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Tardaron tres minutos en llegar al Royal Infirmary. En el Departamento de Accidentes y Urgencias se estaban preparando para los ingresos por lesiones de fuegos artificiales. Rebus fue a los servicios, se quitó la chaqueta y lavó la camisa lo mejor que pudo. Tenía un manchurrón de sangre reseca en el pecho. Se puso de espaldas al espejo para mirarse; tenía más sangre por detrás. Había mojado un montón de toallas de papel. En el coche guardaba una muda, pero estaba en Flint Street. En ese momento se abrió la puerta y entró Claverhouse.

—Esto es lo único que he encontrado —dijo mientras le tendía una camiseta negra de manga corta con la llamativa imagen de un zombi de mirada satánica que esgrimía una guadaña—. Es de uno de los médicos jóvenes y he prometido devolvérsela.

Rebus se secó con otro montón de toallas de papel y le preguntó si aún tenía sangre.

—Te queda algo en la frente —respondió Claverhouse limpiándosela.

—¿Cómo está? —preguntó Rebus.

—Dicen que no correrá peligro si no se produce infección en el cerebro.

—¿Tú qué crees que ha sido?

—Un aviso de Big Ger para Telford.

—¿Es un hombre de Telford?

—Se niega a declarar.

—Y ¿cómo explica lo que le ha pasado?

—Dice que se cayó por una escalera y se golpeó la cabeza.

—¿Y lo del coche?

—Que no lo recuerda. —Claverhouse hizo una pausa—. Oye, John...

—¿Qué?

—Una enfermera me ha encargado que te diga algo.

Rebus se lo imaginó por el tono de voz.

—¿El test del sida?

—Lo han estado comentando.

Rebus recapacitó: sangre en los ojos, en los oídos y en el cuello, pero volvió a mirarse y vio que no tenía arañazos ni cortes.

—Ya veremos —dijo.

—Tal vez deberíamos suspender la vigilancia —dijo Claverhouse— y dejarles que se maten unos a otros.

—¿Con una flota de ambulancias preparada para recoger los muertos?

Claverhouse lanzó un bufido.

—¿Es propio de Big Ger esta clase de advertencia?

—Ya lo creo —contestó Rebus cogiendo la chaqueta.

—Y ¿lo de la puñalada en el club nocturno, no?

—No.

Claverhouse se echó a reír forzadamente y se restregó los ojos.

—Bueno, nos quedamos sin patatas fritas, ¿no? Ahora lo que me tomaría sería un trago.

Rebus metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una botella pequeña de whisky de la marca Bell’s.

Claverhouse rompió el precinto sin mostrar sorpresa, echó un trago, lo empujó con otro y le devolvió la botella.

—La receta del médico.

Rebus enroscó el tapón.

—¿Tú no tomas?

—He dejado de beber —dijo Rebus pasando un dedo por la etiqueta.

—¿Desde cuándo?

—Desde el verano.

—¿Y por qué llevas una botella?

Rebus la contempló.

—Porque no es una botella.

Claverhouse no acababa de entenderlo.

—¿Pues qué es, si no?

—Una bomba —contestó Rebus guardándosela en el bolsillo—. Una bomba suicida.

Volvieron a Accidentes y Urgencias. Siobhan Clarke les aguardaba delante de una puerta cerrada.

—Han tenido que darle un calmante —dijo—. Se levantó y quería irse —añadió señalando en el suelo unos rastros de sangre con pisadas.

—¿Sabemos cómo se llama?

—No lo ha dicho ni lleva encima nada que permita identificarle. Solo unas doscientas libras; por lo tanto, descartado el atraco. ¿Tú qué arma crees que han empleado? ¿Un martillo?

Rebus se encogió de hombros.

—Un martillo fractura el hueso y el colgajo era demasiado limpio. Yo creo que fue un tajo con un cuchillo de carnicero.

—O un machete —añadió Claverhouse—. Algo así.

Clarke lo miró.

—Huelo a whisky.

Claverhouse se llevó un dedo a los labios.

—¿Alguna cosa más? —preguntó Rebus.

Clarke se encogió de hombros.

—Un simple comentario.

—¿Qué?

—Esa camiseta me encanta.

Claverhouse echó unas monedas en la máquina y sacó tres cafés. Había llamado a su despacho para decir que suspendían la vigilancia, pero les ordenaron permanecer en el hospital para ver si el herido declaraba algo y podían identificarlo. Claverhouse le tendió el café a Rebus.

—Con leche y sin azúcar.

Rebus lo cogió con la mano libre; en la otra tenía una bolsa de plástico con la camisa. La llevaría a la tintorería, era una camisa buena.

—¿Sabes qué, John? —dijo Claverhouse—. No hace falta que te quedes.

Claro. Su casa no estaba lejos, cruzando por los Meadows. Su gran piso vacío. En la vivienda contigua unos estudiantes no dejaban de poner música; una música desconocida para él.

—Tú que conoces la banda de Telford —dijo—, ¿no sabes quién es ese?

Claverhouse se encogió de hombros.

—Advertí en él un cierto parecido con Danny Simpson.

—Pero no estás seguro.

—Si es Danny, lo único que le sacaremos será el nombre. Telford sabe escoger bien a sus hombres.

Clarke se acercó a ellos y cogió el café que le tendía Claverhouse.

—Es Danny Simpson —aseguró—. He vuelto a echarle un vistazo una vez limpio de sangre. —Dio un sorbo al café y frunció el ceño—. ¿Y el azúcar?

—Tú tienes dulzura de sobra —replicó Claverhouse.

—¿Por qué elegirían a Simpson? —preguntó Rebus.

—Tal vez le sorprendieron —aventuró Claverhouse.

—Además, dado que no es nadie importante en el escalafón —añadió Clarke— puede considerarse un aviso.

Rebus la miró. Cabello negro corto, cara inteligente y ojos brillantes. Sabía que trabajaba bien con los sospechosos, tranquilizándolos y escuchándolos con atención. Y en la calle también era buena: rápida de pies y reflejos.

—Como te decía, John —añadió Claverhouse apurando el café—, puedes irte cuando quieras...

Rebus miró el pasillo de arriba abajo.

—¿Estorbo o qué?

—No es eso. Pero estás en servicio de enlace. Y punto. Ya sé cuál es tu manera de trabajar y que te entregas a los casos, incluso demasiado. Mira a Candice. Quiero decir...

—¿Lo que quieres decir es que no me entrometa?

A Rebus se le encendieron las mejillas: «Mira a Candice».

—Simplemente quiero decir que es nuestro caso. No el tuyo.

—No lo entiendo —dijo Rebus entornando los ojos.

Clarke intervino.

—John, lo que quiere decir...

—¡Bah! Vale, Siobhan. Déjale que se explique.

Claverhouse suspiró, espachurró el vaso vacío y miró alrededor buscando una papelera.

—John, la investigación sobre Telford implica no perder de vista a Big Ger Cafferty y a su banda.

—¿Y bien?

Claverhouse lo miró.

—Vale, ¿quieres que te lo deletree? Ayer fuiste a Barlinnie; las noticias vuelan. Viste a Cafferty y estuvisteis charlando.

—Él me pidió que fuese —mintió Rebus.

Claverhouse alzó las manos.

—El hecho es que, como acabas de decir, te pidió que fueses y fuiste —añadió encogiéndose de hombros.

—¿Pretendes decir que me tiene metido en el bolsillo? —replicó Rebus alzando la voz.

—Chicos, chicos —terció Clarke.

Se abrieron las hojas de la puerta del fondo del pasillo. Un joven de traje oscuro, que iba camino de la máquina de bebidas, balanceaba una cartera y tarareaba una melodía, pero al llegar junto a ellos dejó de canturrear, puso la cartera en el suelo para buscar calderilla en los bolsillos y los miró sonriente.

—Buenas noches.

Tendría poco más de treinta años y llevaba el pelo negro bien peinado hacia atrás, salvo un rizo que le caía entre las cejas.

—¿Tiene alguien cambio de una libra?

Buscaron en los bolsillos, pero ninguno de los tres llevaba.

—Da igual.

Aunque en la máquina parpadeaba el texto «Importe exacto», el joven echó la moneda de una libra, pulsó el botón «Té solo sin azúcar» y se agachó para retirar el vaso. No parecía tener prisa por marcharse.

—Ustedes son policías —dijo. Hablaba arrastrando las palabras con cierta nasalidad característica de los escoceses de clase alta. Sonrió—. Creo que no los conozco profesionalmente, pero es algo que siempre se nota.

—Y usted es abogado —aventuró Rebus. El hombre asintió con la cabeza—. Ha venido en representación de los intereses de un tal Thomas Telford.

—Soy el asesor jurídico de Daniel Simpson.

—Lo que viene a ser lo mismo.

—Tengo entendido que acaban de ingresar a Daniel —dijo el hombre, y dio un sorbo al té tras soplar sobre él.

—¿Quién le ha dicho que había ingresado en este hospital?

—Bueno, no creo que eso sea asunto suyo, agente...

—Inspector Rebus.

El hombre cambió de mano el vaso de té para tenderle la derecha.

—Charles Groal —dijo mirando la camiseta de Rebus—. ¿Es eso lo que se denomina ir de paisano, inspector?

Claverhouse y Clarke se presentaron también y Groal les entregó ceremoniosamente sendas tarjetas.

—Me imagino que aguardan aquí con intención de interrogar a mi cliente.

—Así es —respondió Claverhouse.

—¿Quiere decirme por qué motivo, sargento Claverhouse? ¿O debo dirigir la pregunta a su superior?

—No es mi... —comenzó a replicar Claverhouse, pero calló al ver la mirada de Rebus.

Groal enarcó una ceja.

—¿Que no es su superior? Pero evidentemente lo es, tratándose de un inspector y un sargento. —Miró al techo tamborileando con un dedo en el vaso—. No son realmente colegas —añadió bajando la vista y clavándola en Claverhouse.

—El sargento Claverhouse y yo estamos adscritos a la Brigada de Investigación Criminal de Escocia —terció Clarke.

—Y el inspector Rebus no —comentó Groal—. Fascinante.

—Yo estoy en St Leonard’s.

—Entonces este asunto es competencia exclusiva de su jurisdicción. Por lo que la Brigada de Investigación Criminal...

—Solo queremos saber qué sucedió —añadió Rebus.

—Fue solamente una caída, ¿no es eso? Por cierto, ¿cómo se encuentra?

—Muy amable por su parte preocuparse —murmuró Claverhouse.

—Está inconsciente —dijo Clarke.

—Y probablemente camino del quirófano en breve. ¿O hacen antes una radiografía? No estoy muy al corriente del procedimiento.

—Puede preguntárselo a una enfermera —comentó Claverhouse.

—Sargento Claverhouse, detecto cierta hostilidad.

—Es su tono normal —replicó Rebus—. Escuche, usted ha venido para asegurarse de que Danny Simpson mantiene el pico cerrado y nosotros estamos aquí para escuchar el cuento macabeo que elaboren entre los dos para nuestro deleite. Creo que lo he resumido con bastante exactitud, ¿no le parece?

Groal ladeó levemente la cabeza.

—He oído hablar de usted, inspector. Muchas veces las anécdotas que se cuentan son exageradas, pero me complace decirle que no es su caso.

—Es una leyenda viva —añadió Clarke.

Rebus lanzó un bufido y volvió a Accidentes y Urgencias.

En el interior había un agente de uniforme, sentado en una silla, con la gorra en el regazo y un libro encima. Rebus lo había visto media hora antes. Ahora montaba guardia ante una puerta cerrada, tras la cual se oía hablar en voz baja. El agente, llamado Redpath, pertenecía a la comisaría de St Leonard’s y llevaba en el cuerpo menos de un año; le llamaban «el Profesor» por tener estudios universitarios. Era un muchacho alto, con granos y de mirada tímida. Al ver llegar a Rebus cerró el libro, pero dejó un dedo marcando la página.

—Ciencia ficción —dijo—. Pensé que con la edad perdería la costumbre.

—Hay muchas cosas de las que no perdemos la costumbre, hijo. ¿De qué trata?

—De lo de siempre: amenazas a la estabilidad del tiempo continuo y de universos paralelos —respondió Redpath alzando la vista—. ¿Qué piensa usted de los mundos paralelos, señor?

Rebus señaló la puerta con la cabeza.

—¿Quién hay ahí?

—Ha sido un atropello. El conductor se dio a la fuga.

—¿Está grave? —El Profesor se encogió de hombros—. ¿Dónde fue?

—Al final de Minto Street.

—¿Han localizado el coche?

Redpath negó con la cabeza.

—Estamos a la espera por si ella puede aclarar algo. ¿Y usted, señor, qué lleva?

—Un caso parecido, hijo. Mundos paralelos, por así decirlo.

Siobhan Clarke apareció con otra taza de café. A modo de saludo dirigió una inclinación de cabeza a Redpath, quien se puso en pie, cortesía que le valió una tenue sonrisa de ella.

—Telford no querrá que Danny hable —comentó a Rebus.

—Es evidente.

—Y mientras tanto querrá ajustar cuentas.

—Por supuesto.

Siobhan cruzó su mirada con la de Rebus.

—Creo que se ha pasado un poco —añadió refiriéndose a Claverhouse, pero sin mencionar su nombre delante del uniformado.

Rebus asintió con la cabeza.

—Ah, bueno, gracias.

Y pensó que era lógico que no hubiera comentado nada en el momento de la intervención de Claverhouse. Ahora eran compañeros y no le convenía incomodarle.

Se entreabrió la puerta y apareció una joven doctora con aspecto de agotada. A sus espaldas, Rebus vio un bulto en una cama y personal ajetreado con diversos aparatos. La puerta volvió a cerrarse.

—Vamos a hacerle un escáner cerebral —dijo la doctora a Redpath—. ¿Han avisado a la familia?

—No sabemos cómo se llama.

—Sus efectos personales están ahí dentro —dijo la mujer entreabriendo la puerta y pasando al interior.

La ropa estaba doblada en una silla y debajo había una bolsa. Cuando la doctora la cogió, Rebus vio algo: una caja plana de cartón blanco. Una caja de pizza. Vaqueros negros, sostén negro y blusa roja de satén. Y una trenca negra.

—¿John?

Zapatos también negros de tacón bajo y punta cuadrada, nuevos salvo por las rozaduras, como si los hubieran arrastrado por el pavimento.

Entró como una tromba. La mascarilla de oxígeno tapaba sus facciones y solo se le veía la frente, llena de cortes y magulladuras en la parte que dejaba al descubierto el cabello apartado; tenía los dedos cubiertos de ampollas y la palma de las manos en carne viva. No estaba tendida en una cama sino en una camilla ancha y metálica.

—Por favor, señor, aquí no puede estar.

—¿Qué sucede?

—Este caballero...

—John, John, ¿qué te pasa?

Le habían quitado los pendientes. Tres agujeros pequeñitos, uno de ellos más rojo que los otros. Vio su rostro sobre la sábana, sus ojos hinchados por los moratones, la nariz rota y las mejillas arañadas; un labio partido, una rozadura en la barbilla y las pestañas inmóviles. Veía a una víctima de un accidente que, además, era su hija.

Lanzó un grito.

Clarke y Redpath tuvieron que sacarlo a rastras ayudados por Claverhouse, que había acudido al oír el alboroto.

—¡Dejen la puerta abierta! ¡Los mataré si la cierran!

Intentaron que se sentara. Redpath quitó el libro de la silla, pero Rebus se lo arrebató y lo tiró al pasillo.

—¿Cómo es posible que estés leyendo un puto libro? —exclamó—. ¡Sammy ahí dentro y tú leyendo novelas!

El vaso de Clarke había recibido un puntapié y el café se había derramado por el suelo. Redpath cayó al ser empujado por Rebus.

—¿No podrían abrir la puerta? —inquirió Claverhouse—. ¿Y por qué no le dan un sedante?

Rebus se mesaba los cabellos, lanzaba alaridos sin lágrimas y profería incoherencias con voz ronca. Agachó la cabeza y al verse aquella ridícula camiseta supo qué era lo que marcaría el recuerdo de aquella noche: una camiseta de Iron Maiden con un demonio sonriente de ojos de fuego. Se quitó la chaqueta dispuesto a destrozarla.

«Sammy ahí detrás —pensó—, y yo aquí fuera, charlando como si tal cosa». Todo el tiempo que llevaba en el hospital ella había estado ahí mismo, en aquella habitación. Dos secuencias cruzaron su mente como un destello: un atropello, con el coche dándose a la fuga, y un segundo automóvil huyendo a toda velocidad de Flint Street.

Agarró a Redpath.

—¿Al final de Minto Street, has dicho?

—¿Cómo?

—Sammy... ¿al final de Minto Street?

Mirando a Redpath, que asentía con la cabeza, Clarke se dio cuenta de inmediato de en qué pensaba Rebus.

—No creo, John. Iban en direcciones opuestas.

—Pudieron dar la vuelta.

—Acabo de hablar por teléfono —dijo Claverhouse, que había oído parte de la conversación—. Han localizado el coche del que arrojaron a Danny Simpson; es un Escort blanco que estaba abandonado en la plaza Argyle.

Rebus miró a Redpath.

—¿Era un Escort blanco?

—Los testigos dijeron que era oscuro —contestó el joven al tiempo que negaba con la cabeza.

Rebus se volvió hacia la pared y permaneció apoyado con las palmas de las manos, mirando la pintura, como si pudiera ver a través del muro.

Claverhouse le puso una mano en el hombro.

—John, seguro que se recuperará. Te van a dar un calmante, pero mientras tanto, ¿qué tal un poco de esto?

Claverhouse sujetaba entre sus brazos la chaqueta de Rebus, ocultando la botella que sostenía en la mano.

La bomba suicida.

Cogió la botella, desenroscó el tapón mirando a la puerta que daba al pasillo, se la llevó a los labios y bebió.

El jardín de las sombras

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