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A la mañana siguiente, Rebus entró en la sala de homicidios con un sándwich de atún con pan integral y un vaso de papel con café descafeinado. Se sentó ante su escritorio y sacó la tapa del vaso de papel. Vio por el rabillo del ojo el montón de papeleo que se había acumulado en el escritorio desde la víspera. Pero no le prestó la menor atención durante los siguientes cinco minutos.

Las huellas dactilares de la víctima coincidían con las que se habían tomado en la habitación de Billy Cunningham. Así pues, el cadáver ahora tenía nombre, pero eso era casi todo. Habían interrogado a Murdock y Millie, y el servicio de correos estaba examinando su expediente personal. Ese mismo día iban a registrar de nuevo el cuarto de Billy. Seguían sin saber quién era en realidad. Tampoco sabían nada ni sobre su procedencia ni sobre sus padres. Había muchas cosas que no sabían.

Rebus había descubierto con el tiempo que, en una investigación de asesinato, no siempre era necesario saberlo todo.

El inspector jefe Lauderdale se encontraba a sus espaldas. Rebus lo sabía porque Lauderdale desprendía un olor peculiar. No todo el mundo era capaz de distinguirlo, pero Rebus sí. Era un olor particular, como si alguien hubiera empleado polvos de talco en un cuarto de baño a fin de encubrir otro aroma menos aceptable. Y a continuación se oyó un clic y el zumbido de la máquina de afeitar eléctrica de Lauderdale. Rebus dio un respingo al oír el sonido.

—El jefe quiere verlo —dijo Lauderdale—. El desayuno puede esperar.

Rebus se quedó mirando su sándwich.

—He dicho que puede esperar.

Rebus asintió.

—¿Le traigo un café en cuanto haya regresado?

Se llevó consigo el café, del que bebió unos sorbitos ante la puerta de Watson el Granjero, a la escucha. Se oían voces procedentes del interior, una de ellas más nasal que la otra. Rebus llamó con los nudillos y entró. El inspector jefe Kilpatrick estaba sentado frente al escritorio del Granjero.

—Buenos días, John —saludó el comisario jefe—. ¿Un café?

Rebus levantó su vaso.

—Ya tengo, señor.

—Bien, siéntese.

Tomó asiento junto a Kilpatrick.

—Buenos días, señor.

—Buenos días, John.

Kilpatrick tenía una taza en las manos, pero no estaba bebiendo. Por su parte, el Granjero se estaba sirviendo más café de su cafetera eléctrica personal.

—Bien, John —dijo, mientras se sentaba—. Vamos al grano. Va a ser asignado al grupo del inspector jefe Kilpatrick.

Watson bebió un trago de café y lo paladeó. Rebus miró a Kilpatrick, quien confirmó:

—Tendrá la base de operaciones en Fettes, con nosotros, pero será nuestros ojos y oídos en la investigación de este asesinato. Nuestro oficial de enlace, por así decirlo. De forma que va a seguir pasando la mayor parte del tiempo aquí, en St Leonard’s.

—Pero ¿por qué?

—Bueno, inspector, parece que este caso es competencia de la Brigada de Investigación Criminal.

—Sí, señor, pero ¿por qué yo en particular?

—Porque ha estado en el Ejército. Me he fijado en que estuvo sirviendo en el Úlster a finales de los años sesenta.

—De eso hace un cuarto de siglo —protestó Rebus.

Había empleado aquel lapso en tratar de olvidar todo cuanto tuviera que ver con aquel destino.

—Sin embargo, convendrá conmigo en que este caso contiene aspectos que llevan a pensar en los paramilitares. Como usted mismo dijo, la pistola no es del tipo que suelen usar los atracadores de bancos, por poner un ejemplo. Es un tipo de revólver que emplean los terroristas. Al Reino Unido han llegado muchas armas de fuego de un tiempo a esta parte. Es posible que este asesinato nos permita establecer una conexión con dichas armas.

—A ver, un momento. ¿Me está diciendo que en realidad no están muy interesados en el asesinato y que lo que de verdad les interesa es la pistola?

—Creo que todo le quedará mucho más claro cuando vea la naturaleza de nuestro trabajo en Fettes. Tengo que irme de aquí dentro de... —consultó su reloj— unos veinte minutos. Con eso tiene suficiente para despedirse de sus seres queridos. —Sonrió.

Rebus asintió con un gesto de cabeza. No había tocado su vaso de café, en cuya superficie se había formado una espumilla blanquecina al enfriarse.

—Muy bien, señor —dijo poniéndose en pie.

Seguía un poco confuso cuando volvió a entrar en la sala de homicidios. Un inspector estaba contándoles un chiste a otros dos. El chiste trataba de un calamar sin dinero, una cuenta de restaurante y un friegaplatos llamado Hans que trabajaba en la cocina.

A Rebus lo trasladaban a la Brigada de Investigación Criminal o, como la llamaban algunos, «la Brigada de los Cabrones». Tardó un minuto en descubrir que en su escritorio faltaba algo.

—¿Quién coño se ha comido mi sándwich?

Al mirar alrededor vio que el chiste se había acabado de manera prematura. Pero nadie le prestó atención. En la sala estaba corriendo la noticia y la atmósfera había cambiado. Lauderdale se acercó al escritorio de Rebus con un fax en la mano.

—¿Qué es eso? —preguntó Rebus.

—Los de Glasgow han localizado a la madre de Billy Cunningham.

—Bien. ¿La madre va a venir a Edimburgo?

Lauderdale asintió distraídamente.

—Sí, para efectuar la identificación oficial.

—¿Y el padre?

—El padre y la madre se separaron hace mucho tiempo, cuando Billy era un bebé. Eso sí, la mujer nos ha dado su nombre. —Le pasó el fax—. Es Morris Cafferty.

—¿Qué? —A Rebus se le había pasado el hambre de golpe.

—Morris Gerald Cafferty.

Rebus leyó el fax.

—Dígame que no es verdad. Que los de Glasgow nos están gastando una broma.

Pero Lauderdale negaba con la cabeza.

—De broma, nada.

Big Ger Cafferty estaba en la cárcel, desde hacía bastantes meses e iba a seguir encerrado muchos años. Era un hombre peligroso, especializado en el negocio de la protección, un extorsionador, un asesino. Tan solo habían podido colgarle dos asesinatos, pero hubo otros. Rebus sabía que había otros.

—¿Le parece que alguien quiso enviarle un mensaje?

Lauderdale se encogió de hombros.

—Está claro que el caso empieza a seguir otro rumbo. Según la señora Cunningham, Cafferty se encargó de pagar todos los gastos de Billy durante su niñez y se aseguró de que no le faltara de nada. A la mujer le sigue llegando dinero de vez en cuando.

—Pero ¿Billy sabía quién era su padre?

—No, según la señora Cunningham.

—Entonces ¿cómo podía saberlo alguien?

Lauderdale volvió a encogerse de hombros.

—Me pregunto quién va a decírselo a Cafferty.

—Mejor que se lo digan por teléfono. No me gustaría estar en la misma habitación que él.

—Menos mal que tengo el traje bueno en la taquilla —apuntó Lauderdale—. Va a haber otra rueda de prensa.

—Pero mejor dígaselo antes al comisario jefe, ¿de acuerdo?

La mirada de Lauderdale se iluminó.

—Por supuesto.

Echó mano al teléfono de Rebus para hacer la llamada.

—Y por cierto, ¿de qué quería el jefe hablar contigo?

—No tiene mucha importancia —respondió Rebus.

Y lo decía en serio.

—Pero es posible que esto cambie las cosas —insistió a Kilpatrick en el coche.

Estaban sentados en el asiento trasero, mientras el chófer los conducía a Fettes tomándose su tiempo. El hombre se empecinaba en seguir por las avenidas principales, en lugar de buscar los callejones, atajos y tramos sin semáforos, como habría hecho Rebus.

—Es posible —concedió Kilpatrick—. Ya veremos.

Rebus había estado contándole la vida y milagros de Big Ger Cafferty.

—Lo que quiero decir —prosiguió— es que si ha sido un ajuste de cuentas entre criminales, la cosa ya no tiene nada que ver con los paramilitares, ¿no le parece? Y entonces yo ya no le sirvo de nada.

Kilpatrick sonrió.

—¿Pero a usted qué le pasa, John? La mayoría de los policías que conozco darían la mano con la que beben a cambio de que los asignen a la Brigada de Investigación Criminal.

—Sí, señor.

—¿Pero no es su caso?

—Le tengo bastante cariño a la mano con la que bebo. También me sirve para otras cosas. —Rebus miró por la ventanilla—. Ya estuve asignado antes allí y no me gustó demasiado.

—Quiere decir en Londres, ¿no? El comisario jefe ya me lo ha contado todo.

—Lo dudo, señor —repuso Rebus con calma.

Enfilaron Queensferry Road, a menos de un minuto andando de la casa de Patience.

—Hágame este favor —dijo Kilpatrick en tono serio—. Al fin y al cabo, parece que también es un experto en todo lo relativo a ese tal Cafferty. De forma que sería una estupidez por mi parte no recurrir a un hombre como usted.

—Sí, señor.

Y lo dejaron ahí, sin añadir nada más. Estaban entrando en Fettes, donde se encontraba la Jefatura Superior de Policía de Edimburgo. Al final de la larga calle había una buena vista de las agujas góticas del colegio Fettes, uno de los más exclusivos de la ciudad. Rebus no sabía qué era más feo, si la ornada fachada del colegio o si el chato y anodino edificio de la Jefatura Superior de Policía. Este último bien podía haber correspondido a una escuela politécnica, no tanto por su diseño como por su carencia de diseño. Se trataba de uno de los edificios menos imaginativos que Rebus había visto en la vida. Quizá se tratara de una forma de expresar su propósito.

La Brigada de Investigación Criminal de Edimburgo operaba desde una oficina pequeña y llena de cosas y de gente en el quinto piso, que compartía con la unidad de investigación de la escena del crimen de la policía local. Los especialistas forenses y los fotógrafos de la policía trabajaban un piso más arriba. Entre una y otra planta se daba gran interacción.

El verdadero cuartel general de la Brigada de Investigación Criminal se hallaba en Stuart Street, en Glasgow. La Brigada de Investigación Criminal tenía otras ramas en Stonehaven y Dunfermline, la última de las cuales era una unidad de apoyo técnico. Ochenta y dos agentes y mandos en total, así como una docena aproximada de funcionarios no pertenecientes a la policía.

—Contamos con nuestros propios equipos especializados en vigilancia y tráfico de drogas —agregó Kilpatrick—. Escogemos nuestros hombres de entre todos los organismos escoceses.

Kilpatrick siguió dándole explicaciones mientras conducía a Rebus por la oficina de la Brigada de Investigación Criminal. Algunos de los que estaban allí trabajando levantaron la cabeza un momento, pero ni mucho menos todos. Dos de los que sí lo hicieron eran un hombre calvo y su pecoso vecino de escritorio. Sus miradas no eran de bienvenida; tan solo reflejaban curiosidad.

Rebus y Kilpatrick se acercaron a un hombre muy corpulento que miraba un mapa en la pared. El mapa mostraba las islas Británicas, así como el norte del continente europeo, y llegaba hasta Rusia. Algunas de las rutas marinas aparecían subrayadas con unas largas cintas de tela roja que llevaban a pensar en material usado en sastrería. Pero el hombretón no daba la menor impresión de tener nada que ver con las tijeras de un sastre ni con patrones de papel. Una de las rutas iba a parar a la costa oriental escocesa. El hombretón no se había dado la vuelta para verlos.

—Inspector John Rebus —dijo Kilpatrick—, le presento al inspector Ken Smylie. Ken no sonríe nunca, así que no se moleste en hacer chistes con su apellido.4 Tampoco es muy hablador, pero siempre está pensando. Y es de Fife, así que ojo con él. Ya sabe usted lo que suele decirse de los de Fife.

—Yo también soy de Fife —indicó Rebus.

Smylie se volvió y le ofreció un vigoroso apretón de manos a Rebus. Debía de medir unos dos metros, y su corpulencia iba acorde con su estatura. La corpulencia era una mezcla de grasa y músculo, con predominio del músculo. Rebus se dijo que Smylie seguramente visitaba el gimnasio todos los días. Era unos cuantos años más joven que Rebus y tenía el pelo rubio y espeso, muy corto, así como un pequeño bigote oscuro. Su aspecto era el de un peón de granja, el de un granjero quizá. En el sur de Escocia sin duda habría sido jugador de rugby.

—Ken —le dijo Kilpatrick a Smylie—. Quiero pedirle que ponga a John al corriente. John trabajará con nosotros un tiempo. Sirvió en el Ejército, en el Úlster. —Kilpatrick hizo un guiño—. Es un buen elemento.

Ken Smylie miró con atención y sonrió a Rebus, quien hinchó el pecho y trató de mantenerse muy erguido. No sabía por qué quería impresionar a Smylie, pero sí tenía claro que no le interesaba que este fuera su enemigo. Smylie asintió lentamente con la cabeza e intercambió con Kilpatrick una mirada que Rebus no llegó a entender.

Kilpatrick puso la mano en el brazo a Smylie.

—Lo dejo en tus manos. —Se giró y se dirigió a otro policía—. Jim, ¿alguna llamada? —Se alejó.

Rebus se volvió hacia el mapa.

—¿Rutas de transbordadores?

—De la costa este no salen transbordadores.

—Los hay que navegan a Escandinavia.

—Este no.

Smylie tenía algo muy preciso en mente. Rebus decidió intentarlo otra vez.

—¿Cargueros, entonces?

—Cargueros, sí. Pensamos que se trata de cargueros.

Rebus esperaba oír una voz de basso profondo, pero la de Smylie era una voz curiosamente aguda, como si no hubiera terminado de madurar en la adolescencia. Quizás era la razón por la que no hablaba demasiado.

—Entonces ¿están interesados en esos barcos?

—Tan solo si vienen con contrabando.

Rebus asintió.

—Contrabando de armamento.

—Es posible que se trate de armamento. —Señaló algunos puertos de la Europa del Este—. Verá, en Rusia y sus alrededores hoy circulan muchas armas de fuego. Han reducido el Ejército y eso significa que hay mucho material sobrante. Y tal como está la situación económica, hay gente que necesita sacarse un dinero como sea.

—¿Así que roban armas para venderlas?

—A veces no hace falta robarlas. Muchos de los soldados se quedaron con sus armas reglamentarias cuando los desmovilizaron. Por no hablar de las que se quedaron como recuerdos, las que consiguieron en Afganistán y otros lugares. Siéntese.

Tomaron asiento ante el escritorio de Smylie, cuyo corpachón daba la impresión de ser excesivo para su silla de plástico rígido. Extrajo unas fotografías de un cajón. Fotos de ametralladoras, lanzacohetes, granadas, misiles, proyectiles antitanques... Todo un arsenal cubierto de polvo.

—Estas no son más que algunas de las cosas que se han encontrado. En el continente europeo, sobre todo: en Holanda, Alemania, Francia... Pero algunas de ellas han aparecido en Irlanda del Norte y, por supuesto, en Inglaterra y Escocia. —Señaló la foto de un fusil automático de asalto—. Este AK-47 lo usaron en el atraco a un banco de Hillhead. ¿Sabía que el profesor Kaláshnikov se ha convertido en una especie de viajante de comercio? Corren malos tiempos, de forma que viaja a las ferias de armamento de todo el mundo para promocionar sus productos. Como este. —Smylie echó mano de otra foto—. El AK-74 de último modelo. El cargador de balas es de plástico. Es el llamado 74S. Las bandas de motoristas se encargan de transportar muchas de las armas por Europa.

—¿Los Ángeles del Infierno?

Smylie se lo confirmó.

—Algunos de ellos estaban metidos en este asunto hasta los tatuajes que llevan en el cuello, y están ganando una fortuna. Pero hay otros problemas. Gran parte de este material llega directamente al Reino Unido. Los soldados del Ejército también vuelven con sus propios recuerdos, de las Malvinas o de Kuwait. Kaláshnikovs y lo que haga falta. No siempre los registran al volver, y muchas de estas piezas terminan por entrar en el país. Luego las venden, o es posible que se las roben... Y está claro que los propietarios no van a informar del robo a la policía, ¿verdad?

Smylie se detuvo y tragó saliva, acaso porque se daba cuenta de lo mucho que había estado hablando.

—Pensaba que era usted de ese tipo de hombres fuertes y poco habladores —observó Rebus.

—A veces me dejo llevar.

Rebus se dijo que preferiría no tener que hacerle de camillero. Smylie se puso a ordenar las fotografías.

—Esto es todo, más o menos —dijo—. No podemos hacer mucho en lo referente al material que ya está en el país. Pero, con la ayuda de la Interpol, estamos tratando de acabar con el tráfico.

—¿No me estará diciendo que Escocia es uno de los destinos finales de este tráfico?

—Una simple escala y punto. Todo pasa por aquí de camino hacia Irlanda del Norte.

—¿Para el IRA?

—Para quien pueda pagarlo. Ahora mismo sospechamos que la cosa más bien tiene que ver con los protestantes. Aunque no sabemos la razón.

—¿Tienen pruebas suficientes de lo que me está diciendo?

—No las suficientes.

Rebus estaba pensando. Kilpatrick le había dicho muy poco, pero sin duda sospechaba que el asesinato tenía que ver con los paramilitares y con todo aquello.

—¿Usted fue quien dijo que al muerto le habían endosado un paquete de seis? —preguntó Smylie. Rebus asintió con un gesto de cabeza—. Es muy posible que tenga razón. Si es el caso, lo más seguro es que el muerto estuviera implicado en el asunto.

—Es posible que se viera implicado sin querer.

—Eso no suele pasar.

—Pero hay otra cosa. El padre de la víctima es un criminal muy conocido en la ciudad. Big Ger Cafferty.

—Hace ya un tiempo que lo metieron en la cárcel.

—Están bien informados.

—Bueno —dijo Smylie—, Cafferty le aporta cierta simetría al caso, ¿no le parece? —De pronto se levantó de la silla—. Venga conmigo. Voy a enseñarle todo lo demás.

Tampoco había mucho que ver. Eso sí, a Rebus le presentaron a sus nuevos compañeros de trabajo. No tenían aspecto de ser unos superhombres, pero uno se lo pensaría dos veces antes de buscarles las cosquillas. Daban la impresión de haber visto de todo en la vida.

La única excepción la constituía un tal sargento Claverhouse. Desgarbado y lento de movimientos, tenía unas bolsas oscuras bajo los ojos.

—No se llame a engaño —avisó Smylie—. A Claverhouse lo llaman «el Sanguinario», y con razón.

Claverhouse se tomó su tiempo a la hora de sonreír. No era lento de movimientos, sino más bien calculador a la hora de ofrecer una respuesta. Sentado tras su escritorio, estaba contemplando a Rebus y a Smylie, quienes se encontraban de pie frente a él. Sus dedos tamborileaban sobre una carpeta roja de cartón. La carpeta estaba cerrada, y en su tapa aparecía impresa una palabra: ESCUDO. Rebus había visto la misma palabra en otra carpeta, en el escritorio de Smylie.

—¿Escudo? —preguntó.

—El Escudo —corrigió Claverhouse—. Es un nombre que estamos oyendo mucho de un tiempo a esta parte. Puede tratarse de una banda, quizá con conexiones con Irlanda.

—Pero por el momento no pasa de ser un nombre —interrumpió Smylie.

La palabra «Escudo» le sonaba de algo a Rebus. O, mejor dicho, se decía que tenía que sonarle de algo. Al darle la espalda al escritorio de Claverhouse, oyó que el sargento le decía a Smylie en voz baja:

—No nos hace falta uno de su tipo.

Rebus fingió no haberlo oído. Sabía bien que a nadie le gustaba tener que trabajar con un recién llegado de otro organismo. Tampoco se sintió muy cómodo cuando le presentaron al calvo, un tal sargento Blackwood, y al pecoso, el inspector Ormiston. Blackwood y Ormiston se mostraron tan contentos por su llegada como un perro por la irrupción de otra pulga más. Rebus no se quedó mucho con ellos. En otra parte de la sala lo esperaban un pequeño escritorio vacío y una vieja silla rescatada de algún armario. Tampoco era que la silla tuviese tres patas, pero Rebus captó el mensaje: no se habían matado a la hora de proporcionarle un lugar cómodo de trabajo. Echó una mirada al escritorio y la mesa, se disculpó y salió. Una vez en el pasillo, respiró con fuerza y emprendió el descenso por las escaleras. En Fettes había una persona que era su amiga, y no veía la razón para no visitarla.

Pero en el despacho de la inspectora Gill Templer había otra persona. La placa que había en la puerta así se lo dio a entender. Era la inspectora Murchie, quien asimismo se dedicaba a labores de enlace. Rebus llamó a la puerta.

—¡Adelante!

Fue como entrar en el despacho de la directora de un colegio. La inspectora Murchie era joven; al menos, su rostro lo era. Pero parecía estar empeñada en desmentir dicha circunstancia.

—¿Sí? —dijo.

—Estaba buscando a la inspectora Templer.

Murchie dejó el bolígrafo a un lado y se quitó las gafas con lentes en forma de media luna. Las llevaba prendidas del cuello con un cordel.

—La han trasladado —afirmó—. A Dunfermline, me parece.

—¿Dunfermline? ¿Y qué está haciendo allí?

—Ocupándose de violaciones y agresiones sexuales, o eso tengo entendido. ¿Tiene algo que decirle a la inspectora Templer?

—No, yo solo... Pasaba por aquí y... Da igual, no importa.

La inspectora Murchie chasqueó la lengua y volvió a ponerse las gafas de leer. Rebus volvió al piso de arriba. Se sentía más incómodo que nunca.

Se pasó el resto de la mañana a la espera de que sucediera algo. Pero no sucedió nada. Todo el mundo se mantenía a distancia, Smylie incluido. Hasta que el teléfono sonó en el escritorio de Smylie, y resultó que la llamada era para él.

—El inspector jefe Lauderdale —informó Smylie, y le pasó el auricular.

—¿Hola?

—Me he enterado de que nos lo han robado.

—Más o menos, señor.

—Bueno, pues que sepa que me propongo repescarlo.

«No soy ningún puto salmón», se dijo Rebus.

—Sigo llevando la investigación, señor —dijo.

—Sí, ya lo sé. El comisario jefe me lo ha contado todo. —Se detuvo—. Queremos que vaya a hablar con Cafferty.

—No querrá hablar conmigo.

—Nosotros creemos que sí.

—¿Se ha enterado de lo de Billy?

—Sí, se ha enterado.

—¿Y ahora quiere a alguien que le haga de saco para recibir los golpes? —Lauderdale no respondió—. ¿De qué va a servir que hable con él?

—No estoy seguro.

—Entonces ¿para qué voy a hacerlo?

—Porque el hombre insiste en ello. Quiere hablar con el Departamento de Investigación Criminal, y no con cualquier inspector. Quiere hablar con usted personalmente. —Ambos guardaron silencio—. ¿John? ¿Tiene algo que decir al respecto?

—Sí, señor. Que la jornada de hoy está siendo muy rara. —Miró su reloj—. Y no es ni la una del mediodía.

Causas mortales

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