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Capítulo 3 Più Bella Cosa

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Después de un largo día de labor, la casa estaba en silencio por fin. Frank se había quedado dormida en el sofá, con el portátil encendido sobre su regazo mientras repasaba unos documentos relacionados con la Academia de Arte.

Me quedé sentado en la esquina del sofá, junto a sus pies descalzos, y le retiré el portátil que amenazaba con caerse en cualquier momento. Lo dejé en el suelo y me dediqué a observarla. Estaba apaciblemente dormida, preciosa, con una camisola que se le abría en el escote y me permitía ver uno de sus maravillosos pechos. De pronto me apetecía acariciárselos, pero preferí aguardar y continuar contemplándola. No tardó mucho en despertarse. Nada más abrir los ojos se encontró con los míos y sonrió con dulzura, haciendo que doliese de puro amor por ella.

—Me he dormido —bostezó—. ¿Es tarde?

—Sí, los niños ya duermen, pero me daba pena despertarte —susurré acariciando sus piernas desnudas.

—Estaba revisando algunas cosas de la academia —dijo incorporándose con cara de preocupación.

—¿Y? —pregunté acariciándole un hombro.

—No me salen las cuentas. Se han retirado otros dos inversores este mes pasado y necesitamos más capital o estaremos en serios problemas.

—He estado revisando los papeles que me dejaste —asentí—. Lo peor de todo es que mi madre tampoco anda muy boyante. Los últimos proyectos de Estudios Kaufmann han sido un auténtico fracaso y no ha recuperado la inversión. Así que mi participación como accionista no sirve de nada.

—Lo sé. La dichosa crisis está pudriéndolo todo. La gente lo está pasando muy mal y por eso mismo no quiero dejar a ningún alumno que lo merezca sin su beca. Hay verdadero talento en esos chicos y chicas. El único problema es que han nacido en el lugar equivocado.

—Hay unos cuantos que son geniales. El trimestre pasado, en las clases de improvisación de jazz, me encontré con verdaderos talentos. Por cierto, uno de ellos es D’Shawn. Tiene muy buen oído y compone sobre la marcha.

—Sí, pero ya sabes lo que opinan Pocket y Jalissa sobre lo de dedicarse al mundo del espectáculo.

—Como todos los padres del mundo, amor.

Me gustaba dar algunas clases que Frank denominaba magistrales. No las impartía durante todo el año y tampoco cobraba. Solo lo hacía por el placer de tocar el piano, como cuando animaba a la clientela en el pub de Sullivan.

—Cambiando de tema. He estado pensando en hacer una recaudación de fondos o algo así, pero sé que toda esa gente del Upper East Side no va a aportar un solo dólar. Los conozco. Si no obtienen un beneficio rápido no colaborarán. Las donaciones desinteresadas y anónimas que nosotros necesitamos no les importan. Y yo no quiero dar protagonismo a los benefactores, como en otras escuelas, sino a los alumnos.

—Sí, ya sé lo que opinas de la caridad, que es indigna.

—Además… —suspiró Frank—. Me he labrado una reputación peligrosa con los años.

—Ya, anti-Trump y todo lo que representaba.

—Y lo que aún representa. Sí, algunos me ven como una peligrosa comunista —sonrió con ironía.

—¿Tal vez en Hollywood? —sugerí.

—Si hay bebida gratis y fotógrafos, puede —rio Frank.

Sonreí acariciando su mejilla. Frank era la persona más lúcida e inteligente que había conocido y también la que tenía un corazón más grande. Ella veía el mundo tal y como era y aun así nunca perdía la fe. Por eso era mi esperanza y la medicina para el cinismo heredado de mi madre y el pesimismo de mi padre.

Bostecé y Frank me miró con ternura. Era viernes y estaba agotado tras toda una semana de ir y venir de fiestas escolares de fin de curso al parque, de llevar a Korey y a Valerie a sus clases particulares, de labores de amo de casa y de machacarme en el gimnasio de Joe.

Lo habíamos decidido así. Frank era quien iba a trabajar a la Academia de Artes Escénicas cada día, solo por las mañanas. Por las tardes trabajaba en casa y yo me ocupaba de las cosas del hogar y los niños.

Nunca hubo ningún problema. Era nuestro pacto. Éramos un equipo. Me sentía afortunado de ver crecer a mis hijos, de cuidarlos y educarlos. Era un privilegio que muy pocos padres conocen. Además, ninguno de los dos habíamos tenido esa suerte y siempre tuvimos claro que estaríamos cerca de nuestros tres hijos, viéndolos crecer. Pero últimamente Frank estaba más pendiente de los asuntos de la academia porque las cosas no iban bien y se sentía mal por ello.

—Encontraremos la solución, amor —dije volviendo a bostezar.

—Estás cansado. ¿Por qué no te has ido a la cama? —preguntó acariciando mi pelo.

—Porque no me gusta irme sin ti. Te estaba esperando. No me gusta dormir solo.

—¡Oh, Mark! —susurró abrazándome y yo la estreché con fuerza—. Llévame a la cama, mon amour.

Lo hice. La tomé en brazos y ella reposó su cabeza en mi hombro acariciando mi cuello con la punta de su nariz durante el camino a nuestra habitación, en el ático de nuestra casa, un antiguo edificio industrial reformado con garaje y tres plantas en Astoria, al noroeste de Queens, frente a Manhattan.

A mí lo que me gustaba de verdad del barrio, aparte de que no tenía ese divismo pijo del Upper East Side, era el Astoria Park, para hacer picnic con Frank y los niños cuando llegaba el buen tiempo. Estaba junto al East River y desde allí se veía cómo se encendían las luces al atardecer, porque os puedo asegurar que Manhattan es más hermoso desde lejos, al otro lado.

Todo estaba en calma. Nos acostamos y Frank se acurrucó de espaldas a mí, entre mis brazos, sabiéndose amada y a salvo.

—Saldrá algo, ya lo verás —le susurré besando su pelo.

—Es verdad. Siempre lo hace —susurró con una sonrisa, terminando mi frase.

Yo la envolví con mi cuerpo, cerré los ojos respirando el aroma de su piel y sintiendo su calor me quedé dormido como un bebé, escuchando de fondo el constante zumbido del tráfico que cruza de Queens a Manhattan y el latido de su corazón, al compás del mío.

Así fue. La solución llegó días después. Charlie, mi madre, nos ofreció la oportunidad de promocionar la Academia de Artes Escénicas Charmaine Moore, dedicada a la memoria de la madre de Pocket, que casi había sido una madre para mí de niño, cuando la mía se fue a probar fortuna a Hollywood abandonando a mi padre alcohólico.

El único inconveniente era que la gala en la que íbamos a participar para intentar recaudar fondos privados era en la embajada americana en Venecia, al otro lado del mundo. Charlie había movido los hilos entre sus amistades del mundo del cine para conseguirlo y nos había incluido en aquella fiesta que tenía que ver con el famoso festival de cine casi centenario que se celebraba en Venecia.

—¿Y por qué no me lleváis con vosotros? Cuando era niña lo hacíais —dijo Charlotte.

—No, chérie. Ya no lo eres y tienes que ser responsable. Estás a final de curso y debes quedarte aquí. Primero son tus estudios —dijo Frank.

—¡Pero yo quiero ir a Venecia, mamá! —se quejó Charlotte amargamente.

Frank me miró para que interviniera.

—Solo va a ser un fin de semana y no son unas vacaciones. Vamos por negocios.

—No os molestaré. Venga… —dijo haciendo un puchero.

—No, Charlotte. La abuela está de vuelta en Los Ángeles, así que te quedarás con Jalissa, como siempre. Ya está decidido —dije intentando zanjar la situación.

—¡Es injusto! ¡Me tratáis como a una cría! —gritó Charlotte.

Nuestra hija mayor bufó de rabia y se metió en su habitación dando un portazo.

Charlotte llevaba tiempo anclada en aquella espantosa edad que llaman adolescencia y he de reconocer que yo la soportaba mucho peor que Frank. Echaba de menos a mi risueña hija, a mi niña pecosa de rizos caobas que desapareció de la noche a la mañana tres años atrás para convertirse en una iracunda jovencita que llevaba cinturones anchos en vez de faldas, camisetas ceñidas y rotas, que escuchaba una música espantosa heredera de algo que llamaban Trap y que siempre parecía molesta conmigo y de mal humor con el planeta en general. A su favor, he de decir que tocaba el piano maravillosamente, la guitarra, la flauta irlandesa y había conservado un gusto familiar por las canciones que ella denominaba «viejunas».

Al contrario que su hermana, Korey y Valerie no opusieron resistencia a nuestros planes. Ellos terminaban las clases dos semanas antes que Charlotte y se iban a las montañas de campamento, con otros compañeros de clase, ese mismo viernes. Además, ambos tenían un carácter mucho menos contestatario que su hermana mayor.

Así que preparé una pequeña maleta con cuatro cosas mientras Frank llenaba dos de las suyas con todo tipo de «por si acasos» y viajamos a la vieja ciudad de los canales.

La fiesta tuvo lugar el día de nuestra llegada a Venecia. Nos alojábamos en un palazzo de estilo gótico veneciano del siglo XV reconvertido en hotel. La elegante suite con vistas al Gran Canal era de apariencia antigua, pero todo lo moderna que debía ser al tratarse de un lujoso hotel de cinco estrellas.

Deshicimos la maleta, llamamos a Jalissa, para comprobar cómo estaba Charlotte, porque nuestra hija no nos cogía el teléfono y tras una breve charla con ella rezongando, que logramos gracias a la propia Jalissa, salimos a comer porque lo mejor de una ciudad tan antigua y bella como Venecia, como dice Frank, es callejear.

Acabamos entrando a una pequeña librería de viejo donde compré un libro sobre Venecia y Casanova y terminamos el paseo comiendo pizza en una placita perdida entre los canales. Allí ojeé el libro que me pareció sumamente interesante.

—¿Sabías que el tal Casanova era un tipo muy alto?

—No, chéri, no tenía ni idea —me dijo Frank distraída, sentada en aquella coqueta terraza con sus gafas de sol de estrella de cine.

—Pues verás —dije acercándome más a ella y leyendo del libro—. Al parecer medía un metro noventa, que era algo raro en aquella época. Era rubio, de torso corpulento, mirada cristalina de ojos claros y nariz aguileña. Aunque su vida sexual fue muy animada, no le gustaba participar en las orgías, que eran populares entre la alta sociedad. Y le encantaba la gastronomía, en especial las ostras. Al parecer le gustaban con locura. Aquí dice que la gastronomía, o mejor la comida, le permitía ciertos juegos eróticos, como por ejemplo el pase de ostras de su boca a la de la dama o dejarlas resbalar por entre sus senos.

—Vaya… —dijo Frank cada vez más interesada—. Un hombre grande y apuesto, el reservado de un restaurante, una dama dispuesta y ostras francesas. Adivina el desenlace.

—A ti te encantan —susurré. Frank asintió con una espléndida sonrisa y yo continué leyendo, alejando un poco el libro para poder apreciar bien las letras con mi vista cansada—. Fue conocido mundialmente por colarse entre las faldas de un gran número de mujeres. Alrededor de unas ciento veinte señoras, para ser más exactos. Gozaba de un feroz apetito y era un perfecto cronista gastronómico.

—Comer, luego amar. O amar comiendo —dijo Frank apoyando su hombro en mi brazo—. Siempre he pensado que los hombres a los que les gusta comer y cocinar son buenos amantes.

—¿Y las mujeres? —sonreí porque sabía que se estaba refiriendo a mí. Yo soy de esos a los que es mejor comprarles un traje que invitarles a comer.

—Igual —me sonrió con picardía.

Era cierto, Frank era golosa por naturaleza y siempre le ha encantado comer, tiene un paladar exquisito y bien entrenado en la gastronomía. Me ha enseñado cocinas exóticas que no conocía y con ella he probado platos deliciosos. A ambos nos gusta comer y hacer el amor sin medida.

—¿Tú has seducido a tantas como Casanova?

—No, que va —negué con la cabeza riéndome.

—¿A cuántas, chéri? Nunca me lo has dicho —dijo acariciando mi hombro.

—No lo sé. Nunca me paré a contar. Ni a la mitad, supongo, y no es algo que me guste recordar, lo sabes —dije besando sus labios—. Pero ahora… tengo una duda y creo que tú me la vas a aclarar.

—Dime.

—¿Qué crees que tendría el tal Casanova de especial para seducir a tantas mujeres?

—¿A parte de la buena planta? Pues… seguramente era un hombre que sabía escuchar, buen conversador y que las hacía reír. Ah, y se tomaría su tiempo, sería un buen amante, nada egoísta, de ahí su fama entre las señoras. Porque fueron ellas las que se la dieron. Me imagino que aquellas damas de la nobleza hablarían entre ellas de su amante, el de las ostras que no las dejaba a medias, y así se fue creando la leyenda. Y seguramente…

Yo asentí escuchándola, divertido con sus conclusiones. Para mí, gran parte del atractivo de Frank radicaba en que era muy ingeniosa y me hacía reír.

Desde el interior del bar sonaba una canción italiana de la que no entendía nada pero que nos gustó. Ella preguntó a alguien y le dijeron que era una canción de Eros Ramazzotti, Più Bella Cosa. Yo continué insistiendo con el tema de Casanova y las conclusiones de Frank.

—Qué, qué más opinas, cuenta —le insistí curioso.

—Seguramente tenía un lado femenino que no escondía. Estaría cómodo entre mujeres. Las trataría como iguales y ellas confiarían en él. Eso es lo más erótico del mundo. Tú tienes esa virtud.

—¿Ah, sí? —pregunté asombrado.

—Sí, eres todas esas cosas. Por eso tenías tanto éxito con las mujeres. Seguro que te contaban sus penas.

—Supongo —dije algo avergonzado.

Existió una época en mi vida, antes de conocer a Frank, en que había conseguido trabajo y prebendas acostándome con mujeres de la alta sociedad bellas y aburridas. Fue por mera supervivencia y no me sentía orgulloso de mi pasado, pero sí en paz. Se podía decir que, tanto Frank como yo, nos habíamos encontrado poseyendo ya un buen bagaje sexual, aunque no sentimental.

Frank me miró y besó mi mejilla con ternura justo antes de levantarse y tenderme la mano.

—Vamos, mon cher, tengo que arreglarme para la fiesta y cada vez tardo más.

—Ya sabes que a mí me gustas así, sin adornos. No te hacen falta, nena. Eres preciosa —dije tomando su mano y levantándome de la silla de aquella terraza veneciana.

—Seguro que eso también lo hacía Casanova.

—¿El qué, amor? —dije aferrándola por la cintura.

—Adularlas —rio haciéndome reír a mí también.

Un puñado de esperanzas 3

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