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John Rebus besó a su hija.

—¿Seguro que no quieres que te lleve?

Samantha negó con la cabeza.

—Iré a pie para digerir la pizza.

Rebus se metió las manos en los bolsillos y notó unos billetes bajo el pañuelo. Pensó en ofrecerle dinero —¿no es eso lo que hacían los padres?—, pero ella se hubiera echado a reír. Tenía veinticuatro años y era independiente. Incluso había querido pagar la pizza alegando que ella había devorado media y él tan solo había comido un trozo. Se llevaba el resto en la caja, bajo el brazo.

—Adiós, papá —dijo al darle un beso en la mejilla.

—¿Hasta la semana que viene?

—Te llamaré. Los tres, a lo mejor...

Se refería a Ned Farlowe, su novio. Hablaba mientras caminaba hacia atrás. Le dirigió un último adiós con la mano y dio media vuelta, moviendo la cabeza a ambos lados para vigilar el tráfico mientras cruzaba sin volverse. Al llegar a la otra acera se dio la vuelta y, al ver que seguía mirándola, volvió a decirle adiós con la mano. Un joven que pasaba mirando hacia el suelo, con el cordón negro de los auriculares colgando del cuello, estuvo a punto de tropezar con ella. «Vamos, vuélvete a mirarla —dijo Rebus para sus adentros—. ¿No es una maravilla?». Pero el joven continuó con paso cansino sin fijarse en ella.

Después, Sammy dio la vuelta a la esquina y ya no la vio más. Ahora solo podía imaginársela caminando y sujetando con fuerza la caja de pizza bajo el brazo izquierdo, con la mirada fija al frente y tocándose con el dedo la oreja derecha, en la que hacía poco se había hecho un tercer piercing. Él sabía que arrugaba la nariz cuando se le ocurría algo divertido y que para concentrarse se llevaba a la boca la punta de una de las solapas de la chaqueta. Sabía que llevaba una pulsera de cuero trenzado, tres sortijas de plata y un reloj barato con correa negra de plástico y esfera añil. Sabía que el castaño de su pelo era natural y que ahora se dirigía a una de esas fiestas del día de Guy Fawkes,1 pero que no pensaba estar hasta muy tarde.

Sabía poco sobre ella y por eso habían quedado para cenar, pero había sido un complicado proceso con cambios de citas y anulaciones en el último momento. Algunas habían sido culpa de ella, pero casi todas de él; aquella misma noche habría tenido que estar en otra parte. Se pasó la mano por la pechera de la chaqueta y sintió el bulto en el bolsillo interior, su bomba personal de relojería. Miró el reloj y vio que eran casi las nueve. Podía ir en coche o andando; no quedaba lejos.

Optó por el coche.

Edimburgo de noche y con fuegos artificiales. Hojas que estallan en mil surcos y se desploman desde el cielo. Pronto, la mañana que menos lo esperase, tendría que rascar la escarcha del parabrisas y sentiría el frío clavándosele en los riñones. En Edimburgo, las primeras heladas llegaban antes a la parte sur que a la norte. Él, por supuesto, vivía y trabajaba en la parte sur. Después de una temporada en Craigmillar habían vuelto a destinarle a St Leonard’s. Pensó en acercarse por allí; al fin y al cabo, aún estaba de servicio. Pero tenía otros planes. Camino del coche pasó por delante de tres pubs. Gente charlando en la barra, cigarrillos, risas, aire cargado y tufo a alcohol. Conocía los pubs mejor que a su hija. Dos de aquellos locales tenían «portero». Ahora ya no se llamaban gorilas; eran porteros o administradores de entradas, tipos fortachones de pelo corto y genio vivo. Uno de ellos lucía falda escocesa. Tenía el rostro adornado con cicatrices, fruncía el ceño y mostraba un cráneo rasurado al cero. Creyó recordar que se llamaba Wattie o Wallie: un sicario de Telford. Posiblemente todos lo fuesen. En la siguiente pared, una pintada: «¿Hay alguien dispuesto a ayudar?». Cinco palabras desparramadas por toda la ciudad.

Aparcó en la esquina de Flint Street y echó a andar. No había luz en ninguna de las plantas bajas de la calle salvo en un café y en un salón de juegos. Había una farola con la bombilla apagada, pues la policía había recomendado al Ayuntamiento tomarse con parsimonia la sustitución: necesitaban toda la ayuda posible para el servicio de vigilancia. En algunos pisos sí había luz; tres coches estaban aparcados junto a la acera, pero solo había uno ocupado. Rebus abrió la portezuela trasera y se subió.

Un hombre ocupaba el asiento del conductor, a su lado había una mujer. Los dos tenían cara de frío y aburrimiento. Ella era la agente de policía Siobhan Clarke, compañera de Rebus en St Leonard’s hasta su reciente destino a la Brigada de Investigación Criminal de Escocia; el hombre era el sargento Claverhouse, veterano agente de esa brigada. Los dos formaban parte de un equipo que seguía los pasos a Tommy Telford las veinticuatro horas del día. Por los hombros hundidos y las caras pálidas se advertía no solo el tedio sino el convencimiento de lo inútil de aquel servicio de vigilancia.

Inútil porque Telford era el amo de la calle. Allí no aparcaba nadie por las buenas. Los otros dos coches eran Range Rover pertenecientes a su banda, y cualquier vehículo que no fuera un Range Rover llamaba la atención. La Brigada de Investigación Criminal disponía de una furgoneta habilitada para vigilancia, pero en Flint Street no habría servido. Cualquier furgoneta que aparcase más de cinco minutos llamaba inmediatamente la atención de los hombres de Telford, entrenados para ser corteses y amenazadores a la vez.

—Maldita vigilancia secreta —gruñó Claverhouse—. Y más cuando de secreta no tiene nada y no hay nada que vigilar —añadió mientras rompía con los dientes el envoltorio de un Snickers y ofrecía el primer bocado a Siobhan Clarke, quien rehusó con un movimiento de cabeza.

—Lástima de esos pisos —comentó ella, mirando por encima del parabrisas—. Son fantásticos.

—Sí, pero son de Telford —dijo Claverhouse con la boca llena de chocolate.

—¿Están todos ocupados? —preguntó Rebus.

Solo llevaba un minuto dentro del coche y ya tenía los dedos de los pies helados.

—Algunos están vacíos, pero Telford los utiliza de almacén —dijo Clarke.

—No hay Dios que entre o salga sin ser visto —añadió Claverhouse—. Hemos intentado infiltrar algún agente como empleado de la compañía eléctrica o fontanero.

—¿Quién hizo de fontanero? —preguntó Rebus.

—Ormiston. ¿Por qué?

Rebus se encogió de hombros.

—Es que necesito arreglar un grifo del cuarto de baño.

Claverhouse sonrió. Era alto y flaco, con profundas ojeras y escaso cabello rubio. La gente solía subestimarle por ser de palabra y movimientos pausados, aunque quienes lo hacían en ocasiones llegaban a comprobar que merecía su apodo de cabronazo.

Clarke consultó su reloj.

—Queda hora y media para el cambio de turno.

—Podrías poner la calefacción —sugirió Rebus.

Claverhouse se volvió en el asiento.

—No paro de repetírselo, pero ella no quiere.

—¿Por qué no? —inquirió Rebus intercambiando una mirada con Clarke por el retrovisor.

La joven sonreía.

—Porque —contestó Claverhouse— hay que poner el motor en marcha y eso es un despilfarro estando parado. El efecto invernadero, ya sabes.

—Cierto —afirmó Clarke.

Rebus le hizo un guiño al reflejo del rostro de la chica. Por lo visto, Claverhouse la había aceptado, lo que significaba una acogida incondicional por parte de toda la plantilla de Fettes. Él, eterno forastero, envidiaba aquella capacidad de adaptación.

—De todos modos, esto no sirve de nada —prosiguió Claverhouse—. El cabrón sabe que estamos aquí. No tardaron ni veinte minutos en descubrir el truco de la furgoneta. Ormiston, disfrazado de fontanero, no pasó del portal, y aquí estamos, los tres solos en la calle como unos gilipollas, llamando más la atención que si representásemos una pantomima en la misma acera.

—Presencia visible a modo de factor disuasorio —comentó Rebus.

—Sí, vamos, con unas noches más, seguro que Tommy vuelve al redil de la ley y el orden —comentó Claverhouse removiéndose en el asiento, buscando una postura cómoda—. ¿Has sabido algo de Candice?

Sammy le había preguntado lo mismo. Rebus dijo que no con la cabeza.

—¿Sigues pensando que Taravicz la raptó?

Rebus lanzó un bufido.

—Solo porque tú quieras que sea así no tiene que serlo necesariamente. Te aconsejo que nos lo dejes a nosotros y te olvides de ella. Tienes que ocuparte de ese asunto del nazi.

—No me lo recuerdes.

—¿Lograste localizar a Colquhoun?

—Se fue inesperadamente de vacaciones, dejando en la oficina la baja médica.

—Me parece que por culpa nuestra.

Rebus advirtió que estaba acariciando el bolsillo interior.

—¿Así que Telford está en el café o qué?

—Hará una hora que entró —dijo Clarke—. Al fondo hay una habitación que utiliza de despacho, pero por lo visto le gusta el salón recreativo, con esos juegos donde te sientas en una moto y corres por un circuito.

—Necesitaríamos tener a alguien ahí dentro —dijo Claverhouse—. O instalar micrófonos.

—No hemos podido infiltrar un fontanero —dijo Rebus—, ¿tú crees que va a correr mejor suerte alguien que vaya con cables y micrófonos?

—Peor, tampoco —replicó Claverhouse poniendo la radio para sintonizar música.

—Por favor —suplicó Clarke—, nada de country o western.

Rebus miró hacia el café. Estaba bien iluminado y un visillo cubría la mitad de la ventana. En la parte superior estaba escrito «Bocadillos buenos y baratos»; había un menú pegado al cristal, y en la acera un cartelón indicaba el horario: «de 6:30 a 20:30». Pasaban ya sesenta minutos de la hora del cierre.

—¿Tiene los permisos en regla?

—Tiene abogados —dijo Clarke.

—Es por donde primero intentamos meterle mano —añadió Claverhouse—, pero ha solicitado que se prorrogue el horario nocturno y no serán los vecinos quienes se quejen.

—Bueno —dijo Rebus—, por más que sea un placer estar aquí charlando con vosotros...

—¿Fin de tu servicio de enlace? —inquirió Clarke.

Conservaba su buen humor, pero Rebus la veía cansada por el sueño alterado, el frío y el aburrimiento de un servicio de vigilancia que se sabe que no va a servir para nada. Además, no era ninguna delicia hacerlo en compañía de Claverhouse, tan poco locuaz, y con aquel latiguillo de que todo había que «hacerlo bien», es decir, conforme al reglamento.

—Haznos un favor —dijo Claverhouse.

—Tú dirás.

—Hay un puesto de patatas fritas frente al Odeón.

—¿Qué te traigo?

—Una bolsa de patatas.

— ¿Y a ti, Siobhan?

—Una Irn-Bru.

—Ah, oye, John —añadió Claverhouse cuando Rebus ya bajaba del coche—. De paso, pide una botella de agua caliente.

En ese momento, un coche entró en la calle a toda velocidad y frenó con un chirrido delante del café. Abrieron la puerta trasera del lado de la acera, pero nadie se apeó, y volvieron a acelerar mientras la puerta aún seguía abierta. En la acera, un bulto se arrastraba tratando de incorporarse.

—¡Síguelos! —gritó Rebus.

Claverhouse ya había arrancado y metió la primera de un manotazo. En cuanto aceleraron Clarke estableció comunicación por radio. Cuando Rebus cruzó la calle, el hombre se puso en pie apoyándose con una mano en la luna del café mientras se sujetaba la cabeza con la otra. Al llegar a su lado, el hombre notó la presencia de Rebus y trató de alejarse tambaleándose.

—¡Por Dios! ¡Ayuda! —gritó cayendo otra vez de rodillas sin quitarse las manos de la cabeza.

Su rostro era una máscara ensangrentada. Rebus se agachó frente a él.

—Ahora pedimos una ambulancia —dijo.

Los clientes se apiñaban tras los cristales del café; dos jóvenes habían salido a la puerta a mirar como si se tratase de una escena de teatro callejero. Rebus sabía quiénes eran: Kenny Houston y el Guapito.

—¡No os quedéis ahí! —gritó.

Houston miró al Guapito, pero este ni se movió. Rebus sacó el móvil para llamar a urgencias con la vista clavada en el Guapito: pelo negro ondulado, ojos maquillados, cazadora de cuero negro, jersey negro de cuello cisne, vaqueros negros. Rolling Stones: «Paint It Black». Tenía la cara blanca, como empolvada. Rebus se acercó a la puerta. A sus espaldas, el hombre profería gemidos de dolor que retumbaban bajo el cielo nocturno.

—No lo conocemos —dijo el Guapito.

—No he preguntado si lo conocéis. He pedido ayuda.

—¿Y la palabra mágica? —dijo el Guapito sin inmutarse.

Rebus se le acercó hasta casi rozar su cara y el Guapito sonrió, dirigiendo a Houston un gesto con la cabeza para que fuese a por toallas.

Los clientes habían vuelto casi todos a sus mesas y solo uno examinaba atentamente la huella ensangrentada de la mano en el cristal. En una puerta al fondo del café, Rebus vio otro grupo de mirones y, en medio, a Tommy Telford, estirado, sacando pecho y con las piernas separadas. Casi con aspecto militar.

—¡Creí que cuidabas de tus amigos, Tommy! —le gritó Rebus.

Telford le lanzó una mirada fulminadora y volvió a entrar en el cuarto, cerrando tras de sí la puerta. Fuera, los gritos iban en aumento. Rebus cogió las toallas que le dio Houston y corrió hacia el herido, quien, de nuevo en pie, se tambaleaba como un boxeador noqueado.

—Aparte un poco las manos.

El hombre las separó del pelo apelmazado y Rebus vio que, tras ellas, una porción de cuero cabelludo estaba tan solo unida al cráneo como por una bisagra. Un chorro de sangre le salpicó la cara. Volvió la cabeza y sintió que le empapaba el oído y el cuello y, sin mirar, apretó la toalla contra la cabeza del hombre.

—Sujétesela —le dijo, cogiéndole las manos y apretándoselas sobre la toalla.

Se volvió al ver la luz de los faros de un coche, el camuflado para la vigilancia. Claverhouse bajó el cristal de la ventanilla.

—Los hemos perdido en Causewayside. Apuesto a que es un coche robado; habrán seguido a pie.

—Hay que llevarle a urgencias —dijo Rebus abriendo la puerta trasera.

Clarke encontró una caja de pañuelos de papel y sacó un puñado para dárselos.

—Creo que no basta con unos cuantos —dijo Rebus.

—Son para ti —contestó Siobhan.

El jardín de las sombras

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