Siobhan Clarke a ver un lugar donde un niño pequeño había sido emparedado en una chimenea, un hecho corriente en el siglo XVIII y que solía provocar las quejas de los deshollinadores.

—El Granjero hizo una pregunta que tenía sentido —confió Rebus a Holmes—. ¿Para qué molestarse en traer a alguien aquí? Piensa en ello. Eso indica que quien lo hizo es alguien de la ciudad. Tan solo los de la ciudad saben de la existencia de Mary King’s Close, y tampoco muchos.

Era verdad. La existencia de un recorrido abierto al público por las calles subterráneas no era demasiado conocida y las visitas de este tipo tenían lugar de forma esporádica.

—Tuvieron que bajar aquí por su cuenta o conocer a alguien que lo hubiera hecho. Si no, lo más probable habría sido que se perdieran en lugar de encontrar la carnicería.

Holmes asintió.

—Es una pena que no haya ningún registro de las visitas guiadas. —Lo habían comprobado, y los recorridos se efectuaban de modo informal, con una docena de personas o más cada vez—. Es posible que estuvieran al corriente de las obras de reformas y se dijeran que pasarían semanas antes de que alguien descubriera el cadáver.

—O quizá las obras de reformas son la razón que les llevó a escoger este lugar —apuntó Rebus—. Es posible que alguien les hablara de él. Estamos investigando a todo el mundo.

—¿Es la razón por la que estamos aquí? ¿Para echarles un vistazo a los currantes? —Rebus asintió con la cabeza y Holmes hizo otro tanto. En ese momento tuvo una idea—. Quizá lo que se proponían era enviar un mensaje.

—He pensado en ello. Pero ¿qué clase de mensaje y para quién?

—¿No le convence la posibilidad de que haya sido el IRA?

—Es una explicación aceptable e inaceptable a la vez —admitió Rebus—. En la ciudad no hay nada que pueda interesarles a los paramilitares.

—Bueno, el Castillo de Edimburgo, el palacio de Holyrood, el Festival...

—Es una posibilidad.

Se giraron hacia aquella voz. Iluminaron a dos hombres con las linternas. Rebus no reconoció a ninguno. Se acercaron y pudo estudiarlos un poco. El que había hablado, algo más joven que su compañero, tenía acento de Inglaterra y la pinta de un policía londinense de paisano. Eran las manos en los bolsillos las que lo delataban, así como el aire de fácil superioridad con que acompañaba el gesto. Y, por supuesto, iba vestido con unos viejos pantalones vaqueros y una cazadora de aviador de cuero negro. Tenía el pelo castaño cortado muy corto y con las puntas enhiestas con gomina, así como el rostro surcado por marcas de viruela. Debía de rondar los treinta y tantos años, pero daba la impresión de ser un cuarentón con problemas coronarios. Sus ojos eran de un penetrante color azul. Era difícil sostenerle la mirada. Casi no pestañeaba, como si estuviera decidido a no perderse un solo detalle del espectáculo.

El otro era alto y atlético, en la frontera de los cincuenta años, con las mejillas enrojecidas y el pelo negro y abundante con entradas plateadas. Daba la impresión de que necesitaba afeitarse dos y hasta tres veces al día. Iba vestido con un traje azul oscuro, que parecía recién salido del maniquí de un sastre. Y sonreía.

—¿El inspector Rebus?

—El mismo.

—Soy el inspector jefe Kilpatrick.

Rebus conocía ese nombre, por supuesto. Y resultaba interesante contar con la oportunidad de ponerle rostro por fin. Si la memoria no le fallaba, Kilpatrick seguía en la Brigada de Investigación Criminal de Escocia.

—Pensaba que estaba usted trabajando en Stuart Street, señor —dijo Rebus, mientras le estrechaba la mano.

—Hace unos meses que volví de Glasgow. Desde luego, la noticia no salió en la primera plana del Scotsman, pero ahora estoy al mando de la brigada.

Rebus asintió. La Brigada de Investigación Criminal se ocupaba de aquellos crímenes graves que precisaban de investigación simultánea por parte de diversos efectivos policiales. Su especialidad eran los casos vinculados al tráfico de drogas, o al menos así era antes. Rebus conocía a algunos hombres que habían sido trasladados a la Brigada de Investigación Criminal. Uno trabajaba en este organismo tres o cuatro años y salía de él de dos maneras: con desgana y, a la vez, tan correoso y duro de roer como el beicon cocinado un par de días atrás. Kilpatrick estaba presentando a su acompañante.

—El inspector de brigada Abernethy, de la brigada especial. Ha venido desde Londres para vernos.

—Hay gente para todo —dijo Rebus.

—Mi abuelo también llevaba faldas —repuso Abernethy, mientras le estrechaba la mano a Rebus, sin captar el chiste.

Rebus le presentó a Holmes y, un momento después, a Siobhan Clarke. Reparó en el rubor aparecido en las mejillas de Clarke y se dijo que alguno de los presentes en la calle subterránea le había soltado un piropo o había tratado de ligar con ella. Decidió descartar al señor Blair-Fish, pero el listado de sospechosos seguía siendo extenso.

—Bien —dijo Abernethy por fin, frotándose las manos—. ¿Dónde está ese matadero?

—En realidad se trataba de una carnicería —precisó Blair-Fish.

—Yo ya sé lo que me digo.

Blair-Fish se puso en marcha por delante. Pero Kilpatrick hizo un aparte con Rebus y murmuró:

—Mire, me gusta tan poco como a usted que este capullo ande por aquí, pero con un poco de paciencia nos libraremos de él cuanto antes, ¿entendido?

—Sí, señor.

Kilpatrick hablaba con acento de Glasgow, nasal incluso cuando se expresaba en susurros, un acento asimismo preñado de ironía y de la convicción de que Glasgow era el centro del universo. Por lo general, los de Glasgow de un modo u otro también transmitían cierto complejo de inferioridad, de sentirse menospreciados, pero Kilpatrick no parecía ser de ese tipo.

—Así que déjese de puñeteras bromas.

—Entendido, señor.

Kilpatrick hizo una pausa y agregó:

—Fue usted quien mencionó la posibilidad del elemento paramilitar, ¿verdad? —Rebus asintió con un cabeceo—. Bien hecho.

—Gracias, señor.

Y, sí, los de Glasgow también podían ser unos cabrones paternalistas a más no poder.

Cuando se unieron a los demás, Holmes miró a Rebus en señal de interrogación. Rebus respondió encogiéndose de hombros, lo que por lo menos era sincero por su parte.

—Así que colgaron el cuerpo aquí... —decía Abernethy. Miró en derredor y observó—: Más bien melodramático, ¿no? No es el estilo del IRA. A ellos ya les basta con una habitación cerrada o un almacén vacío. Quien hizo esto es alguien al que le gusta la puesta en escena dramática.

Rebus estaba impresionado. Era otra posible razón para escoger un lugar así.

—Le descerrajan varios tiros —prosiguió Abernethy—, y luego suben por las escaleras, se mezclan con el gentío y hasta es posible que vayan a ver un espectáculo nocturno antes de marcharse a casa a dormir.

Clarke interrumpió:

—¿Cree que la cosa tiene alguna conexión con el Festival?

Abernethy la miró de pies a cabeza, y Brian Holmes al momento dio un respingo. No por primera vez, Rebus se preguntó por el cariz de la relación entre Clarke y Holmes.

—¿Por qué no? —dijo Abernethy—. Me parece tan plausible como todo cuanto he oído hasta ahora.

—Pero al muerto le aplicaron un paquete de seis. —Rebus se sentía obligado a defender su territorio.

—No —corrigió Abernethy—. Un paquete de siete. Lo que no cuadra en absoluto con la forma de proceder de los paramilitares. Un desperdicio de balas, para empezar. —Miró a Kilpatrick—. Puede ser un asunto de drogas. A las bandas les gusta que haya un poco de melodrama, porque así se creen que están en una película. Y también les gusta enviar mensajes a sus enemigos. Mensajes muy claros.

Kilpatrick asintió con la cabeza.

—Lo estamos valorando.

—Yo seguiría apostando por los paramilitares —intervino Rebus—. Una pistola de ese tipo...

—Los narcotraficantes también usan pistolas, inspector. De hecho, las pistolas les encantan. Las pistolas grandes que hacen mucho ruido. Voy a decirle una cosa. No me habría gustado estar aquí abajo. El sonido del disparo de una nueve milímetros en un espacio cerrado como este... Bien puede reventarle los tímpanos a uno.

—Un silenciador —terció Siobhan Clarke.

No tenía el día. Abernethy se limitó a quedarse mirándola, de forma que Rebus tuvo que explicar:

—Los revólveres no admiten silenciador.

Abernethy señaló a Rebus, pero seguía con la mirada fija en Clarke.

—Escuche lo que dice su inspector, guapa. Igual así aprende algo.

Rebus miró alrededor. En la sala había seis personas y cuatro de ellas parecían tener muchas ganas de sacudirle de lo lindo a una quinta.

No le pareció que el señor Blair-Fish estuviera para esos trotes.

Abernethy ahora estaba arrodillado en el suelo, pasando los dedos por el viejo suelo de tierra.

—Los del laboratorio se llevaron la capa superior de tierra, de un par de centímetros o así —dijo Rebus, pero Abernethy no estaba escuchando.

Era un hecho que se habían llevado sacos y más sacos al sexto piso de la comisaría de Fettes para pasar la tierra por cedazos, analizarla y todo cuanto se les ocurriera en el laboratorio forense.

Rebus se dio cuenta de que todo cuanto el grupo podía ver en ese momento de Abernethy era su gordo trasero y un par de zapatillas deportivas Reebok de color blanco brillante. Abernethy se volvió hacia ellos y sonrió. Se levantó, se frotó las manos y dijo:

—¿El muerto consumía drogas?

—No había indicios.

—Porque estaba pensando que eso de SaS podría significar Smack and Speed.3

Rebus de nuevo se sintió impresionado, pero que muy a pesar. El polvo se había aposentado en la gomina del pelo de Abernethy, las suficientes motas diminutas como para alegrarle un poco la vista a Rebus.

—También podría ser una referencia a Scott y Sheena —dijo Rebus.

En otras palabras: podría ser cualquier cosa. Abernethy se limitó a encogerse de hombros. Acababa de efectuar una exhibición, pero el espectáculo ya se había terminado.

—Creo que ya he visto lo suficiente —apuntó.

Kilpatrick asintió con expresión de alivio. Rebus se dijo que tenía que ser duro eso de estar considerado el mejor policía en su terreno, un hombre con una reputación, y tener que hacerle de guía a un funcionario de menor rango... que además resultaba ser inglés.

Mortificante, esa era la palabra.

Abernethy estaba hablando otra vez.

—Ya que estoy por aquí, seguramente voy a acercarme a la sala de homicidios.

—¿Por qué no? —dijo Rebus con frialdad.

—No veo razón para no hacerlo —respondió Abernethy, tan afable como malintencionado.

Causas mortales

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