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Rebus telefoneó a Claverhouse desde la habitación de Candice.

—Puede ser algo o nada —dijo este.

Rebus notó que le interesaba, lo cual era bueno: cuanto mayor interés, más querría retener a Candice. Le informó que Ormiston iba camino del hotel para reanudar su servicio de canguro.

—Lo que me gustaría saber es por qué Telford se ha embarcado en algo así.

—Sí que es raro —dijo Claverhouse.

—Porque es un asunto que no tiene mucha relación con su terreno, ¿no?

—Que sepamos, no.

—Hacer de chófer para empresas japonesas...

—Quizás anda a la caza de un contrato de venta de máquinas tragaperras.

Rebus negó con la cabeza.

—Sigo sin entenderlo.

—Recuerda que no es tu problema, John.

—Supongo que no. —Llamaron a la puerta—. Debe de ser Ormiston.

—Lo dudo. Acaba de salir.

Rebus miró hacia la puerta.

—No cuelgues, Claverhouse.

Dejó el receptor en la mesilla de noche. Seguían llamando. Rebus indicó con un gesto a Candice, que hojeaba una revista en el sofá, que entrara en el cuarto de baño. Se acercó de puntillas hasta la puerta para observar a través de la mirilla quién llamaba. Era una mujer; la recepcionista de día. Abrió.

—¿Qué desea?

—Una carta para su esposa.

Se quedó mirando el sobrecito en blanco y sin sello que le tendía. Lo cogió y lo observó a contraluz. Era una hoja sola con algo cuadrado más duro, como una fotografía.

—Lo entregó un hombre en recepción.

—¿Hace mucho?

—Dos o tres minutos.

—¿Qué aspecto tenía?

La mujer se encogió de hombros.

—Más bien alto, de pelo castaño corto. Iba trajeado y lo sacó de una cartera que llevaba.

—¿Cómo supo usted para quién era?

—Me dijo que para la mujer extranjera y me dio la descripción con todo detalle.

Rebus miró el sobre.

—Muy bien. Gracias —musitó, cerrando la puerta y volviendo al teléfono.

—¿Quién era? —preguntó Claverhouse.

—Acaban de darme una carta para Candice —contestó Rebus mientras abría el sobre con el teléfono sujeto entre el hombro y la mejilla.

Era una instantánea Polaroid y una hoja en la que había escrito algo con letras mayúsculas en un idioma extranjero.

—¿Qué pone? —inquirió Claverhouse.

—No lo sé —respondió Rebus tratando de pronunciar en voz alta un par de palabras.

Candice salió del cuarto de baño, le arrebató el papel y lo leyó de un tirón, tras lo cual volvió a encerrarse en el baño.

—Candice sí que lo entiende —dijo Rebus—. También hay una foto —dijo mientras la examinaba— en la que se la ve a ella de rodillas chupándosela a un tío gordo.

—Dame la descripción del tipo.

—No es la cara precisamente lo que se ve en la foto. Claverhouse, será mejor que nos larguemos de aquí.

—Espera a que llegue Ormiston. Quizá solo quieran meterte miedo. Si quieren raptarla, un poli en un coche no les será problema, pero dos polis puede que sí.

—¿Cómo se habrán enterado?

—Eso ya lo averiguaremos.

Rebus miraba la puerta del cuarto de baño pensando en la cabina cerrada del baño de St Leonard’s.

—Te dejo.

—Ten cuidado.

Colgó.

—¿Candice? —dijo intentando abrir, pero el pestillo estaba echado—. ¡Candice!

Se apartó un paso y dio una patada; la puerta no era tan fuerte como la de St Leonard’s y casi saltó de sus goznes. Candice estaba sentada en la taza con una maquinilla de afeitar en la mano, haciéndose cortes en los brazos. La sangre había manchado su camiseta y salpicado el suelo del lavabo. Comenzó a gritarle algo que desembocó en monosílabos. Rebus le arrebató la cuchilla y se cortó en un dedo, pero la sacó del cuarto de baño, arrojó la maquinilla al váter, tiró de la cadena y comenzó a envolverle los brazos con toallas. Recogió el papel escrito del suelo del cuarto de baño y lo esgrimió ante ella.

—Solo quieren asustarte —dijo sin convicción.

Si Telford podía localizarla tan pronto y disponía de medios para escribir en su idioma es que era más poderoso y más listo de lo que él pensaba.

—No va a pasarte nada —añadió—. Te lo prometo. Tranquila. Nosotros te protegemos. Vamos a sacarte de aquí para llevarte a un lugar donde no pueda encontrarte. Te lo prometo, Candice. Escucha, te lo digo yo.

Pero ella lloraba desconsolada, meneando la cabeza de un lado a otro. Había llegado a confiar en caballeros andantes pero ahora se daba cuenta de lo idiota que había sido...

No había moros en la costa.

Rebus la hizo subir a su coche y Ormiston se acomodó en el asiento trasero. No quedaba más remedio que adoptar aquella solución: una retirada rápida a falta de refuerzos. Además, con Candice sangrando no podían esperar. Hicieron el camino hasta el hospital con los nervios de punta y allí tuvieron que aguardar en Accidentes y Urgencias a que examinasen las heridas y le dieran unos puntos. Rebus y Ormiston hicieron tiempo tomando un café y planteándose interrogantes a los que no encontraban respuesta.

—¿Cómo se enteraría?

—¿Quién le escribiría la nota?

—¿Por qué nos avisa en vez de raptarla?

—¿Qué dirá ese papel?

A Rebus se le ocurrió de pronto que no estaban lejos de la universidad. Sacó la tarjeta del doctor Colquhoun del bolsillo, telefoneó y logró localizarle. Le leyó la nota deletreando las palabras.

—Son direcciones —dijo Colquhoun—. No tienen traducción.

—¿Direcciones? ¿Menciona alguna ciudad?

—Creo que no.

—Escuche, si las heridas no son graves vamos a llevarla a Fettes... ¿No podría usted acercarse por allí? Es importante.

—Hombre, para ustedes todo es importante.

—Pues sí, sobre todo porque la vida de Candice puede correr peligro.

La respuesta de Colquhoun fue inmediata.

—Bueno, en ese caso...

—Enviaré un coche a recogerle.

Al cabo de una hora Candice estaba recuperada y le daban el alta.

—No son cortes muy profundos y no hay peligro —dijo el médico.

—No pretendía suicidarse —dijo Rebus dirigiéndose a Ormiston—. Se los hizo porque cree que va a volver a caer en manos de Telford. Presiente que quiere raptarla.

Candice estaba pálida como una muerta; su rostro era más cadavérico que antes y sus ojos habían perdido el brillo. Rebus trató de recordar su sonrisa; dudaba que volviese a vérsela durante una temporada. Mantenía los brazos cruzados sobre el pecho y ya no le miraba. Era la misma actitud que Rebus había observado en ciertos detenidos, individuos para quienes el mundo se ha vuelto una trampa.

En Fettes ya estaban Claverhouse y Colquhoun aguardándoles. Rebus les dio la nota y la foto.

—Inspector, son lo que le dije, direcciones —afirmó Colquhoun.

—Pregúntele qué significan —dijo Claverhouse.

Estaban en la misma sala de interrogatorios de la vez anterior y Candice, sabiendo el lugar que le correspondía, se había sentado sin dejar de cruzar los brazos, ahora cubiertos de vendas color crema y tiritas rosas. Colquhoun le hizo una pregunta, pero era como si la joven estuviera ausente; no apartaba los ojos de la pared y se balanceaba suavemente, como en trance.

—Pregúnteselo otra vez —dijo Claverhouse, pero antes de que lo hiciera intervino Rebus.

—Pregúntele si en esas direcciones vive gente que ella conoce, su familia.

Conforme Colquhoun hacía la pregunta el balanceo fue en aumento y las lágrimas asomaron a sus ojos.

—¿Son de sus padres? ¿De sus hermanos o hermanas?

Colquhoun tradujo. Candice trató de reprimir el temblor de su boca.

—Tal vez tenga allí algún hijo...

Cuando Colquhoun se lo preguntó, Candice se levantó de la silla dando voces y gritos. Ormiston trató de sujetarla, pero ella se zafó de él con una patada y, cuando al fin se calmó, se recogió en un rincón tapándose la cabeza con las manos.

—No nos dirá nada —tradujo Colquhoun—. Dice que fue tonta creyéndonos. Solo quiere marcharse porque no puede sernos de ayuda en nada.

Rebus y Claverhouse intercambiaron una mirada.

—Si quiere irse no podemos retenerla, John. Bastante arriesgado ha sido tenerla sin asistencia de abogado. Si lo que quiere es marcharse... —añadió encogiéndose de hombros.

—Venga, hombre —farfulló Rebus—. Está muerta de miedo, y con razón. Y ahora que estás a punto de que confiese, ¿vas a entregársela a Telford?

—Oye, no es cuestión de...

—La matará y tú lo sabes.

—Si hubiese querido matarla ya lo habría hecho. —Claverhouse hizo una pausa—. No es tan tonto; sabe perfectamente que basta con asustarla. La conoce bien. A mí también me fastidia, pero ¿qué podemos hacer?

—Retenerla unos días a ver si hay manera de...

—¿De qué? ¿Vas a entregarla a Inmigración?

—Es una idea; así podría irse lejos de aquí.

Claverhouse reflexionó antes de volverse hacia Colquhoun.

—Pregúntele si quiere volver a Sarajevo.

Colquhoun hizo la pregunta y ella balbució algo entre sollozos y lágrimas.

—Dice que si vuelve los matarán a todos.

Se hizo un silencio y se quedaron mirándola. Eran cuatro hombres con empleo, con hijos, hombres con una vida propia y que apenas se percataban de su feliz situación. Y ahora se daban cuenta de su propia impotencia.

—Dígale —dijo pausadamente Claverhouse— que es libre para marcharse cuando quiera, si es eso lo que desea de verdad, y que si se queda haremos cuanto podamos por ayudarla...

Cuando Colquhoun terminó de explicárselo ella se puso en pie y se quedó mirándolos. A continuación, se limpió la nariz con las vendas, se apartó el pelo de los ojos y fue hacia la puerta.

—No te vayas, Candice —dijo Rebus.

Ella se volvió ligeramente hacia él.

—Vale —dijo antes de abrir la puerta y salir.

Rebus agarró a Claverhouse del brazo.

—Tenemos que pararle los pies a Telford y advertirle de que no la toque.

—¿Tú crees que cabe decirle algo?

—Sabes que no nos haría caso —añadió Ormiston.

—Lo que sé es que le ha metido el pánico en el cuerpo y nosotros la dejamos ir. No me cabe en la cabeza.

—Podíamos haberla mandado a Fife —dijo Colquhoun, que parecía más tranquilo sin la presencia de la muchacha.

—Un poco tarde —comentó Ormiston.

—Esta vez Telford ha ganado la partida —dijo Claverhouse mirando a Rebus—. Pero lo atraparemos, no te preocupes —añadió con una sonrisa de amargura—. No creas que tiramos la toalla, John. No es nuestro estilo. Simplemente no ha llegado la hora...

Estaba esperándole en el aparcamiento, junto al viejo Saab 900.

—¿Vale? —dijo.

—Vale —contestó él, sonriendo más tranquilo y abriendo la puerta.

Solo se le ocurría un lugar a donde llevarla. Mientras circulaban por los Meadows, ella asintió con la cabeza al reconocer los terrenos de juego bordeados de árboles.

—¿Has estado aquí?

Ella dijo unas palabras y volvió a asentir con la cabeza al enfilar Rebus por Arden Street. Cuando aparcó se volvió hacia ella.

—¿También has estado aquí?

Ella señaló hacia arriba, simulando con los dedos la forma de unos prismáticos.

—¿Con Telford?

—Telford —repitió ella haciendo el gesto de querer escribir algo.

Rebus cogió el cuaderno y el bolígrafo y se los tendió. Candice dibujó un osito.

—¿Viniste en el coche de Telford? —aventuró él—. ¿Y estuvo observando un piso? —añadió señalando arriba, hacia el suyo.

—Sí, sí.

—¿Cuándo? —Ella no entendía—. Necesito un diccionario —musitó él.

Abrió la puerta, se bajó y miró a un lado y a otro. Los coches estaban vacíos y no había ningún Range Rover a la vista. Hizo una señal a Candice para que bajase y lo siguiera.

El cuarto de estar pareció gustarle y, sin pensárselo dos veces, fue hacia los discos, pero no encontró ninguno que ella conociera. Rebus entró en la cocina para hacer café mientras pensaba. Allí no podía tenerla si Telford conocía el piso. ¿Por qué Telford habría estado espiando su domicilio? Ah, claro... Conocía su relación con Cafferty y suponía que eso representaba un peligro para él, creyéndole al servicio del gánster. Conocer al enemigo era otra de las reglas que Telford tenía bien aprendida.

Llamó a un conocido de la sección económica del Scotland on Sunday.

—Necesito informes sobre empresas japonesas —dijo Rebus— y rumores sobre las mismas.

—¿Puedes concretar algo más?

—Adquisición de terrenos en el área de Edimburgo, es posible que en Livingston.

Oyó al periodista remover papeles en la mesa.

—Corre el rumor de una fábrica de microprocesadores.

—¿En Livingston?

—Cabría la posibilidad.

—¿Alguna cosa más?

—Solo eso. ¿A qué viene tanto interés?

—Gracias, Tony, hasta luego —dijo Rebus colgando y mirando a Candice.

No sabía dónde podía esconderla. Los hoteles no eran seguros. Se le ocurrió un sitio, pero era arriesgado... Bueno, no tanto. Hizo otra llamada.

—¿Sammy, podrías hacerme un favor? —dijo.

Sammy vivía en una casita en Shandon, pero en aquella calle tan estrecha era prácticamente imposible aparcar, por lo que dejó el coche lo más cerca que pudo.

Sammy les recibió en el pequeño vestíbulo y les hizo pasar al atestado cuarto de estar. Había una guitarra en un sillón de mimbre y Candice fue a por ella, se sentó en el sillón y rasgueó un acorde.

—Sammy —dijo Rebus—, te presento a Candice.

—Hola —saludó Sammy—. Feliz Halloween. —Candice comenzó a entonar una melodía—. Oye, eso es de Oasis.

Candice alzó la vista y sonrió.

—Oasis —repitió.

—Tengo por ahí el disco... —añadió Sammy mirando un montón de discos junto al aparato de música—. Aquí está. ¿Lo pongo?

—Sí, sí.

Sammy encendió el aparato, le dijo a Candice que iba a hacer café y dirigió un gesto a Rebus para que la acompañara a la cocina.

—¿Quién es?

Era una cocina muy pequeña y Rebus se quedó en la puerta.

—Una prostituta, aunque contra su voluntad, y no quiero que el proxeneta dé con ella.

—¿De dónde dices que es?

—De Sarajevo.

—¿Y casi no habla inglés?

—¿Cómo tienes tu serbocroata?

—Oxidado.

—¿Dónde está tu novio? —preguntó Rebus mirando a su alrededor.

—Trabajando.

—¿En el libro?

A Rebus no le gustaba Ned Farlowe. En parte por el nombre, porque neds era el apelativo que daba el Sunday Post a los gamberros que robaban a las ancianas su cartilla de pensionistas y el andador. Eso era un ned para él. Y Farlowe era como mencionarle el Chris Farlowe de «Out of Time», un éxito que habría debido corresponder a los Rolling Stones. El Farlowe novio de Sammy recopilaba información sobre la mafia escocesa.

—La cabronada es que necesita más dinero para tener tiempo y continuar la redacción —dijo Sammy.

—¿Y en qué trabaja?

—En algo por cuenta propia. ¿Cuánto tiempo voy a tener que hacer de canguro?

—Un par de días a lo sumo, hasta que encuentre otro sitio donde esconderla.

—¿Qué le haría él si da con ella?

—No querría averiguarlo.

Sammy acabó de aclarar las tazas.

—Se parece a mí, ¿verdad?

—Sí.

—Me quedan unos días libres. Llamaré a la oficina, a ver si puede quedarse aquí. ¿Cuál es su verdadero nombre?

—No me lo ha dicho.

—¿Tiene ropa?

—Está en un hotel. Enviaré un coche patrulla a que la recoja.

—¿En serio corre peligro?

—Podría.

—¿Y yo no? —preguntó Sammy mirándole a la cara.

—No, porque es un secreto entre nosotros dos.

—¿Y qué le digo a Ned?

—No le des muchos detalles; dile que es un favor que le haces a tu padre.

—¿Tú crees que siendo periodista se va a contentar con esa explicación?

—Si te quiere, sí.

El hervidor silbó y se desconectó con un clic. Sammy echó agua en tres tazas. En el cuarto de estar vieron a Candice ensimismada con un montón de cómics americanos.

Rebus tomó el café y las dejó con la música y los cómics, pero en vez de volver a casa se dirigió al Oxford, en Young Street, y pidió una taza de café de sobre. Cincuenta céntimos. Pensándolo bien, no estaba mal. Barato para lo bueno que era y el precio de dos era casi el equivalente a una cerveza... Lo tomas o lo dejas.

En realidad le traía sin cuidado el cálculo.

El salón de atrás estaba tranquilo; solo había un cliente escribiendo en la mesa cerca de la estufa. Un cliente habitual, periodista. Pensó que Ned Farlowe querría husmear sobre Candice, pero Sammy sabría tenerle a raya, seguro. Sacó el móvil y llamó al despacho de Colquhoun.

—Perdone que vuelva a molestarle —dijo.

—¿Qué quiere ahora? —respondió el lingüista, irritado.

—¿Podría usted hablar con esos refugiados que me dijo?

—Bueno, es que... —respondió Colquhoun con un carraspeo—. Pues sí, supongo que sí. ¿Acaso es que...?

—Candice está bien.

—No tengo aquí su número de teléfono —arguyó otra vez, dubitativo—. ¿Puede esperar a que vuelva a casa?

—Llámeme cuando haya hablado con ellos. Y gracias.

Colgó, apuró el café y llamó a casa de Siobhan Clarke.

—Necesito un favor —dijo, consciente de que sonaba a disco rayado.

—¿Cuántas complicaciones va a acarrearme?

—Casi ninguna.

—¿Me lo pones por escrito?

—¿Me crees idiota? —replicó Rebus sonriendo—. Quisiera ver la documentación sobre Telford.

—¿Por qué no se la pides a Claverhouse?

—Prefiero pedírtela a ti.

—Son muchos papeles. ¿Te hago fotocopias?

—Lo que sea.

—Veré qué puedo hacer. —Los que estaban en la barra comenzaron a alzar la voz—. Oye, no me digas que estás en el Oxford.

—Pues sí.

—¿Bebiendo?

—Una taza de café.

Ella se echó a reír y le dijo que se cuidara. Rebus cortó la comunicación y se quedó contemplando la taza. Las personas como Siobhan Clarke podían ser inductoras a la bebida.

El jardín de las sombras

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