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Capítulo 8 Time Of The Season

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El celibato obligatorio nunca nos había ido a Frank y a mí. Nos altera los nervios, a ambos. Nos mantiene ansiosos, siempre fue así, desde el principio. Cuando no hacemos el amor con regularidad nos estresamos. Necesitamos manosearnos, olernos, saborearnos, llenar nuestros sentidos con el calor del otro. Yo soy muy «tocón», más que ella, y en cuanto la tengo cerca no puedo evitar posar mis manos en su cuerpo, a veces solo como gesto de ternura o para sentirme mejor automáticamente, no solo por deseo sexual. Su tacto me sosiega. Ella lo sabe. Después de tanto tiempo sabe que me da paz y cuando me nota nervioso solo tiene que tomar mi mano para que me sienta automáticamente en calma.

Pero en aquella casa llena de gente, con los obreros asomándose a nuestro dormitorio desde el andamio, era imposible. Llevábamos más de dos semanas sin sexo, tan solo con carantoñas y besos urgentes que nos dejaban frustrados.

Cuando nuestros hijos eran bebés todavía era fácil. Los niños pequeños no suelen despertarse a pesar de que sus padres hagan ruidos extraños y no hacen preguntas incómodas. Además, no les importa la desnudez. Pero a los de nueve y once años hacen muchas preguntas.

Aquella mañana, apenas despiertos, habíamos bajado la guardia. Hacía un calor extraño, sofocante. Vivir en Los Ángeles se había convertido en los últimos años en un verdadero infierno por culpa de los incendios que se sucedían sin importar la estación. El desierto había avanzado en una década y ya estaba a las puertas de la ciudad. En realidad, ya solo existía una estación: la del asfixiante y ardiente verano. Habíamos dormido con la ventana abierta, pero no con el aire acondicionado puesto porque nos parecía insano, además de un terrible gasto energético que ni el país ni el planeta se podían permitir, y recién amanecidos descansábamos casi desnudos sobre la cama, sin taparnos ni con las sábanas.

Frank emitió un suspiro que acabó en un débil jadeo. Giré mi rostro hacia ella. Tenía los ojos cerrados y estaba preciosa, despeinada, con el cuello levemente perlado de sudor y los pechos adivinándose bajo una de mis camisetas interiores. Para ella era muy grande y además estaba vieja y dada de sí con lo que un pecho se le escapaba y el otro quedaba casi al aire.

Mis ojos se fueron acostumbrando a la luz cegadora del sol de la Costa Oeste que la envolvía y le daba a su piel perfecta una leve tonalidad dorada. La miré sonriente. El casi inexistente e invisible vello rubio de sus muslos y brazos se adivinaba al trasluz. Ella continuaba medio dormida, o eso pensé. Siempre me ha encantado verla dormir. Tenía un brazo sobre su cabeza y el otro se había deslizado perezoso hasta su vientre, donde su mano se posaba sobre el montículo suave y caliente bajo su ombligo.

Los obreros parecían haber comenzado a trabajar alejados de aquella parte de la casa porque hasta nuestra ventana llegaban ruidos amortiguados por la distancia y la música lejana de uno de ellos, que solía amenizar a sus compañeros con buena música. Sonaba un gran clásico, Time Of The Season de The Zombies.

Me quedé observando a Frank fascinado. Ella debió de notar mi respiración porque abrió los ojos, me miró y sonrió.

—Esa sonrisa… —susurré acariciando sus labios con mis dedos—. Es mía.

—Siempre —dijo sin dejar de sonreírme.

La gente que subía y bajaba por el andamio que cubría la pared hasta el tejado cada día no parecía estar por allí aún. Al no ver a ninguno de ellos en la terraza de la habitación o trepando hasta el tejado, con nuestros hijos profundamente dormidos y mi madre roncando en la habitación de al lado, decidimos que era nuestro momento.

Posé mi mano sobre la suya y dejé que fuese ella la que me guiara hacia abajo, entre sus muslos, mientras nos mirábamos los ojos, la boca. Frank emitió un hondo suspiro cuando mis dedos alcanzaron el hueco entre sus piernas. Aparté levemente la tela de algodón, ella se dejó hacer sin emitir aún sonido alguno. Tenía la boca entreabierta, sus ojos somnolientos recorrían mi rostro. Mis dedos juguetearon con su vello. Abrió sus muslos invitándome y me deslicé en busca de aquella carne cálida y húmeda.

Me recosté de forma que mi otra mano quedase libre y acaricié el contorno de su rostro con ella. Su respiración se había vuelto más profunda y ansiosa cuando mis dedos resbalaron hasta dentro. Se le escapó un gemido y a mí una sonrisa torcida. Frank buscó mi otra mano con su boca y besó mis dedos. La punta de su lengua rozó cada uno de ellos lentamente. Me estremecí cuando sus labios tomaron mi pulgar para introducirlo en su boca y chuparlo con un sonido de succión, húmedo, el mismo tipo de sonido que mis dedos le estaban provocando más abajo.

Yo ya estaba jadeante y duro, pero quise esperar un poco más. Era una delicia verla así, ir cayendo solo con mi tacto en aquella bruma de placer que la hacía gemir quedamente. Mis dedos no habían parado de insistir y Frank se retorcía de gusto mientras mi pulgar, mojado por su saliva, recorría el contorno de sus carnosos labios sin cesar.

—Métete dentro —me imploró ansiosa.

—Después —le susurré al oído.

Frank gimió como respuesta y se arqueó buscando más fricción, más contacto de mi piel con la suya. La tela elástica de mis calzoncillos no daba más de sí, pero no quise ir deprisa, necesitaba mirarla antes de disfrutarla. Ni tan siquiera la besé, solo continué acariciándola con suavidad, pero sin cesar.

Me encanta que se corra primero para poder verla y después que se vuelva a correr conmigo porque ese segundo orgasmo es el más fuerte y la deja totalmente estremecida, casi sin aliento.

Ya estaba mordiéndose el labio a punto de estallar en uno de sus gloriosos orgasmos dignos de contemplar cuando pegó un grito que no tenía nada de orgásmico y se tapó los pechos con los brazos saltando sobre la cama, mirando hacia la terraza.

Confuso, hice lo mismo y me encontré con la cara de dos fulanos pegada al cristal de las puertas que daban al ventanal, vestidos con mono de trabajo, contemplándonos con los ojos saliéndoseles de las órbitas.

Me levanté hecho una furia y me acerqué a la ventana vociferando.

—¡Fuera, se acabó el espectáculo! ¡Fuera, joder! —grité agitando los brazos con la intención de espantarlos—. ¡Y dejad de mirar a mi mujer!

A mi espalda escuché la risa de Frank. Me giré y ella miró hacia mi entrepierna, elevó una ceja y se mordió el labio.

Se acercaba el cumpleaños de Charlotte y el 4 de julio y mi madre decidió que había que ir de tiendas. Yo me negué a acompañarlas y me quedé con Korey y Valerie en la piscina.

Las tres pasaron la mañana, y parte de la tarde, de compras y al regresar venían cargadas de bolsas y paquetes.

—¿Lo habéis pasado bien? —pregunté dándole un beso en la mejilla a Frank, mi madre y Charlotte antes de abrazar a los pequeños.

—Sí, muy bien —dijo Frank con una extraña sonrisa en su precioso rostro al que el sol de Los Ángeles le había repuesto sus graciosas pecas.

—Hemos estado con una amiga de la abuela en su casa tomando el té, esa que es actriz y tiene dos premios Óscar. Es tan divertida… Tiene una nieta de mi edad y hemos estado escuchado música —dijo Charlotte.

—Sí, claro. Con su pastillita para la ansiedad y esas dos copas que se ha tomado yo también soy igual de simpática y dicharachera —dijo mi madre.

Frank rio ante las maliciosas ocurrencias de mi madre. Yo me levanté de la tumbona. Me había animado a tomar un poco el sol para quitarme aquel color macilento que da el ser de Nueva York, y estaba en bañador. Me acababa de dar un chapuzón en la piscina y tenía el cuerpo aún mojado. Pude darme cuenta de cómo Frank me miraba de arriba abajo. No podía disimular que le gustaba lo que veía. Ambos seguíamos en celo por culpa de aquel celibato forzoso. En aquella casa carecíamos de intimidad. Cuando no eran los de la obra eran los arquitectos, las amistades de mi madre o el servicio. El caso era que llevábamos más de dos semanas sin consumar.

Me acerqué a Frank secándome con la toalla mirándola con ese tipo de mirada que ella enseguida reconocía. Ella posó su mano cálida y suave en mi hombro mojado y juntos entramos a casa.

—Nos han invitado a cenar mis vecinos, los Salcedo, los que coprodujeron la última serie de los Estudios Kaufmann.

—¿Esta noche? —dije contrariado.

Había pensado salir con Frank a dar una vuelta para estar solos. Incluso había barajado la idea de irnos a un hotel a pasar la noche y poder hacer el amor por fin. Pero parecía que no iba a poder ser aquella noche.

—Sí, es una cena informal en su casa. Está aquí al lado y no creo que se alargue. Son de cenar y acostarse pronto —dijo mi madre mirándome de reojo—. Así conocerán por fin a mis nietos. Quiero presumir de ellos.

Accedí, no me quedaba otro remedio. Nos arreglamos, aunque de un modo informal, Los niños fueron vestidos con ropa cómoda, Frank con un bonito vestido de punto negro, como de ganchillo, que le quedaba espectacular, y yo con unos simples chinos azul oscuro y una camisa de lino blanca. Mi madre nos echó un vistazo a todos y aprobó nuestra indumentaria.

—Parece que no tienes muchas ganas de salir —dijo Frank cuando estuvimos un poco apartados del resto.

—Tenía otros planes para nosotros dos.

—¿Qué planes? —preguntó con picardía.

—Salir tú y yo solos… No sé. Va a ser una noche aburrida, me temo.

—O puede que no —dijo Frank acariciando mi espalda.

En ese momento no pillé la indirecta. Estaba demasiado ocupado lamentándome de mi falta de sexo como para tener los sentidos atentos a sus señales.

Estábamos en los postres, o más bien a las copas. La cena informal había terminado conmigo acompañando a Charlotte tocando algunas canciones en el maravilloso piano de cola del salón de los Salcedo. Después, casi todo el mundo había salido al jardín de la casa. Mi madre y la señora Salcedo estaban atentas a alguna cosa que contaba el señor Salcedo. Los niños, incluida Charlotte, jugaban con las cuatro mascotas de la casa, unos perritos de raza Pomerania. Frank se disculpó para ir al lavabo y yo me quedé sentado frente al piano, improvisando alguna nota.

Al regresar del baño se apoyó en el piano mirando cómo tocaba, en silencio. Levanté la vista de las teclas y la miré. Tenía una expresión extraña, como pícara y misteriosa a la vez.

—¿Qué haces, nena? —le dije admirando lo bonita que estaba.

—Quiero que hagas una cosa por mí, chéri.

—¿El qué, amor? Pídeme lo que quieras —dije dedicándole mi sonrisa torcida más sexy.

—Toma mi móvil —lo hice extrañado—. ¿Ves la pantalla?

—Sí, pero…

—¿Ves ese gráfico en la aplicación? —asentí—. Tienes que hacer que esa línea suba de cero a diez, pero no de golpe, poco a poco —susurró con picardía.

—¿Es algún juego? —sonreí sin comprender aún.

—Puede decirse que sí.

—Vale. Despacio has dicho…

Hice lo que me había indicado y apliqué la yema del dedo índice sobre la pantalla para hacer que aquella flechita rosa subiese y fuese cambiando de color hacia el rosa intenso y el rojo.

—¿Así? —pregunté.

Frank respondió con un leve quejido y la miré extrañado. Estaba mordiéndose el labio.

—Sigue… Un poco más —jadeó.

Lo hice, proseguí. Ante mi sorpresa, Frank comenzó a cerrar los ojos y a frotarse los muslos. Pude comprobar cómo se le encendían las mejillas y se le ponían tiesos los pezones ante mi mirada de asombro. Entonces comprendí.

—Pero ¿qué coño…? —pregunté en voz baja mirando hacia el jardín.

Dejé de poner en funcionamiento aquel trasto y al hacerlo Frank suspiró.

—Es una cosa que nos regaló ayer la amiga de tu madre a ella y a mí. Se dedica a hacer tupper sex de lujo con sus amigas actrices en sus ratos libres, que son todos en realidad. Solo tienes que descargarte la aplicación en el móvil —dijo inspirando con fuerza intentando no jadear.

—¿Un consolador con control remoto? —pregunté escandalizado, apagando la aplicación inmediatamente.

—Sí, anda, no pares, chéri.

—¿Y te lo pones aquí? ¿Te has vuelto loca?

—Dijiste que ibas a aburrirte y quería que nos divirtiésemos un rato. ¿Por qué has parado?

—Solo te estás divirtiendo tú —dije.

—¿Te molesta?

—No creo que hayas necesitado nunca ese tipo de cosas. Me siento ofendido.

Frank rio.

—Tendrías que verte la cara. Celoso de un consolador —dijo sentándose encima de mí para hablarme al oído—. No, nunca he necesitado nada de esto contigo, tonto.

—Eso creía hasta ahora —dije aferrando su cintura.

Ella me acarició el pelo enredando sus dedos en él, bajando sus caricias por mi nuca, muy despacio, haciéndome estremecer de deseo. Estaba excitada, mucho. Posó sus pechos sobre el mío y ronroneó como una gatita.

—Solo tú puedes consolarme de verdad, Mark y creo que no voy a necesitar este aparatito —dijo señalando entre sus piernas con una voz tremendamente sensual—. Pero tengo que volver al baño a quitármelo. ¿Me acompañas?

No me lo pensé ni un minuto. Tal como estaba Frank y cómo me había puesto yo con su trasero rozando mi entrepierna con insistencia íbamos a acabar rápido.

Buscamos el baño de invitados de la planta baja y entramos ansiosos, cerrando el pestillo apresurados. El baño no era excesivamente grande para lo que eran el resto de las estancias de la casa. Las luces indirectas y los mármoles oscuros le daban un aire íntimo y erótico, o era que yo estaba totalmente excitado por el hecho de poder hacerle el amor a Frank por fin, aunque fuese a la carrera.

Nos abalanzamos el uno sobre el otro con urgencia, besándonos apasionadamente. La ropa nos molestaba, ambos necesitábamos la piel y la carne desnuda del otro. Rodamos por la pared hasta alcanzar un lavabo doble con una encimera. Tomé a Frank en brazos, le levanté el vestido hasta la cintura y la coloqué sobre la amplia encimera de mármol entre las dos pilas del lavabo. Lo hice bruscamente y toda su piel se erizó al sentir la fría piedra del lavabo, helada en contraste con mis manos calientes.

Me abalance de nuevo sobre ella besándola como un salvaje, jadeando. Nuestras lenguas se enredaron lujuriosas, nuestras manos se acariciaban ávidas del cuerpo del otro.

La solté de pronto y me alejé un par de pasos haciéndola gruñir de necesidad. Comencé a desnudarme delante de sus ojos, dejándola mirar mi cuerpo. Frank ya temblaba de ganas, pero se las compuso para deslizar los tirantes de su vestido junto con los del sujetador para dejar a la vista sus hermosos pechos llenos, de pezones grandes y morenos.

Dediqué a sus gloriosos pechos una sonrisa torcida haciendo que Frank se mordiese el labio de pura necesidad. Tiré mi camisa al suelo, me solté los pantalones para dejarlos caer junto con mis calzoncillos y quedarme desnudo ante ella.

Me sentía arder contemplándola allí sentada, con el vestido enrollado en su cintura, abierta de piernas. Inspiré con fuerza y solté el aire despacio mientras nos observábamos unos instantes. Frank bajó su mirada en dirección a mi ya evidente erección. Yo, casi incapaz de contenerme, le dediqué una mirada lujuriosa y salvaje, recorriendo su excitante cuerpo con descaro, deteniéndome en su sexo, aún tapado por su ropa interior. Sus ojos brillaban llenos de picardía, Se chupó el labio mientras se soltaba el sujetador y suspiró haciéndome temblar de ganas.

Ya no podía aguantar más y no estábamos en el mejor lugar del mundo como para muchos preliminares. Acorté los pasos escasos que nos separan y me lancé sobre Frank hambriento y necesitado. Invadí su boca con mi lengua sujetando su cabeza entre mis manos, besándola con una intensidad apasionada. Ella saboreó mi boca besándome mientras yo tomaba sus pechos en mis manos de forma urgente. Mi boca se soltó de la suya y descendió por su escote hasta sus senos. Saboreé sus pezones con fuerza, succionando, lamiendo, haciéndola temblar de deseo.

Rápidamente deslicé una mano entre sus muslos para alcanzar sus braguitas empapadas bajándoselas de un tirón hasta hacerlas caer al suelo. Después separé sus pliegues con dedos expertos rebuscando en su interior para sacar aquel aparatito que de ninguna manera me iba a hacer sombra.

Frank buscó una postura cómoda que le permitiese aliviar tanto deseo contenido, apoyó sus manos sobre el lavabo y alzó las piernas para abrirlas dejando su sexo completamente expuesto para mí.

Sus brazos me invitaron a acercarme y sus dedos me acariciaron recorriendo mi pecho, alcanzando mi erección, maravillándose de su dureza.

—Te… necesito —jadeó abrumada por las ganas.

—Y yo. Necesito estar dentro de ti, nena… No puedo aguantar más —gemí.

—¡Házmelo, ahora, fuerte! —exigió.

Y al oírla susurrarme así, apenas un instante después, la penetré perdido en sus suaves y enormes ojos del color del caramelo blando y caliente, con un potente envite que desplazó su cuerpo sobre el lavabo.

Frank gruñó, echó la cabeza hacia atrás, arqueó el cuerpo y siguió el ritmo de cada una de mis embestidas, dejándose llevar, disfrutando de aquella delicia que suponía juntar nuestros cuerpos en uno solo.

Me incliné sobre ella, sujetándola para impedir que mis fieros empujones la golpearan contra la pared, manteniéndola pegada a mi cuerpo, llenándola y hundiéndome en ella.

Sentí su aliento jadeante sobre mi boca. Sus ojos ardían de deseo, su olor me aturdía, sus labios me abrumaban y mi miembro se abría paso dentro de ella hasta el fondo, provocándole fuertes gemidos e intensos estremecimientos de placer.

Yo me abandoné a su furor, a su deseo, a su necesidad de mí. Sus gruñidos de placer retumban en aquel cuarto de baño y se mezclaban con los míos creando un lujurioso y excitante eco de gemidos y suspiros que intentábamos sosegar sin éxito.

El calor que desprendía su cuerpo, sus jadeos, su aliento, su tacto… todas esas abrumadoras sensaciones me envolvieron. Abrió las piernas más aún. Mis embestidas se volvieron frenéticas y comencé a notar cómo un potente orgasmo crecía y se expandía, contrayendo su tierna carne alrededor de mi miembro.

Cerré los ojos para disfrutar de todo aquel placer que estaba alojado justo dentro de ella, mientras se impulsaba hacia adelante, para salir a mi encuentro. El sonido de nuestros cuerpos al chocar y los lascivos gimoteos y gruñidos de placer resonaban contra las frías paredes de mármol. Mis dedos se hundieron en sus caderas mientras continuamos haciendo el amor de forma salvaje.

Nuestro enloquecedor acto sexual hacía que Frank se tambalease peligrosamente sobre el estrecho espacio que quedaba entre los dos lavabos. La sujeté con fuerza por los glúteos y sin dejar de penetrarla me hundí sin piedad, tan profundo que sentí que iba a morirme de gusto.

Ella apretaba sus pechos contra mi cuerpo abriéndose a mí al máximo y yo me sentía deliciosamente enterrado en su interior, aceptado, casi indefenso. En aquel momento no nos importaba nada, habíamos perdido la conciencia de nosotros mismos y solo podíamos sentir y gozar.

Su vientre lleno, tembloroso, exquisito, explotó por fin en un éxtasis imparable, convulsionando con fuerza alrededor de mi potente erección, en un orgasmo brutal y salvaje, donde todo desapareció a nuestro alrededor por un glorioso momento.

En aquel instante, cuando nos corremos juntos, a la vez, no existe nada más que el placer. No siento otra cosa que no sea esa especie de deliciosa muerte, como la llaman los franceses, hasta que ella regresa y sus labios húmedos se unen a los míos otra vez y la devuelven a la tierra.

Frank succionó mi labio inferior mordiéndolo mientras me derramaba profundamente dentro, vibrando poderoso. Y ella solo pudo temblar, vencida por esa marea de sensaciones avasalladoras que la poseían.

Resoplando aún los dos, salí de ella y tomándola entre mis brazos con suma ternura me aseguré de que era capaz de sostenerse de pie antes de posarla sobre el suelo.

Nos miramos sonrientes, sofocados y satisfechos. Frank me acarició las mejillas, sus manos ardían. Tenía los ojos brillantes, la cara encendida y estaba más sexy y hermosa que nunca. Se colocó el sujetador a toda prisa cubriéndose los pechos. Yo se los miré con codicia y ella me sonrió mientras intentaba ayudarla con los tirantes del vestido y ella se lo recomponía como podía, aún aturdida por el sensacional orgasmo que acabábamos de disfrutar juntos.

El espejo del lavabo estaba empañado. Recogí del suelo mi camisa y sus braguitas y me guardé en el bolsillo el inútil consolador, aún mojado por sus fluidos. Frank se puso las bragas e intentó peinar su media melena despeinada. Mientras yo me metía la camisa en los pantalones, me miró con la cara más pícara que he visto en mi vida, como la de un niño que acaba de hacer una trastada y salimos de allí riéndonos, cogidos de la mano.

—¿Sabes que el aparatito ese es unisex? —me susurró al oído.

La miré asombrado y ella rio iluminando mi vida una vez más. La besé con suavidad en los labios. Había sido un polvo estupendo, de esos urgentes y peligrosos tan nuestros, pero, aunque aliviados, yo aún quería amarla más, despacio, en otro lugar más cómodo y privado.

Un puñado de esperanzas 3

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