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Capítulo 1 She’s A Lady
ОглавлениеAstoria, Queens, finales de mayo de 2030
Frank se miró en el espejo que adornaba una de las paredes del salón de nuestra casa y bufó de frustración un par de veces, pellizcándose las mejillas.
—¿Qué pasa, amor? —pregunté quitándome las gafas para leer, dejando de ojear un libro, medio aburrido y obviando todo lo que había tardado en decidir qué ponerse.
—Creo que dentro de poco pareceré una pasa —dijo haciendo un puchero.
Me levanté del sofá Chester y me acerqué a ella, que continuaba frente al espejo con un mohín de disgusto y la rodeé con mis brazos. En el plato de vinilos sonaba un viejo éxito de Tom Jones, She’s A Lady.
—Una pasa preciosa —dije retirándole el pelo para besar su cuello y aspirar su aroma.
—¡No te burles, Mark!
—No lo hago. Apenas tienes arrugas, no exageres —le dije con ternura—. Yo sí que estoy arrugándome. ¿Lo ves?
Era cierto, tenía patas de gallo, el entrecejo marcado y los rasgos más afilados. Ella observó mi reflejo en aquel espejo con marco dorado envejecido, la última sugerencia decorativa de Pocket para nuestra casa y se apoyó en mí. Pude sentir el calor de su cuerpo a través de la ropa.
—Los hombres siempre tenéis el recurso machista de decir que sois «maduritos atractivos». Con nosotras no hay piedad. En breve seré invisible —suspiró—. Pero da igual. No pienso dedicar todas mis energías a evitar algo que es cuestión de tiempo y ponerme bótox hasta parecer una esfinge y no poder ni reír por miedo a mearme encima.
Reí con el comentario y la apreté un poco más contra mi cuerpo haciéndola sentir mis músculos a conciencia. Tenía toda la razón, como siempre.
Yo me mantenía en forma boxeando en el gimnasio de Joe, como siempre. Bueno, sí he de ser sincero, más que en forma. Me encontraba muy bien para mi edad, no es por presumir.
Soy de natural delgado y musculoso, pero había empezado a cuidarme bastante más en cuanto a la comida porque en mis análisis médicos del año anterior había salido que tenía alto el colesterol y Frank no me dejaba bajar la guardia.
«Quiero tenerte en perfectas condiciones sexuales hasta al menos dentro de otros cincuenta años, chéri. Ya sabes que una buena circulación de la sangre lo es todo en cuanto al miembro masculino se refiere», me decía.
En cuanto a ella…, Frank siempre estuvo a otro nivel. Ya lo decía Tom Jones, era una dama, tenía estilo. Ella era guapa, con una belleza elegante, distinguida, simplemente lo era. No solo por su físico. Seguía teniendo un cuerpo bello y absolutamente deseable, pero para mí era hermosa por sus pecas, su nariz chata y respingona, sus deliciosos labios cuando sonreía, sus ojos del color del caramelo y sobre todo por su inteligencia y su personalidad apasionada. Y porque era mi Frank y me hacía unas felaciones gloriosas, lo reconozco. Continuaba siendo ella, ingeniosa, divertida, dulce, vibrante de entusiasmo en todo cuanto hacía o decía y eso era lo que realmente la convertía en alguien tan atrayente. Era sincera y leal a pesar del tiempo, del dinero y de ser la gerente y principal inversora de la Academia de Artes Escénicas Charmaine Moore.
—Eres hermosa, con arrugas y sin ellas, y siempre lo serás, amor. Eso no lo puede cambiar nada, ni todo el tiempo del mundo, y nunca serás invisible para mí.
—Tu tampoco estás tan mal para tus cuarenta y siete años, chéri —sonrió.
Frank se giró para rodearme el cuello con sus brazos y yo la besé con suavidad en los labios. Después tomé su rostro entre mis manos y lo observé en silencio durante unos preciosos segundos. Tenía unas graciosas marcas de expresión en los ojos cuando sonreía. Lo hacía mucho y siempre he querido pensar que gracias a mí. Sus ojeras estaban más marcadas, sus mejillas menos redondeadas y ya tenía algunas canas que se empeñaba en teñir, pero no tantas como yo, que ya las lucía generosamente en las patillas.
Ella también intentaba mantenerse en forma con algo de pilates, yoga o nadando, pero su personalidad la incapacitaba para ser constante y, aunque su cintura no hubiese vuelto a ser la misma después de tres embarazos, a mí no me importaba en absoluto porque seguía teniendo un trasero que me volvía loco, su piel era igual de suave y continuaba estremeciéndose del mismo modo espectacular cada vez que la acariciaba.
Creía conocerla perfectamente, aunque siempre lograba sorprenderme de cuando en cuando, a pesar de llevar veinte años juntos, pero en aquel momento, gracias al conocimiento mutuo y la intuición que da la convivencia, pude darme cuenta de aquel malestar suyo.
—Nena… ¿Todo esto no será por tu próximo cumpleaños?
—La verdad es que sí —resopló—. Ahora mismo no tengo ninguna gana de cumplir los cuarenta.
Volví a reír abrazándola con fuerza.
—Pensé que era yo el único anticelebraciones. A ti siempre te han encantado las fiestas de cumpleaños, los bautizos y las bodas —bromeé para ponerme serio de pronto—. Te aseguro que cuando tengas noventa años seguiré deseándote igual que ahora.
Se lo dije sabiendo que cada palabra era real y la besé en el cuello suavemente. Frank ronroneó y yo le rodeé la cintura y la atraje hacia mí.
—¿Con noventa años crees que lo seguiremos haciendo? —sonrió.
—Estoy seguro. Con las mismas ganas de siempre —le dije al oído.
Mis caderas se pegaron a las suyas y noté cómo respiraba hondo, lo bastante como para que sus senos rozaran mi pecho haciendo que mi pelvis se balanceara hacía adelante y rozara la suya suavemente. Ella se frotó contra mi cuerpo y seguí el compás de sus movimientos, casi imperceptibles. Tomé sus manos y enredé mis dedos en ellas para mantenerlas bajas, a cada costado de su cuerpo, y pegué mi frente a la suya sin dejar de mirar sus ojos. El balanceo de nuestros cuerpos persistía haciéndome sentir en el estómago aquel calor pesado y profundo del deseo. Continuamos así, casi sin menearnos, y noté un leve estremecimiento en Frank que se propagó hasta mi cuerpo e hizo que el mío se contagiase del suyo y que la piel se me erizase. Mis dedos apretaron los suyos y sentí su mano con fuerza contra la mía.
—Se me están quitando las ganas de salir —susurró en mi boca haciendo que sintiese sus palabras sobre mis labios.
—Pero se lo habíamos prometido a Pocket y ya estás preparada… por fin —reí con una de mis socarronas sonrisas torcidas.
Frank me propinó un codazo en el costado haciéndome reír con más fuerza.
—Está bien, saldremos —dijo—. Me da pena que Jalissa haya decidido pedir el divorcio al final.
—Sí, a mí también. Pensé que cambiaría de opinión —suspiré acariciando sus dedos enredados entre los míos—. El pobre Pocket está hecho polvo. No levanta cabeza.
—Pues ella está genial. Más guapa que nunca. La vi muy bien el otro día, cuando comimos juntas. Hablamos de su nuevo trabajo y me dijo que… bueno, que había comenzado a salir con alguien. Solo para ver qué tal, aún no es nada serio, pero creo que es mejor que no le digamos nada a Pocket.
—¡No, claro! —resoplé imaginando el drama que podría montar mi amigo—. Si se entera se va a deprimir aún más. Lo está llevando fatal. Hace más de un año que se separaron y no lo supera. Por eso tenemos que salir a animarlo un poco.
—Me da pena, por los dos. Y por Jewel y D’Shawn.
Asentí sin dejar de acariciar sus dedos.
—Pocket dice que Jalissa le dijo que ya no estaba enamorada y que no quería conformarse. —Frank asintió.
—A nosotros no nos pasará eso, chéri. Estoy segura —dijo alzando mis manos hacia su cintura para que la abrazara.
—No, amor, nunca. Lo que tú y yo tenemos es especial —dije acariciándola.
—Lo sé —susurró Frank pegando su vientre al mío.
No lo decía por decir. Lo creía sin duda alguna. Habíamos pasado por muchas cosas juntos, sobre todo los diez primeros años de nuestra vida en común, con aquel par de dolorosas separaciones por causa de la difunta amiga de la familia Sargent, Patricia Van der Veen. La siguiente década, criando a nuestros hijos y ocupándonos de la academia, pasó a toda velocidad y, aunque agotadora, había sido maravillosa. Tal vez esos primeros años de dificultades, de luchar para mantenernos unidos, era lo que había logrado hacer que nuestra unión fuese tan sólida. El mismo Pocket me lo había dicho una vez, hacía bastante tiempo, que nosotros no éramos como Jalissa y él, que teníamos algo diferente, un vínculo indestructible que el paso del tiempo no podía romper. Y era cierto. Todo podía cambiar a nuestro alrededor, pero no nuestro amor, el que hacía que sintiésemos esa pasión el uno por el otro.
La estreché con fuerza contra mis caderas y ella me acarició el pecho suavemente, bajando y subiendo sus manos de mis pectorales hasta más abajo de mi ombligo, demorándose en esa zona tan sensible. Notaba su tacto a través de la camisa, caliente sobre mi piel. Suspiré con fuerza y ella sonrió con picardía.
—Estás dispuesta a que lleguemos tarde, ¿verdad? —susurré ronco por culpa de mi más que evidente excitación.
—¿Uno rapidito antes de cenar? —sonrió mientras comenzaba a enredar con mi cinturón.
No pude más y la tomé por la nuca con un gruñido animal de asentimiento para acercar su boca a la mía con fuerza. Frank tomó mis labios con avidez y me dejé arrastrar por su lengua y su aliento caliente y húmedo. Mis manos se aferraron a su trasero apretándolo con firmeza. Ella ya había conseguido soltarme el cinturón y yo ya estaba subiéndole la falda hasta la altura de la cintura entre risas, mientras nos acariciábamos y besábamos ansiosos cuando se oyó un portazo y una exclamación de asco.
—¡Oh, por favor! ¿No podéis hacer eso en… en otro momento o en otro lugar? —dijo Charlotte, nuestra hija mayor.
Nos soltamos rápidamente. Frank no pudo evitar una risita antes de ponerse sería mientras yo intentaba guardar la compostura, descamisado y rojo como un tomate.
¿Cómo íbamos a explicarle a nuestra hija lo mucho que a su madre y a mí nos gustaba hacer el amor? Simplemente, no podíamos.
—No te esperábamos, chérie. ¿No ibas a ensayar con D’Shawn y Jewel en el garaje de Pocket? —preguntó Frank aún aferrada a mi cintura.
—¿Y vosotros no ibais a salir a cenar con Pocket? —dijo Charlotte con cara de pocos amigos.
—Contesta a tu madre… —le reprendí con suavidad mientras Frank se recomponía la ropa.
Charlotte resopló antes de comenzar:
—D’Shawn se ha enfadado con Jewel porque, según él, estaba tocando fatal la batería. Yo le he dado la razón a ella porque el que estaba perdiendo el compás era él y me estaba haciendo cantar a destiempo, y D’Shawn se ha enfadado con nosotras dos por llevarle la contraria y ponerle en evidencia —dijo nuestra hija dejándose caer en el sofá del salón exasperada por nuestras miradas de estupor—. Parecéis dos adolescentes salidos, ¿lo sabíais?
—Estamos casados y en la intimidad de nuestra casa, hija —dije intentando parecer un padre serio y responsable.
«Lo de intimidad es mucho decir», pensé. Me volví a mirar a Frank, que intentaba no reírse. Charlotte puso los ojos en blanco.
—Comportaros un poco. Al menos delante de mí.
—Lo hacemos —refunfuñé.
—Sí, como la semana pasada, que os pillé en este mismo sofá en… en cueros y… ¡Oh, por favor! No quiero recordar eso ni estar aquí sentada.
Y se levantó para tomar asiento en una butaca, mirando el sofá con aprensión.
Carraspeé. Nuestra hija de casi dieciséis años nos había sorprendido haciendo el amor en el sofá Chester y desde entonces no nos podía mirar a la cara ni sentarse en aquel lugar de la casa sin resoplar como si fuese una dama del Ejército de Salvación. En nuestra defensa diré que no estábamos completamente desnudos, pero lo suficiente para lo que interrumpió.
—¿No deberías estar en el apartamento de Charlie, con tus hermanos? —preguntó Frank.
—No necesito ninguna niñera —respondió Charlotte.
Mi madre se había comprado un apartamento con vistas a Central Park para pasar tiempo con sus nietos. Durante años los había cuidado y consentido y nos había proporcionado múltiples momentos de intimidad a Frank y a mí. Pero Charlotte ya no era ninguna cría, aunque yo me empeñase en negarlo y Korey, a sus casi once años, estaba a punto de dejar de serlo. Solo la pequeña Valerie, a la que habíamos llamado así por una canción de Amy Winehouse, mantenía intacta su ilusión por las cosas de niños.
—Sí que la necesitas —repliqué.
—Ya soy mayor.
—¡Mayorcísima! —dije con sarcasmo.
—Mark… —me reprendió Frank con dulzura.
Ella era consciente de que Charlotte y yo éramos muy parecidos, cabezotas y orgullosos y que enseguida saltaban chispas. Por eso, en cuanto podía frenaba nuestras disputas para que no acabásemos enzarzados en una discusión. Aunque no siempre lo lograba.
Pero en aquel momento yo no tenía ganas de discutir, así que hice un esfuerzo y suavicé mi tono.
—Anda, hija, llama a tu abuela y dile que te quedas aquí para que no se preocupe. Nosotros nos vamos ya —dije.
—De acuerdo… —gruñó Charlotte, frunciendo el ceño de la misma forma que yo para acto seguido esbozar una sonrisa torcida marca Gallagher—. ¡Pasadlo bien!
Negué con la cabeza mientras Frank posaba la mano sobre mi hombro.
—Has estado muy comedido, chéri. Sé lo que te cuesta, así que… enhorabuena —dijo besando mi mejilla
—¡Qué remedio me queda! —sonreí justo cuando salíamos por la puerta.