Читать книгу Causas mortales - Ian Rankin - Страница 6

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Ya podía gritar todo lo que quisiera.

Se encontraban bajo tierra, en un lugar que no conocía, un lugar viejo y frío pero iluminado con electricidad. Y lo estaban sometiendo a un castigo. La sangre le corría por el cuerpo hasta caer en el suelo de tierra. Podía oír unos sonidos semejantes a voces lejanas, algo que estaba más allá de la respiración de los hombres que lo rodeaban. Unos fantasmas, se dijo. Gritos y risas, los sonidos propios de una buena noche de farra por la calle. Pero tenía que estar equivocado: la noche le estaba yendo muy mal.

Los desnudos dedos de los pies apenas alcanzaban a tocar el suelo. Los zapatos se le habían salido y quedado atrás cuando lo bajaron a rastras por las escaleras de piedra. Los calcetines no tardaron en correr la misma suerte. Era presa del dolor, pero el dolor podía remediarse. El dolor no era eterno. Se preguntó si podría volver a caminar. Se acordó del momento en que el cañón de la pistola le tocó la parte posterior de la rodilla, enviando ondas de energía pierna arriba y pierna abajo.

Tenía los ojos cerrados. Sabía que, en caso de abrirlos, vería las salpicaduras de su propia sangre en la pared encalada, la pared que daba la impresión de arquearse en su dirección. Los dedos de los pies seguían moviéndose contra el suelo, acariciando la sangre cálida. Cada vez que trataba de hablar sentía que la cara se le resquebrajaba, por efecto de las lágrimas saladas y el sudor reseco.

Qué rara era la forma que tu vida podía adoptar. De niño a lo mejor te querían, pero luego igual resultabas ser una mala persona. O tal vez tus padres eran unos monstruos, pero después crecías puro. Su vida no había sido ni lo uno ni lo otro. O, mejor dicho, había sido las dos cosas, pues le habían querido y le habían vuelto la espalda en igual medida. Tenía seis años y estaba estrechándole la mano a un hombre corpulento. Entre ambos debería haberse dado mayor afecto, pero no resultó ser el caso, por las razones que fueran. Tenía diez años y su madre parecía estar exhausta mientras lavaba los platos encorvada sobre el fregadero. Sin advertir que él estaba en el umbral, se detuvo para que sus manos descansaran sobre el borde del fregadero. Tenía trece años y lo estaban iniciando como miembro de la primera de las pandillas. Sacaron una baraja de naipes y le despellejaron los nudillos con el borde del mazo. Se turnaron a la hora de hacerlo, los once de la pandilla. Le dolió hasta que consideraron que ya era miembro de pleno derecho.

Resonaron unas pisadas que se arrastraban. Y el cañón de la pistola se cernió sobre su nuca, y envió nuevas ondas por su cuerpo. ¿Cómo era posible que algo pudiera ser tan frío? Respiró con fuerza; sentía el esfuerzo en los omóplatos. No podía haber un dolor más intenso que el que sentía en ese momento. Notó una respiración trabajosa junto a su oído y, a continuación, las palabras resonaron otra vez:

Nemo me impune lacessit.

Abrió los ojos y vio a los fantasmas. Estaban en una taberna llena de humo, sentados a una larga mesa rectangular, levantando las copas de vino o cerveza. Una mujer joven estaba repantigada en el regazo de un hombre con una sola pierna. Las copas tenían tallo, pero no base; era imposible dejarlas en la mesa sin haberlas apurado antes. Estaban haciendo un brindis. Los elegantes se entremezclaban con los mendigos. No había divisiones, no en la penumbra de la taberna. En ese momento todos le miraron e hizo lo posible por sonreír.

Sintió —pero no oyó— el estallido final.

Causas mortales

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