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ОглавлениеEl depósito de cadáveres de Edimburgo se encontraba en Cowgate, detrás del instituto Wynd y delante del centro comunitario Saint Ann’s y Blackfriars Street. El edificio era de poca altura y con la fachada de ladrillo y enlucido granuloso, construido de forma voluntariamente discreta y situado en un lugar algo apartado. Las empinadas calles de la zona conducían a High Street. Hacía mucho que Cowgate era una arteria con mucho tráfico y pocos peatones. Era angosta y profunda, como un desfiladero, y sus aceras ofrecían magro refugio de los taxis y coches que pasaban zumbando. No era un lugar para personas timoratas. Los más desfavorecidos de la sociedad solían encontrarse en Cowgate, hasta que llegaba la hora de volver al centro o refugio de turno.
Sin embargo, estaban reformando la calle a conciencia, e incluso estaba previsto construir una pequeña plaza. Los peces gordos de la ciudad primero habían limpiado la cercana Grassmarket y su nuevo objetivo era Cowgate.
Rebus estuvo esperando un par de minutos delante del depósito de cadáveres hasta que una mujer asomó la cabeza por la puerta.
—¿El inspector Rebus?
—Yo mismo.
—Me ha pedido que le dijera que lo encontrará en el Bannerman’s.
—Gracias.
Rebus echó a caminar hacia el pub.
Hubo un tiempo en que el Bannerman’s fue una bodega, y su estructura no había cambiado mucho desde entonces. Sus salas abovedadas llevaban a pensar de forma inquietante en las de Mary King’s Close. Las bodegas, carboneras y sótanos de este tipo venían a ser como unas madrigueras interconectadas y emplazadas bajo la Ciudad Vieja, desde Lawnmarket hasta pasado Canongate. Aún no había mucha gente en la barra. El doctor Curt estaba sentado al lado de la ventana, con el vaso de cerveza en lo alto de un tonel que hacía las veces de mesa. De un modo u otro, había conseguido hacerse con una de las pocas sillas cómodas del establecimiento. Era una silla alta, con brazos y largo respaldo, acaso propia de un pequeño aristócrata. Rebus pidió un whisky doble, agarró un taburete y tomó asiento.
—A su salud, John.
—A la suya.
—¿En qué puedo ayudarlo?
Por mucho que se encontraran en un pub, Rebus creía detectar el olor a jabón y alcohol metílico que emanaba de las manos de Curt. Bebió un trago de whisky. Curt frunció el ceño.
—A este paso, parece que voy a terminar examinando su hígado antes de lo deseable.
Rebus señaló con la cabeza el paquete de cigarrillos en la mesa. Eran de Curt y sin filtro.
—No, si sigue fumando esas cosas.
El doctor Curt sonrió. En realidad no hacía mucho que había empezado a fumar, con la idea de comprobar hasta qué punto era indestructible. No se lo tomaba como una muestra de ansia de muerte, exactamente; más bien lo consideraba un simple ejercicio relacionado con la mortalidad.
—¿Desde cuándo está liado con la señorita Rattray?
Curt se echó a reír.
—Por Dios, ¿para esto quería hablar conmigo? ¿Para hacerme preguntas sobre Caroline?
—Lo decía por decir algo. Lo cierto que no está nada mal.
—Oh, Caro es estupenda. —Curt prendió un cigarrillo y aspiró el humo, mientras asentía con un cabeceo para sí—. Lo que se dice estupenda —repitió, entre una nube de humo.
—Es posible que ya tengamos el nombre del muerto de Mary King’s Close. Ahora mismo están analizando las huellas dactilares.
—¿Por eso quería verme? ¿No para hablar de Caro?
—Quiero hablar sobre armas de fuego.
—No soy un especialista en el asunto.
—Muy bien. No estoy buscando a un especialista, sino a alguien con quien hablar. ¿Ha visto el informe de balística? —Curt negó con la cabeza—. Creemos que se trata de un Smith and Wesson modelo 547, a juzgar por las cinco estrías en los casquillos con giro a la derecha. Estamos hablando de un revólver, con carga de seis proyectiles de nueve milímetros Parabellum.
—Me he perdido.
—Probablemente estamos hablando de la versión con el cañón de tres pulgadas y no de cuatro, de un revólver de algo menos de un kilo de peso. —Rebus bebió otro sorbo del vaso. Los efluvios del whisky habían invadido sus fosas nasales y anulado todos los demás olores—. A un revólver no se le puede poner silenciador.
—Ah. —Curt asintió con la cabeza—. Creo que ya veo por dónde va.
—En un espacio cerrado como ese, con la forma que tiene... —Rebus señaló la sala con la cabeza—. De tamaño y forma muy parecidos a los de aquí.
—Tuvo que hacer ruido.
—Un montón de ruido. Ensordecedor, podríamos decir.
—¿Y eso qué significa exactamente?
Rebus se encogió de hombros.
—Me estaba preguntando si en realidad ha sido cosa de profesionales. En un principio lo parece, si nos fijamos solo en el modo en que se llevó a cabo la ejecución. Pero si uno se para a pensarlo, el asunto no está tan claro.
Curt se paró a pensarlo.
—Bueno, ¿y ahora qué va a hacer? ¿Peinar la ciudad en busca de individuos que se acaben de comprar un audífono?
Rebus sonrió.
—Es una idea.
—John, lo único que puedo decirle es que las balas causaron muchos daños. De forma intencionada o no, los disparos lo dejaron todo hecho un desastre. Es verdad que ya nos habíamos encontrado con otros asesinatos de tipo desastroso. Y lo normal es que semejantes destrozos nos faciliten las cosas a la hora de encontrar al asesino. Pero esta vez no parece que tengamos muchos indicios, dejando aparte los casquillos.
—Lo sé.
Curt soltó un manotazo sobre el tonel.
—Pero hay otra cosa. Quiero hacerle una sugerencia.
—¿Cuál?
Curt acercó el rostro como si fuera a revelarle un secreto.
—Déjeme darle el número de teléfono de Caroline Rattray.
—Váyase a tomar por culo —dijo Rebus.
Esa noche, un coche patrulla le recogió en la puerta del edificio de Patience en Oxford Terrace. El conductor era un agente llamado Robert Burns, quien estaba haciéndole un favor a Rebus.
—Se lo agradezco —dijo Rebus.
Aunque estaba asignado a la División C del barrio oeste, Burns había nacido y crecido en Pilmuir, donde conservaba muchos amigos y enemigos. En el Gar-B era un personaje muy conocido, y eso era lo que interesaba a Rebus.
—Nací en una de las casas prefabricadas —le explicó Burns—. Antes de que las echaran abajo para construir los bloques de pisos. Por increíble que le parezca, se suponía que los bloques eran más «civilizados». Los puñeteros arquitectos y urbanistas... Es imposible que reconozcan haberse equivocado, ¿no le parece? —Sonrió—. En eso se parecen a nosotros.
—Cuando dice «nosotros», ¿se refiere a la policía o a los seguidores de la Libre?
Burns era un miembro prominente de la Iglesia Libre de Escocia. Los domingos al mediodía llevaba su religión al pie de The Mound, donde predicaba sobre el azufre y las llamas del infierno a todos quienes quisieran escucharlo. Rebus le había estado escuchando unas cuantas veces. Pero Burns se tomaba los domingos libres durante la celebración del Festival. Como decía, ni siquiera su voz podía hacerse oír por encima de las bandas caribeñas de percusión y las guitarras sin afinar.
Estaban entrando en el Gar-B, pasando junto a la fachada que tenía el ominoso recibimiento.
—Déjeme tan cerca como pueda, ¿eh?
—Claro —dijo Burns.
Al llegar junto a los garajes, redujo la marcha ligeramente, pues el coche acababa de subirse a la acera y, un instante después, a la hierba.
—No es mi coche —explicó.
Siguieron conduciendo por el caminillo y dejaron atrás los garajes y uno de los bloques de pisos; ya no había por dónde seguir. Burns se detuvo. El coche estaba estacionado a unos tres metros del centro juvenil.
—Puedo ir andando desde aquí —dijo Rebus.
Los chavales que estaban tumbados en el tejado del centro ahora se habían levantado y los contemplaban. Los cigarrillos pendían de las bocas abiertas. Había más gente mirándolos desde el caminillo y las ventanas abiertas. Burns se volvió hacia Rebus.
—¿No estaría pensando en pillarlos por sorpresa?
—Así está bien. —Abrió la portezuela—. Quédese en el coche. No vaya a ser que nos revienten los neumáticos.
Rebus echó a andar hacia las puertas abiertas de par en par del centro juvenil. Los adolescentes del tejado lo miraron con experimentada hostilidad. En el suelo había avioncitos de papel, que el viento hacía despegar en algunos casos. Mientras se dirigía a la entrada, Rebus oyó unos gruñidos en lo alto. El público del tejado fingía estar formado por cerdos.
No había ningún vestíbulo; la puerta conducía a la propia sala. En uno de sus extremos había un aro de baloncesto clavado a la pared. La pelota estaba en el suelo y varios adolescentes pugnaban por hacerse con ella, con profusión de patadas a los tobillos y agarrones del pelo y de los brazos. ¡Y eso que se suponía que allí no se practicaban deportes de contacto! En un escenario construido de mala manera descansaba un gran radiocasete que emitía a todo volumen el tema de heavy metal más de moda. Rebus se dijo que no le serviría de mucho explicar que él había asistido de cerca al nacimiento de aquel género musical. La mayoría de estos chavales habían nacido después de la aparición de los Sex Pistols, así que no valía la pena venirles con batallitas sobre Led Zeppelin.
Había chicos de todas las edades, y era imposible determinar quién era Peter Cave. Quizás era el muchacho que estaba siguiendo con la cabeza los fraseos de la guitarra eléctrica distorsionada. Quizás era el que estaba fumando con la espalda apoyada en la pared. Quizás era uno de los que se apelotonaban bajo el aro de baloncesto. Pero no, en ese momento se dirigía hacia Rebus desde la dirección opuesta, alejándose de un grupo compacto que incluía al de la camiseta negra que había recibido a Rebus en su visita anterior.
—¿En qué puedo ayudarlo?
El padre Leary le había dicho que tenía unos veinticinco años, pero apenas aparentaba veinte. Las ropas acentuaban dicha impresión, y la verdad era que las llevaba como había que llevarlas. No era la primera vez que Rebus veía a miembros de la Iglesia vestidos con ropa vaquera. Por lo general daban la impresión de que se sentirían más cómodos si llevaran prendas menos cómodas. Pero vestido con una camisa y unos pantalones de tela vaquera desteñida, con media docena de delgados brazaletes de cuero y metal en las muñecas, a Cave le sentaba bien el uniforme.
—No hay muchas chicas —observó Rebus, para no entrar al trapo directamente.
Peter Cave miró a su alrededor.
—Ahora mismo no. Suele haber más, pero cuando hace buen tiempo por la noche...
Esa noche hacía buen tiempo. Rebus había dejado a Patience bebiendo vino rosado frío en el jardín. Le había costado irse. La primera impresión que se llevaba de Cave no era mala. El joven tenía aspecto lozano y la mirada limpia. Llevaba el pelo largo pero en absoluto desgreñado, y su cara era cuadrada, con gesto sincero, y un profundo hoyuelo en la barbilla.
—Discúlpeme por no haberme presentado —dijo—. Soy Peter Cave y dirijo el club juvenil.
Le ofreció la mano, entre el tintinear de los brazaletes. Rebus se la estrechó y sonrió. Cave quería saber quién era, lo que tenía su lógica.
—Inspector Rebus.
Cave asintió con un movimiento de cabeza.
—Davey me dijo que un policía había estado antes por aquí. Pero supuse que habría sido un agente de uniforme. ¿Qué problema hay, inspector?
—No hay ningún problema, señor Cave.
Un círculo de mirones malencarados se había formado alrededor de ambos. Rebus no se sentía inquieto, por el momento.
—Llámeme Peter.
—Señor Cave. —Rebus frunció los labios un instante antes de seguir—. ¿Cómo va todo por aquí?
—¿Qué quiere decir?
—Solo es una pregunta, señor. Se lo pregunto porque los delitos en Pilmuir no han disminuido precisamente desde que montó usted este lugar.
Cave entró en visible tensión.
—De un tiempo a esta parte no hay peleas entre las pandillas.
Rebus dio por buenas sus palabras.
—Pero sí que hay robos en las casas, agresiones... En el parque infantil sigue habiendo jeringuillas, aerosoles y...
—Le voy a dar yo aerosoles.
Rebus se giró para ver quién había intervenido. Era el chaval que llevaba el pecho desnudo y la cazadora vaquera. El círculo se había abierto lo suficiente como para dejarlo pasar.
—Hola, Davey —saludó Rebus.
El joven le señaló con el dedo.
—Pensaba que había dicho que no sabía cómo me llamaba.
—No puedo evitar que la gente me diga cosas, Davey.
—Davey Soutar —agregó Burns.
El agente de policía estaba de pie en el umbral, con los brazos cruzados y con el aire de quien se está divirtiendo mucho. No era el caso, por supuesto. Tan solo se trataba de un fingimiento necesario.
—Davey Soutar —repitió Rebus.
Soutar tenía los puños cerrados. Peter Cave trató de interceder.
—A ver un momento, por favor. ¿Es que hay algún problema, inspector?
—Dígamelo usted, señor Cave. —Miró a su alrededor—. La verdad es que estamos un poco preocupados por esta guarida de pandilleros.
Las mejillas de Cave enrojecieron.
—Es un centro juvenil.
Rebus pasó a estudiar el techo. Nadie estaba jugando al baloncesto en ese momento. Y el volumen de la música estaba muy bajo.
—Lo que usted diga, señor.
—Mire, ha entrado aquí dando la nota y...
—No creo haber entrado dando la nota, señor Cave. Más bien he entrado en plan tranquilo. No he venido en busca de problemas. Si el amigo Davey se toma la molestia de abrir esos puños que tiene cerrados, propongo que usted y yo hablemos fuera tranquilamente.
Cave se quedó mirando a Rebus, y sus ojos después se posaron en Soutar. Asintió con un lento cabeceo, que trataba de infundir calma, y Soutar terminó por abrir los puños. Con visible esfuerzo. Burns había entrado en la sala por algún motivo.
—Muy bien —dijo Rebus—. Vamos, señor Cave, salgamos a dar un paseo.
Echaron a andar por el parque infantil. Burns había vuelto a entrar en el coche patrulla, que condujo hasta un punto desde el que podía verlos bien. Algunos adolescentes los estaban mirando desde el tejado y la parte trasera del centro juvenil, aunque no se atrevían a ir más allá.
—La verdad, inspector, no entiendo por qué...
—¿Le parece que está haciendo un buen trabajo en este lugar, señor?
Cave lo pensó un momento antes de responder:
—Sí, me lo parece.
—¿Le parece que el experimento está teniendo éxito?
—Un éxito limitado, por el momento, pero tengo que volver a decirle que sí.
Con las manos a la espalda y la cabeza un poco gacha, Cave aparentaba no tener la más mínima preocupación.
—¿No se arrepiente de nada?
—De nada.
—Pues es curioso...
—¿El qué?
—Que los de su iglesia no parecen estar tan seguros.
Cave no tardó ni un segundo en replicar:
—¿Así que es eso? Es miembro de la congregación de Conor, ¿verdad? Le ha enviado aquí para... ¿cuál es la expresión? Para bajarme de las alturas, ¿es eso?
—En absoluto.
—Conor es un paranoico. Él fue quien se empeñó en que viniera aquí. Y ahora ha decidido que tengo que irme, ipso facto. Está acostumbrado a que todos le obedezcan sin rechistar. Pues bien, no tengo ninguna intención de irme. Me gusta estar aquí. ¿Es eso lo que le asusta? Pues me temo que no puede hacer mucho al respecto, ¿no cree usted? Y me parece que usted tampoco puede hacer mucho, inspector, a no ser que vea que algún miembro del club está quebrantando la ley.
Cave tenía el rostro enrojecido y gesticulaba con las manos.
—Estos chavales quebrantan la ley todos los días.
—A ver un momen...
—No, escúcheme un minuto. Es verdad que ha conseguido unir a los chavales católicos y a los protestantes, pero tendría que preguntarse el porqué de su buena disposición. Cuando no están divididos están unidos, y si están unidos es por alguna razón concreta. Son los mismos de siempre, solo que ahora tienen más fuerza. Se habrá dado cuenta.
—Yo no me he dado cuenta de nada de eso. Las personas pueden cambiar, inspector.
Rebus se había pasado toda su carrera profesional oyendo esa afirmación. Suspiró y hundió la punta del zapato en el suelo.
—¿Usted no lo cree así?
—Para serle sincero, no en este caso en concreto, y las estadísticas sobre la delincuencia respaldan lo que le digo. Lo que aquí se está dando es una tregua de algún tipo, cosa que de todos modos les viene bien para ir haciéndose con territorio. Si alguien los amenaza, están en disposición de vengarse a lo bestia... De partirle la cabeza a quien haga falta. Pero esta situación no va a durar, y cuando vuelvan a dividirse en sus pandillas respectivas va a correr la sangre, eso está más que claro. Dígame, ¿cuántos católicos hay en su club esta noche?
Cave no respondió, ocupado como estaba en negarlo todo con la cabeza.
—Lo siento por usted, y hablo en serio. El cinismo le sale por los poros. Pero resulta que no me creo nada de lo que me dice.
—Yo puedo ser un cínico, pero usted entonces es un ingenuo, lo que significa que lo están utilizando. Y eso es bueno, porque de lo contrario estaríamos hablando de que le han arrastrado a esta situación y de que usted la acepta, consciente de la verdad.
A Cave volvieron a ruborizársele las mejillas.
—¿Cómo se atreve?
Y le soltó un puñetazo en el estómago a Rebus, con fuerza. Rebus había encajado puñetazos de profesionales, pero aquel le había pillado desprevenido, por lo que sintió que se doblaba y le costaba respirar. Sentía una quemazón en las tripas que no tenía nada que ver con el whisky. Oyó vítores a lo lejos. Unas pequeñas siluetas estaban bailando de contento en el tejado del centro juvenil. Rebus ansió que tropezaran y se cayeran. Se enderezó.
—¿Le parece que con esto está dando un buen ejemplo, señor Cave?
Dicho esto, le estampó un tremendo puñetazo en la mandíbula. El joven retrocedió dos pasos y a punto estuvo de desplomarse.
De lo alto del centro juvenil llegó un rugido estruendoso. Los jóvenes del Gar-B estaban bajando del tejado y echando a correr hacia ellos. Burns había puesto el coche en marcha y cruzaba el campo de fútbol a su encuentro. El vehículo estaba ganándole terreno a la pequeña multitud, pero por muy poco. Una lata vacía impactó contra el cristal trasero. Burns frenó en seco nada más llegar a la altura de Rebus, quien abrió la portezuela de golpe y entró a toda prisa. Se contusionó una rodilla y un codo. Salieron del barrio de inmediato, en dirección a la carretera.
—Bueno —comentó Burns, mirando por el retrovisor—. Al final no ha pasado nada.
Rebus intentaba recobrar el aliento mientras se examinaba el codo lastimado.
—¿Cómo es que sabía el nombre de Davey Soutar?
—Porque es un maníaco —se limitó a reponer Burns—. Siempre trato de enterarme de estas cosas por adelantado.
Rebus suspiró ruidosamente y se bajó la manga de la camisa.
—Nunca hay que hacerle un favor a un sacerdote —dijo para sí.
—Tomo buena nota, señor —indicó Burns.