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Rebus no conocía a Tommy Telford, pero sabía dónde encontrarle.

Flint Street era un pasaje entre Clerk Street y Buccleuch Street, cerca de la universidad. Ya habían cerrado casi todas las tiendas, pero el salón de juegos estaba siempre lleno y, desde su oficina en Flint Street, Telford dirigía el negocio de alquiler de máquinas tragaperras a clubes y locales de la ciudad. Flint Street era el centro de su imperio oriental.

Hasta su llegada a Edimburgo el dueño del negocio había sido un tal Davie Donaldson, pero no tardó en retirarse de un día para otro por «motivos de salud». Y quizá no andaba muy desencaminado, pues si Tommy Telford quería algo y se le negaba, la salud de uno podía correr peligro. Ahora Donaldson andaría por ahí escondiéndose; no de Telford, sino de Big Ger Cafferty, que le había confiado la concesión mientras él pasaba un tiempo en la prisión de Barlinnie. Se comentaba que Cafferty dirigía la delincuencia de Edimburgo desde la cárcel con la misma eficacia que cuando estaba en libertad, pero lo cierto era que los gánsteres, como la naturaleza, lo invadían todo, y ahora era Tommy Telford el que estaba en alza.

Telford se había criado en Ferguslie Park, en Paisley. A los once años formaba parte de la banda del barrio y, a los doce, la policía fue por su casa para hacer unas pesquisas sobre una epidemia de neumáticos rajados. Allí lo encontraron con otros miembros de la banda, casi todos mayores que él, pero no cabía duda sobre quién era el jefe.

La banda había crecido al mismo ritmo que él, haciéndose con una buena porción de Paisley gracias a la venta de droga, la explotación de prostitutas y todo tipo de extorsiones. Telford poseía ahora acciones en casinos y tiendas de vídeo, en restaurantes y en una empresa de transporte, y era propietario de numerosos pisos con varios centenares de inquilinos. Sus intentos de hacerse con Glasgow habían resultado fallidos por lo que había dirigido sus miras a otras lugares. Corría la voz de que había hecho amistad con un mafioso importante de Newcastle, algo insólito desde los tiempos en que los Kray de Londres contrataban a los matones de Big Arthur de Glasgow.

Hacía un año que estaba en Edimburgo, y aunque al principio se había contentado con adquirir discretamente un casino y un hotel, de la noche a la mañana se volvió omnipresente, como un nubarrón. Había desplazado a Davie Donaldson, con lo que asestaba a Cafferty un golpe bajo bien calculado ante el que no le quedaba más remedio que ceder u ofrecer resistencia. Todo el mundo esperaba que la cosa se pusiera al rojo vivo...

Coronaba el salón de juegos un cartel con el título de «Fascination Street», y dentro las máquinas eran como una lluvia de destellos en fuerte contraste con las caras impávidas de los jugadores; abundaban las de tiroteos con gran pantalla de vídeo e imprecaciones digitales.

«Te crees muy fuerte, ¿eh, rufián?», espetó una al paso de Rebus.

Los juegos tenían nombres como Heraldo y NecróPoli. Esto último recordó a Rebus lo viejo que empezaba a sentirse. Miró a los jugadores y vio algunos conocidos, chavales que ya habían pasado por St Leonard’s. Estaban en los límites de la banda de Telford a la espera de integrarse en ella y rondaban por allí como huérfanos con la esperanza de que la familia los adoptase. En su mayoría eran hijos de matrimonios rotos o de madres trabajadoras, viejos para su edad.

Del café salió un ayudante.

—¿Quién ha pedido un bocata de beicon?

Rebus sonrió a las caras que se volvieron hacia él. Lo de beicon era un eufemismo de cerdo, un epíteto aplicable a él. Pero no le miraron demasiado, atentos como estaban a asuntos más trascendentes. Al fondo vio las máquinas grandes: motos a escala reducida para montarlas y correr sobre un circuito virtual proyectado en la pantalla. Había un grupito de admiradores rodeando a un joven con cazadora de cuero que estaba sentado en una de ellas. No era una cazadora de mercadillo sino un modelo especial, de calidad. Componían el resto del atuendo unas botas puntiagudas relucientes, vaqueros negros ajustados y un jersey blanco de cuello cisne. El príncipe y sus cortesanos. Steely Dan: Joven Carlomagno. Rebus se abrió paso entre los sorprendidos mirones.

—¿Nadie quiere ese bocata de beicon? —preguntó.

—¿Quién es usted? —preguntó el de la moto.

—El inspector Rebus.

—Un hombre de Cafferty —dijo el motorista con convicción.

—¿Qué dices...?

—Me han contado que son buenos amigos.

—Fui yo quien le encerró.

—Pero no a todos los polis les autorizan la visita.

Rebus advirtió que aunque Telford fijaba la mirada en la pantalla no dejaba de observarle por el reflejo de la misma. Le miraba y le hablaba sin interrumpir la conducción de la moto, trazando hábilmente las curvas cerradas.

—¿Algún problema, inspector?

—Sí, hay un problema; hemos cogido a una de tus chicas.

—¿Mis qué?

—Dice que se llama Candice. Es todo cuanto sabemos. Pero esto de las putas extranjeras es una novedad y tú también eres bastante nuevo por aquí.

—No le entiendo, inspector. Yo soy proveedor de productos y servicios del sector del ocio. ¿Me está acusando de proxeneta?

Rebus empujó con el pie la moto, que hizo un trompo en la pantalla y fue a chocar contra una valla protectora. La imagen de la pantalla cambió y la carrera volvió a iniciarse.

—Ya ve, inspector —dijo Telford sin volverse—, es lo bueno de los juegos. Se puede volver a empezar después de un accidente. Algo no tan fácil en la vida real.

—Pero si lo desenchufo se acabó el juego.

Telford se dio la vuelta para mirarle cara a cara. De cerca parecía muy joven. Casi todos los gánsteres que él había conocido tenían aspecto de gastados y desnutridos, aunque estuvieran sobrealimentados. El aspecto de Telford era el de un nuevo tipo de bacteria, rara y de rasgos desconocidos.

—Bueno, ¿de qué se trata, Rebus? ¿Algún recado de Cafferty?

—De Candice —replicó Rebus despacio, trasluciendo su ira en un leve temblor de la voz. De haber tenido un par de copas ya habría tumbado a Telford de un puñetazo—. A partir de hoy no cuentes con ella, ¿entendido?

—No conozco a ninguna Candice.

—¿Entendido?

—Un momento. A ver si lo entiendo. ¿Quiere que esté de acuerdo con usted en que una mujer a la que no conozco deje de trabajar con la raja?

Los mirones sonrieron mientras Telford volvía a concentrarse en la pantalla.

—¿De dónde es esa mujer? —añadió como quien no quiere la cosa.

—No estamos seguros —mintió Rebus para que Telford no supiese más de la cuenta.

—Se nota que ha tenido una buena charla con ella.

—Está cagada de miedo.

—Yo también, Rebus. Tengo miedo de que no deje de darme la lata. ¿Es que esa Candice le ha dado a probar el género? Estoy seguro de que una guarra cualquiera no le pone así sin más.

Se oyeron risas, pero Rebus se contuvo.

—No cuentes más con ella, Telford. Y no se te ocurra tocarla.

—Ni regalada, amigo. Yo soy una persona de vida sana que reza sus oraciones todas las noches.

—¿Y que besa a su osito de peluche?

Telford volvió a mirarle.

—Inspector, no se crea todo lo que cuentan. Ande, tómese un bocata de beicon al salir; creo que sobra uno. —Rebus aguantó el tipo un rato más y a continuación le dio la espalda—. Y salude a esos dos panolis de ahí fuera.

Rebus salió del pasaje y cogió la travesía sin luces en dirección a Nicolson Street. No sabía qué haría con Candice. Lo más sencillo era soltarla y esperar que tuviera la prudencia de escapar. La ventanilla de un coche aparcado se bajó a su paso.

—Anda, hombre, sube —oyó decir a una voz en el asiento de delante.

Se detuvo, miró al interior y reconoció al hombre.

—Ormiston —contestó abriendo la portezuela trasera del Orion—. Ahora entiendo a qué se refería.

—¿Quién?

—Tommy Telford. Saludos de su parte.

El del volante miró a Ormiston.

—Ha vuelto a pillarnos —comentó con toda naturalidad.

Rebus reconoció la voz.

—Hola, Claverhouse.

Eran el sargento Claverhouse y el agente Ormiston de la Brigada de Investigación Criminal de Escocia. Lo mejorcito de Fettes en servicio de vigilancia. Claverhouse, más delgado que una tabla, como decía su padre, y Ormiston, pecoso y con el pelo de Mick McManus, liso e increíblemente negro.

—Os descubrió antes de que entrara, por si os sirve de consuelo.

—¿Qué coño hacías tú ahí?

—Presentando mis respetos. ¿Y vosotros?

—Perdiendo el tiempo —farfulló Ormiston.

Que la Brigada de Investigación Criminal anduviera tras los pasos de Telford era una buena noticia.

—Tengo una persona que trabaja para Telford —dijo Rebus—. Está aterrada y vosotros podríais ayudarla.

—Los asustados no hablan.

—Esta a lo mejor sí.

Claverhouse lo miró.

—Y lo único que habría que hacer sería...

—Sacarla de aquí y alojarla en algún sitio.

—¿Protección de testigos?

—Si llega el caso...

—¿Qué es lo que sabe?

—No estoy muy seguro. Casi no habla inglés.

Claverhouse sabía perfectamente cuándo le hacían una oferta.

—Cuenta —dijo.

Rebus les explicó la historia y ellos le escucharon fingiendo no interesarse.

—Hablaremos con ella —dijo Claverhouse.

Rebus asintió con la cabeza.

—Bueno, ¿desde cuándo le seguís la pista?

—Desde que comenzó el enfrentamiento con Cafferty.

—¿Y a favor de quién estamos nosotros?

—Nosotros somos la ONU, como siempre —respondió Claverhouse. Hablaba despacio, midiendo las palabras y las frases. Era un hombre precavido—. Y, de pronto, entras tú a saco como un mercenario.

—La táctica nunca ha sido mi fuerte. Además, quería ver de cerca a ese hijo de puta.

—¿Y qué?

—Me ha parecido un crío.

—Y además está más limpio que una patena —comentó Claverhouse— porque tiene una docena de lugartenientes que pagan por él.

Al oír lo de «lugartenientes» el pensamiento de Rebus voló hacia Joseph Lintz. Hay hombres que dan órdenes y otros que las cumplen. ¿Quién es más culpable?

—Oye, una cosa, ¿es cierto lo del osito de peluche?

Claverhouse asintió con la cabeza.

—Lo lleva siempre en el asiento del pasajero de su Range Rover. Es un muñecón amarillo como los que rifan en los pubs los domingos a mediodía.

—¿Y cuál es la historia?

Ormiston se volvió en el asiento.

—¿Te suena Teddy Willocks? Era un tipo duro de Glasgow... usaba clavos y martillo de carpintero.

Rebus asintió con la cabeza.

—Si alguien no pagaba aparecía ese Willocks con sus herramientas.

—Pues Teddy se le atravesó a un cabrón llamado Geordie —prosiguió Claverhouse— y Telford, que era por entonces un jovenzuelo que quería ser famoso y estaba deseando congraciarse con el tal Geordie, se ocupó de Teddy, el Oso.

—Por eso va a todas partes con un osito —añadió Ormiston—. Como recordatorio para todos.

Rebus pensó que Geordie era de Newcastle. Newcastle, con sus puentes sobre el Tyne...

—Newcastle —dijo con voz queda e inclinándose hacia delante.

—Sí, ¿y qué?

—Quizás es allí donde estuvo Candice. Su ciudad con puentes. Podría servirnos para relacionar a Telford con ese gánster llamado Geordie.

Ormiston y Claverhouse intercambiaron una mirada.

—Necesitará un escondite seguro —añadió Rebus—, dinero y un lugar donde ir después.

—Le conseguiremos un vuelo en primera a su país si nos ayuda a atrapar a Telford.

—No creo que quiera volver a su país.

—Bueno, ya veremos —dijo Claverhouse—. Lo primero es hablar con ella.

—Hará falta un intérprete.

Claverhouse lo miró.

—Y tú sabes quién, claro...

Se había dormido en el calabozo, acurrucada bajo la manta, y solo se le veía el cabello. The Mothers of Invention: «Lonely Little Girl». Era una celda del bloque de mujeres, pintada de rosa y azul, con una simple tabla para dormir y grafitis en la pared.

—Candice —dijo Rebus en voz baja apretándole el hombro. La joven se despertó como si le hubieran administrado una descarga eléctrica—. Tranquila; soy yo, John.

Candice miró alrededor obnubilada hasta centrar la vista en él.

—John —repitió sonriente.

Mientras Claverhouse telefoneaba para prepararlo todo, Ormiston la observaba, goloso, desde la puerta. Era de dominio público que Ormiston no tenía remilgos. Rebus había intentado localizar a Colquhoun en su domicilio, pero no contestaba, y no le quedaba otro remedio que gesticular para hacerle entender a Candice que iban a llevarla a otro sitio.

—Un hotel —dijo.

A ella no le gustó la palabra. Apartó la vista mirando a Ormiston y volvió a fijarla en Rebus.

—Tranquila —añadió él—. Es un sitio solo para dormir. Un sitio seguro. No tiene nada que ver con Telford.

Convencida, al parecer, saltó de la cama y se plantó ante él como diciéndole con los ojos: «Confío en ti, pero no me extrañaría que me dejases».

—Todo arreglado —dijo Claverhouse ya de vuelta, observando a Candice—. ¿No habla inglés?

—No el que se habla en sociedad.

—En ese caso —dijo Ormiston— se encontrará muy bien en nuestra compañía.

Los tres hombres y la joven iban en un Ford Orion azul oscuro, rumbo a las afueras del sur de la ciudad. Era pasada la medianoche; había bastantes taxis a la caza y los estudiantes comenzaban a desalojar los pubs.

—Son cada año más jóvenes —dijo Claverhouse, que siempre tenía a mano algún comentario manido.

—Y cada vez ingresan más en el cuerpo —comentó Rebus.

Claverhouse sonrió.

—Digo las prostitutas, no los estudiantes. La semana pasada detuvimos a una que declaró que tenía quince años cuando solo tenía doce. Fugada de casa y ya una veterana.

Rebus trató de rememorar a la Sammy de doce años. La veía amedrentada, en las garras de un loco que a él le tenía manía. Después de aquella historia había tenido muchas pesadillas hasta que su madre se la llevó a Londres. Años después, Rhona le llamó únicamente para decirle que había destrozado la infancia de Sammy.

—He avisado por teléfono —dijo Claverhouse— y no habrá problema. Hemos usado ese hotel antes y es perfecto.

—Necesitará algo de ropa —dijo Rebus.

—Que se la traiga Siobhan por la mañana.

—¿Qué tal va Siobhan?

—Bien, aunque no acaba de acostumbrarse ni a nuestras bromas ni a nuestro léxico.

—Bah, sí que sabe aguantar bromas —dijo Ormiston—. Y hasta le gusta tomarse una copa.

Eso último era nuevo para Rebus. Se preguntaba hasta dónde estaría dispuesta a cambiar Siobhan Clarke por adaptarse a su nuevo destino.

—Está ahí mismo, nada más salir de la circunvalación —dijo Claverhouse, refiriéndose al hotel.

La ciudad acabó de pronto; ahora estaban en una zona verde con los montes Pentland al fondo. No había tráfico y Ormiston iba a cien por hora entre una salida y otra. Tomaron la de Colinton y pusieron el intermitente para el desvío al hotel. Era un motel, uno de tantos de una cadena nacional con habitaciones y precios idénticos. El aparcamiento estaba abarrotado de coches de alquiler de viajantes de comercio, con paquetes de cigarrillos en los asientos de los pasajeros. Sus ocupantes estarían ya durmiendo o cabeceando ante el televisor, con el mando a distancia entre las manos.

Candice no parecía muy dispuesta a bajar del coche hasta que vio que Rebus también se apeaba.

—Eres su luz y su guía —comentó Ormiston.

En recepción la inscribieron como la señora Angus Campbell. Los dos policías de la Brigada de Investigación Criminal conocían el procedimiento al dedillo. Rebus miró al empleado, pero Claverhouse le dio a entender con un guiño que era de confianza.

—Que sea en el primer piso, Malcolm —dijo Ormiston—. No queremos mirones por las ventanas.

Les dieron la habitación número 20.

—¿Pondremos vigilancia? —preguntó Rebus cuando subían la escalera.

—Dentro de la habitación —respondió Claverhouse—, porque en el pasillo se nota demasiado y en el coche se te hiela el culo. ¿Me diste el número de Colquhoun?

—Lo tiene Ormiston.

—¿Quién va a hacer el primer turno de guardia? —preguntó Ormiston al abrir la puerta.

Claverhouse se encogió de hombros. Candice miró a Rebus, como si entendiese lo que decían, y se agarró a su brazo, chapurreando algo en su idioma y mirando primero a Claverhouse y a continuación a Ormiston, sin dejar de zarandearle el brazo.

—Tranquila, Candice, de verdad. Ellos te cuidarán.

Ella seguía meneando la cabeza, agarrada de una mano a él y señalándole con la otra, dándole golpecitos en el pecho para mayor claridad.

—¿Qué dices, John? —preguntó Claverhouse—. Un testigo contento es un testigo predispuesto.

—¿A qué hora viene Siobhan?

—Yo le meteré prisa.

Rebus volvió a mirar a Candice, lanzó un suspiro y asintió con la cabeza.

—Está bien —dijo señalándose con el dedo y haciendo lo propio hacia la habitación—. Un rato, ¿conformes?

Candice pareció contentarse y entró mientras Ormiston entregaba la llave a Rebus.

—Y no hagáis cosas que despierten a los vecinos...

Rebus le cerró la puerta en las narices.

La habitación, como cabía esperar, no era gran cosa. Rebus echó agua en el hervidor, lo enchufó y puso en una taza una bolsita de té. Candice señaló hacia el cuarto de baño, haciendo con las manos gestos rotatorios.

—¿Un baño? De acuerdo —dijo Rebus con gesto de conformidad.

La cortina de la ventana estaba corrida. La entreabrió y miró al exterior. Se veía una pendiente con césped y, en la circunvalación, faros de coche de vez en cuando. Volvió a cerrar bien las cortinas y se dispuso a regular la calefacción porque el calor era sofocante, pero el termostato debía de estar estropeado; volvió a la ventana y la abrió un poco, dejando entrar el aire fresco de la noche y el rumor intermitente del tráfico.

Abrió el paquete de galletas con crema. Solo dos y minúsculas. De pronto sintió hambre y recordó que en el vestíbulo había una máquina con snacks. Se miró los bolsillos y comprobó que tenía calderilla de sobra. Hizo el té y vertió un poco de leche. Fue a sentarse al sofá y, a falta de otra distracción, encendió el televisor. El té era bueno, eso sí. Cogió el teléfono y llamó a Jack Morton.

—¿Te he despertado?

—No. ¿Qué sucede?

—Hoy he tenido ganas de tomar un trago.

—¿Y qué? No es ninguna novedad.

Rebus oyó a su amigo poniéndose cómodo. Jack era quien le había ayudado a dejar la bebida, y le había dicho que le llamase siempre que lo necesitase.

—Tuve que hablar con esa escoria de Tommy Telford.

—Me suena el nombre.

Rebus encendió un cigarrillo.

—Y creo que un trago me habría venido bien.

—¿Antes o después?

—Las dos cosas —contestó sonriendo—. ¿A que no sabes dónde estoy?

Morton no logró imaginárselo y él le contó la historia.

—¿Tú cómo lo ves? —preguntó Morton.

—No sé —contestó Rebus pensativo—. Reacciona como si me necesitara, y hace mucho que no he visto ese sentimiento en nadie.

Conforme lo decía se percató de que no correspondía exactamente a la realidad, pues por una discusión a voces con Rhona le constaba que él se aprovechaba siempre de cualquier relación, como le reprochó ella.

—¿Todavía tienes ganas de tomarte esa copa? —preguntó Morton.

—Hace mucho que no pruebo el alcohol —contestó aplastando la colilla—. Que duermas bien, Jack.

Iba por la segunda taza de té cuando ella entró con la misma ropa y el cabello húmedo y lacio.

—¿Mejor? —le preguntó señalando con los pulgares hacia arriba. Ella asintió con la cabeza, sonriente—. ¿Quieres un té? —añadió señalando el hervidor.

Ella asintió de nuevo y Rebus le sirvió una taza.

Luego, sugirió bajar a la máquina de snacks y compraron patatas fritas, nueces, chocolate y un par de latas de Coca-Cola. Con otras dos tazas de té terminaron la leche de los pequeños envases de cartón del motel. Rebus se tumbó en el sofá, se quitó los zapatos y se puso a mirar la televisión sin sonido. Candice se echó vestida en la cama; comía de vez en cuando patatas fritas y cambiaba de canal. Parecía como si hubiese olvidado que él estaba allí. Rebus lo tomó como un cumplido.

Debió de quedarse dormido. Se despertó al sentir que le tocaban la rodilla. Estaba de pie ante él, con una simple camiseta, mirándole, con la mano en su pierna. Él sonrió, dijo que no con la cabeza y volvió a llevarla a la cama para acostarla. Ella se tumbó de espaldas con los brazos abiertos. Rebus volvió a decir que no con la cabeza y la tapó.

—Eso ya no —dijo—. Buenas noches, Candice.

Volvió a echarse en el sofá, rogando para que la muchacha cesara de repetir su nombre.

The Doors: «Wishful Sinful».

Se despertó al oír que llamaban a la puerta. Todavía era de noche; se había olvidado de cerrar la ventana y hacía frío. El televisor seguía encendido, pero Candice dormía destapada y en medio de envoltorios de chocolate esparcidos por las piernas y los muslos. La tapó y fue de puntillas a la puerta; observó por la mirilla quién llamaba y abrió.

—Muchas gracias por el relevo —dijo con un susurro a Siobhan Clarke, que traía una abultada bolsa de plástico.

—Gracias a Dios algunas tiendas no cierran —dijo ella.

Ya dentro, Clarke echó una ojeada a la joven dormida y vació la bolsa en el sofá.

—Este par de emparedados, para ti —dijo en voz baja.

—Dios te bendiga.

—Y para la bella durmiente, ropa mía. Se las arreglará hasta que le compremos de su talla.

Rebus estaba hincando ya el diente a un sándwich. Nunca le había sabido tan sabrosa la ensalada de queso con pan de molde.

—¿Cómo vuelvo a casa? —preguntó.

—He pedido un taxi —dijo ella mirando su reloj—. Estará aquí dentro de dos minutos.

—¿Qué haría yo sin ti?

—Una de dos: morirte de frío o de hambre —replicó ella cerrando la ventana—. Ahora, márchate.

Miró a Candice antes de salir, casi con deseos de despertarla para decirle que no se iba para siempre, pero estaba profundamente dormida y Siobhan se lo explicaría.

Se guardó el otro emparedado en el bolsillo, tiró la llave sobre el sofá y salió.

Las cuatro y media. El taxi ya estaba allí. Se notaba resacoso. Repasó mentalmente los sitios donde podía tomar una copa a aquella hora. Hacía muchísimo tiempo que no tomaba un trago. Había perdido la cuenta.

Le dio su dirección al taxista y se recostó en el asiento, pensando otra vez en Candice, tan dormida y protegida por ahora. Y pensó en Sammy, demasiado mayor para necesitar nada de su padre. Estaría también dormida, acurrucada al lado de Ned Farlowe. El sueño era la inocencia. Incluso la ciudad dormida parecía inocente. Algunas veces miraba Edimburgo como si contemplara una beldad indemne a su cinismo. En cierta ocasión, en un bar —no sabía si recientemente o hacía años— alguien le había retado a dar la definición de idilio y no se le ocurrió nada. Él había visto demasiadas cosas del anverso del amor, gente que mataba por pasión y por falta de ella. Por eso, ante la belleza reaccionaba pensando que se ajaría o la fuerza bruta daría cuenta de ella. Veía a las parejas de enamorados en el parque de Princes Street y los imaginaba transcurrido un tiempo, cuando surgen las infidelidades y los conflictos. El día de San Valentín veía en los escaparates aquellos corazones y se los imaginaba heridos, sangrantes, como corazones de verdad.

Pero no le había dicho eso a su interlocutor del bar.

A la pregunta «Definir el idilio», la respuesta de Rebus fue coger una jarra de cerveza recién servida y besarla.

Durmió hasta las nueve, se duchó e hizo café. Llamó al hotel y Siobhan le aseguró que todo iba bien.

—Se sorprendió bastante cuando despertó y vio que estaba yo y tú te habías ido. No deja de repetir tu nombre. Le he dicho que volveréis a veros.

—Bien, ¿qué vais a hacer?

—Ir de compras; haremos una incursión rápida a The Gyle y luego iremos a Fettes. A mediodía viene el doctor Colquhoun una hora. A ver qué averiguamos.

Rebus estaba en la ventana, mirando la calle mojada.

—Siobhan, cuídala.

—No te preocupes.

Sabía que con Siobhan no había problema. Era su primera actuación en la Brigada de Investigación Criminal y haría cuanto pudiera para que fuese un éxito. Estaba en la cocina cuando sonó el teléfono.

—¿Inspector Rebus?

—¿Quién es?

Era una voz desconocida.

—Inspector, me llamo David Levy. No nos conocemos. Perdone que le llame a su domicilio. Me dio su número Matthew Vanderhyde.

El viejo Vanderhyde a quien hacía tiempo que no veía.

—Usted dirá.

—La verdad, fue una sorpresa cuando me dijo que le conocía. —Había cierta mordacidad en la voz—. Aunque no debería sorprenderme nada tratándose de Matthew. Recurrí a él porque conoce Edimburgo.

—¿Y bien?

Oyó una risa.

—Disculpe, inspector. Comprendo su reticencia ante una presentación tan poco esclarecedora. Soy historiador y Solomon Mayerlink se puso en contacto conmigo por si puedo servirle de ayuda.

Mayerlink... Le sonaba aquel nombre. Al final lo localizó: Mayerlink era el director de la Oficina de Investigación sobre el Holocausto.

—¿Y qué clase de «ayuda» en concreto cree el señor Mayerlink que puedo necesitar?

—Sería mejor que lo hablásemos en persona, inspector. Me alojo en un hotel de la plaza Charlotte.

—¿En el Roxburghe?

—¿Nos vemos aquí? ¿A ser posible esta misma mañana?

Rebus miró el reloj.

—¿Dentro de una hora? —propuso.

—Perfecto. Hasta luego, inspector.

Rebus llamó a la oficina para decir dónde podían localizarle.

El jardín de las sombras

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