Читать книгу Un puñado de esperanzas 3 - Irene Mendoza - Страница 13

Capítulo 7 Missing You

Оглавление

«Duda que sean fuego las estrellas, duda que el sol se mueva, duda que la verdad sea mentira, pero no dudes jamás de que te amo».

William Shakespeare.

Siguió lloviendo toda la noche y nosotros continuábamos desnudos junto al fuego y tirados sobre la alfombra, tapados por una manta. Nos daba pereza movernos y estábamos muy cómodos en aquel estado de dulce y cálida flojera que deja el sexo.

Frank descansaba apoyando su cabeza sobre mi pecho y jugueteaba con el vello de mi vientre mientras yo dedicaba perezosas caricias a su espalda, sus hombros y su pelo, adormilado y muy satisfecho de la estupenda felación que acababa de hacerme, interrumpida por diversas posturas y penetraciones que le proporcionaron un segundo orgasmo. Sí, es así, ella siempre sale ganando.

Me estiré sobre la manta que nos tapaba a los dos y sentí pequeñas punzadas de dolor en varios sitios de mi cuerpo, flexioné las rodillas y noté cómo me crujían las articulaciones y la rigidez de la espalda contra el duro suelo de madera. Aun así, me sentía plenamente feliz y, aunque exhausto, emití un leve quejido de placer. Frank me miró.

—¿Cansado? —sonrió.

—Sí —susurré acariciándola con ternura—. Los cuarenta y siete pesan. Mi cuerpo ha entrado en decadencia y no estoy tan elástico como antes, me temo.

—Estás perfectamente, chéri. Tienes suerte. A mí cada vez me cuesta más mantener la talla de los pantalones.

—Tienes una talla perfecta —dije agarrando su trasero y besándola en los labios.

—Gracias —sonrió—. Pero a lo que me refiero es que tu cuerpo sigue siendo como siempre. Estás sin un gramo de grasa, sin estrías… Eres hermoso.

—Tu sí que eres hermosa, amor. —Hice una pausa para contemplarla y le acaricié el vientre mirándola a los ojos—. Para mí eres hermosa porque tu cuerpo ha creado a nuestros hijos, porque lo he visto cambiar, porque… es mi refugio.

—¿Lo es? —susurró con los ojos brillantes y la voz estremecida.

Asentí abrazándola con muchísima ternura.

—Por cierto, tu «tratamiento» es mejor que una sesión de yoga. Eres fantástica —suspiré besando su pelo.

—¿A que ya estás menos preocupado?

—Sí, estoy mejor —sonreí.

—Tienes que tomarte las cosa con más calma, chéri.

—Ya sabes cómo soy, nena.

—Sí, pero con esto de Charlotte… Me recuerdas a mi padre, a Geoffrey —dijo con cierta tristeza en la mirada—. No quiero que os enfadéis.

Recordé al difunto Geoffrey Sargent, al que Frank creyó su padre durante veintiún años y que aun después de saber que no era su hija bilógica la quiso como si lo fuese y le dejó toda su fortuna en herencia.

—Ahora comprendo mejor a Geoffrey —le dije con ternura.

—Él no quería que fuese actriz y se ponía igual que tú con Charlotte.

—Porque te quería y quería protegerte de todo, hasta de mí —sonreí.

—Sí, lo sé, aunque no hacía falta. Al menos no de ti —susurró sobre mi pecho—. A veces tenemos que tomar decisiones equivocadas para encontrar el camino. Debes tener paciencia y confiar en ella. ¿Recuerdas tu adolescencia?

Asentí poniendo los ojos en blanco. Recordé mi desesperación al morir mi abuelo, mi miedo y mi silencio, pero sobre todo recordé lo solo que me sentía y lo poco que me quería a mí mismo hasta que Charmaine Moore, o más bien su hijo, se cruzó en mi camino y me invitó a comer pollo frito en su casa. Mi otra salvadora fue Frank, mi Frank. Años después, al conocerla, había sido el motor que me había hecho desear ser mejor persona y sentir que, por fin, no estaba solo en el mundo.

—No sabe lo que quiere. Es una niña todavía, aunque se crea muy mayor —dije.

—No, probablemente no lo sabe y está confusa y solo necesita estar segura de que la amamos y que estaremos a su lado siempre. Además, quién sabe si realmente es su vocación.

—Tú también lo creías.

—No, yo lo hacía por parecerme a mi madre y fastidiar a Geoffrey. Entonces no me daba cuenta. Además, Charlotte tiene mucho más talento que yo.

Reí al escuchar su confesión. Miré a Frank y besé su frente.

—Lo sé, siempre supe que era por enfrentarte a tu padre. Incluso yo era una forma de desafiarle.

—No conscientemente y solo al principio —sonrió para acariciar mi rostro después—. Es como si pudieses ver dentro de mí, siempre ha sido así. Me conoces tan bien…

—Lo mismo que tú a mí, amor.

Nos besamos con ternura durante un rato.

—Creo que deberíamos ir a Los Ángeles para que Charlotte sienta eso, que estamos con ella pase lo que pase —dije.

Frank me miró y asintió.

—Sí, la echo mucho de menos.

—Yo también —suspiré acariciándola—. ¿Sabes que eres una madre maravillosa?

—Y tú un padre estupendo.

La abracé con fuerza.

—Bueno, hasta ahora hemos sido un buen equipo —dije.

—Y lo seguiremos siendo.

—Lo que me gustaría saber es con quién porras salía —gruñí poniendo cara de pocos amigos.

—Gallagher… —me reprendió.

—Me enteraré tarde o temprano, nena.

—Y no harás nada —dijo apuntando en mi pecho con su dedo. De pronto se tocó la rodilla y gimió de dolor.

—¿Te duele algo? —pregunté preocupado.

—Las rodillas, me las he rozado con el suelo y creo que se me van a pelar. —Elevó una de sus bonitas piernas y se examinó—. Las tengo rojas.

—Creo que yo también me las he quemado por culpa de la alfombra. Te dije que era muy áspera cuando la compramos.

En ese momento, Frank se echó a reír y yo tomé su pierna rodeando su muslo con mis manos para acercarla a mi boca y besar con cuidado su maltrecha rodilla.

Me arrepentí de mi idea de presentarnos en Los Ángeles en cuanto tomamos el avión, pero lo que me confirmó que había sido pésima fue el comprobar que la casa de mi madre, la mansión Kaufmann, estaba en obras y el poco entusiasmo de nuestra hija al vernos a sus hermanos, su madre y a mí.

Iba a ser una sorpresa y no avisamos a nadie. Charlotte estaba en la piscina tomando el sol y sonaba Missing You, todo un clásico para corazones rotos de John Waite. Frank me dio un leve codazo en el brazo que interpreté como una señal que apelaba a mi lado más paciente y para que tuviese tacto con nuestra hija.

Al menos me alegró ver que había salido a su madre en lo de la lectura y a mí en el gusto musical porque estaba tumbada bajo una sombrilla con su e-book en las manos y aquella joya de los 80 a todo volumen en los radiocasetes retro digitales que se habían vuelto a poner de moda, pero sin las antiguas cintas de dióxido de cromo.

Desde aquel lado del amplio jardín se escuchaba la voz de mi madre acercándose y dando instrucciones a alguien. Al vernos dejó al operario con sus planos y corrió a abrazar a Korey y Valerie.

—Pero ¿qué hacéis aquí todos? —preguntó con alegría, mientras nuestros hijos pequeños la colmaban de besos.

—Queríamos que fuese una sorpresa, abuela —dijo la pequeña Valerie.

—Pues lo ha sido. Pero ¿habéis vuelto a crecer? —rio mi madre atusándose su melena caoba rojiza, que en otra época había sido natural, y besando a sus nietos pequeños sin cesar. Al verla así pensé que estaba mucho más guapa y feliz que cuando volvimos a encontrarnos, hacía más de diez años y que de eso tenían toda la culpa mis hijos.

Charlie se acercó a abrazar a Frank que la achuchó con cariño y a mí me dejó el último para darme un beso en la mejilla y tomar mi rostro entre las manos y mirarme con una mezcla de alegría y orgullo. Yo la sonreí con cariño y ella me tomó las manos con fuerza, como solía hacer.

—Charlotte, cariño, ven a saludar, anda —dijo girándose hacia su nieta mayor.

Charlotte se levantó de la tumbona sin ninguna prisa y se acercó suspicaz. Se había hecho un corte muy radical que había hecho desaparecer su melena de rizos caobas. Valerie corrió hacia ella para abrazarla con fuerza y ella por fin bajó la guardia besando con ternura a su hermana pequeña. Después vino hasta nosotros y le revolvió el pelo a Korey con cariño para justo inmediatamente echarse en brazos de Frank que le llenó la cara de besos. Me quedé observándolas con aquel dolor dulce colmándome el pecho pensando que mis chicas eran preciosas. Charlotte me miró aún abrazada a Frank en el momento en que se le estaba escapando una lágrima que la hizo fruncir el ceño como yo lo hago cuando me avergüenza emocionarme en público.

La miré bien, ya era una guapa mujer que medía más que su madre con su pelo caoba despeinado, su piel pecosa y mis ojos verdes, los mismos que los de su abuela. Pronuncié su nombre y ella se soltó de los brazos de su madre suavemente. Los dos nos acercamos hasta fundirnos en un abrazo.

—¿Estás bien, cariño? —le pregunté.

—Sí, sí, estoy bien —dijo sorbiéndose los mocos.

Yo la apreté un poco más fuerte y entonces sentí su sollozo. La miré y acaricié su cabeza como cuando era pequeña, intentando consolarla.

—Ya está, ya está… —susurré.

—Perdóname, papá.

—No te preocupes, no llores, princesa.

Ella sonrió y se soltó de mi abrazo para correr a donde su hermana pequeña y cogerla en brazos. Y así, juntos y felices, entramos en la mansión Kaufmann, que estaba hecha un desastre.

—Estoy remodelando parte de la casa. Redecorando, tirando algunas paredes para redistribuir, renovando un par de cuartos de baño y cambiando las escaleras. No quiero partirme la crisma un día de estos. Y de paso voy a pintar y retocar la fachada y cambiar las barandillas de todas las terrazas —dijo mi madre satisfecha.

—¿Y estás en casa con todo este lío? —preguntó Frank.

—Podía haberme ido a un hotel, pero no me apetecía nada. Cada vez me da más pereza salir de mi casa y dejar mis cosas. Además, al venir Charlotte no me ha quedado otro remedio —dijo en voz más baja.

—Nuestra intención es regresar con ella a Nueva York cuanto antes —le aclaré.

—Pero os quedaréis unos días con los niños —afirmó mi madre—. Podemos ir a Disneyland, a ver esa nueva atracción del espacio.

—Por enésima vez —rezongué.

—¡Sí, papa! Esa que dice la abuela no la hemos visto —dijo Korey, lo que corroboró su hermana pequeña saltando entusiasmada.

Miré a mi alrededor y además de ver los andamios que cubrían la fachada principal y el ir y venir de hombres con carretillas y sacos de cemento, escuché el incesante ruido de martillos pilones golpeando paredes. La casa Kaufmann, que a mí siempre me recordó a un museo de arte moderno, con sus cristaleras inmensas que la hacían casi transparente y sus líneas rectas y metálicas, estaba patas arriba. Miré a Frank y puse los ojos en blanco. Ella me apretó el brazo y entró conmigo en casa.

Korey y Valerie estaban encantados de estar en Los Ángeles con su abuela consentidora y aquel sol de justicia de pleno verano californiano. Llevaba meses sin llover y sobre la ciudad sobrevolaba una nube de contaminación de aspecto amarillento que se podía apreciar perfectamente desde la colina donde estaba enclavada la casa de mi madre.

Allí, en las colinas, nos librábamos de aquella insana atmósfera que debían respirar los angelinos menos afortunados. El césped era regado mediante un novedoso sistema que empleaba la evaporación natural del suelo y la convertía en un rocío suficiente para mantener verde aquel jardín lleno de palmeras, enormes ficus y parterres de cactus y suculentas mezclados con rododendros e hibiscos. No se podía desperdiciar el agua, so pena de recibir severas multas del gobierno, pero todas las piscinas de Hollywood, paradójicamente, estaban llenas. La sequía se había vuelto anual en algunas zonas del país.

El primer día nos despertó un taladro a primerísima hora de la mañana, que parecía estar en la misma habitación en la que nos encontrábamos. El ala de invitados era la única que permanecía intacta y mi madre nos había alojado allí en un par de habitaciones contiguas, con nuestros hijos al lado, compartiendo un único baño. Ella dormía en la colindante a la nuestra, mientras que Charlotte disfrutaba de la privacidad de la casita de la piscina, que contaba con una pequeña cocina americana para las barbacoas y un sofá cama junto con un baño completo con la única bañera de hidromasaje que estaba disponible en toda la mansión, antaño llena de comodidades.

Emití un gruñido y Frank se removió a mi lado.

—Buenos días, chéri —susurró con voz somnolienta.

—Lo de buenos…

Ella emitió un ruidito, una risita ahogada y se apretó contra mí.

—Qué gruñón estás.

Yo la abracé respondiendo con un gruñido muy diferente al primero posando mi erección matutina contra su sugerente trasero. Estaba besando su cuello cuando escuché la voz de Korey y Valerie que venía de la habitación de al lado con total nitidez. El taladro había despertado a toda la familia.

—¿La puerta está abierta? —pregunté extrañado.

—Ah, sí. La dejé abierta anoche porque al estar en una habitación extraña Valerie podía tener una de esas pesadillas y así se iba a sentir más segura.

—Ni me enteré —dije separándome del cuerpo de Frank, no sin cierta desilusión.

—Te dormiste a la primera.

—Pero si está con Korey.

—Bueno, prefiero no tener que levantarme en medio de la noche.

—Ya es mayor, ya no tiene pesadillas, amor —dije amagando un segundo intento, acariciando su trasero con codicia.

—El mes pasado tuvo una. Y me lo ha pedido, no es su casa.

—Si tú lo dices… —dije estirándome sobre la enorme cama. Al menos era cómoda, pero pensé que no íbamos a poder usarla más que para dormir, visto el panorama.

Resoplé y me froté la cara. Frank me acarició la incipiente barba que ya asomaba medio canosa y sonrió.

—Creo que puedo adivinar lo que estás pensando por lo fruncido que tienes el ceño.

—Estoy seguro —sonreí.

—Conozco tu mente pervertida, Gallagher.

—Sé que la conoces, nena.

—Pues olvídalo de momento porque ni ahora ni en días sucesivos —dijo acariciándome le pecho.

—Ya —dije lacónico—. Hijos al lado y puerta abierta.

—Y tu madre durmiendo pared con pared, y tiene un sueño muy ligero.

Emití un quejido desesperado cuando el taladro volvió a empezar y me tapé la cara con la almohada.

Un puñado de esperanzas 3

Подняться наверх