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Capítulo 9 Umbrella

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Mi madre había dejado que Charlotte se quedara en su casa a cambio de que nuestra hija se apuntase a clases de teatro. El curso con uno de los mejores coach de todo Hollywood consistía en clases de interpretación, danza, expresión corporal, música, historia del teatro, literatura y un montón de asignaturas que yo estaba seguro de que a mi hija le parecerían tediosas e innecesarias.

Tenía las mañanas hasta media tarde ocupadísimas y pronto comenzó a quejarse de su apretada agenda, como aquella mañana, durante el desayuno.

—Quien algo quiere, algo le cuesta, Charlotte —le dijo su abuela.

—Sé lo que duro que es. Tienes que desearlo mucho y ser constante y, aun así, puede que no lo logres —dijo Frank.

—Pero tú siempre has dicho que no lo deseabas lo suficiente —dijo Charlotte con expresión desafiante.

—Es cierto, deseaba más otras cosas —dijo mirándome a los ojos. Bajé la cabeza sonriendo algo avergonzado mientras me tomaba el café del desayuno—. Y me encanta dirigir la academia, no lo cambiaría por nada.

—Y lo haces de maravilla —asentí.

—Pero no sé para qué tengo que estudiar tanto. Lo que necesito es una oportunidad, un papel —rezongó nuestra hija con cara de sueño.

—Enseñé tu book a varios conocidos y me han ofrecido alguna cosa, pero no he aceptado ninguna —dijo mi madre sirviéndose más café.

—¿Por qué no? —aulló Charlotte.

—Charlotte… —la regañé con suavidad, pero serio.

—La primera opción era un espectáculo para una cadena de series de adolescentes. Pero el problema es que lo produce un pederasta despreciable. La segunda opción era para Disney.

—¿Para Disney? —dijimos los cinco a la vez.

—Sí, para otra serie familiar. Ni hablar. Ya sabéis cómo acaban todas las niñas Disney.

—¿Y la tercera? —preguntó Valerie.

—La tercera era la menos mala. Ser la «novia» del nuevo Efron.

—¿Cómo? —pregunté asombrado—. Pero si Charlotte ni es mayor de edad.

—Eso no les importa en Hollywood. Nunca les ha importado —sonrió mi madre.

—Pues a mí me parece la peor —dije asqueado.

—No lo es. El chico es gay y un verdadero encanto, la trataría como a una reina y serían amigos, pero no quiero que mi nieta sea conocida como «la novia de», eso a la larga perjudica a las actrices.

Frank asintió sonriendo. Korey y Valerie, a los que no debía de interesar mucho lo que estábamos hablando, se levantaron de la mesa para dejar sus platos en el fregadero.

—A mí también me ofrecieron un trato así una vez, pero no lo acepté —dijo robándome una tostada que acababa de untar con mermelada

—No me lo habías contado —dije asombrado.

—No hizo falta. Ni me lo planteé.

—¿Y por qué no lo hiciste, mamá? —preguntó Charlotte.

—Lo hace muchísima gente, no les culpo. Hay gente que oculta su identidad sexual para poder conseguir un determinado perfil y, por ende, trabajo. Se trabaja mucho para llegar a ser algo y lamentablemente el ser gay aún hoy en día cierra puertas.

—Sí, tu madre tiene razón —dijo Charlie. Es muy difícil hacerse un hueco si no sigues el viejo juego de la industria. Los hombres deben ser solteros, heterosexuales y promiscuos. Las mujeres jóvenes, deseables y disponibles si están empezando. Después se las critica por lo mismo que primero se las alababa, por ser demasiado libres y sexys —dijo mi madre.

—Charlotte, yo estaba con tu padre y no quería fingir o escondernos. Al final tuve que hacerlo por otros motivos, pero esa es otra historia

—¿Qué historia? —preguntó nuestra hija mayor.

—Te la contaremos algún día —sonreí mirando de reojo a Frank.

—Fue hace mucho y no me arrepiento en absoluto.

Miré a Frank con devoción y me encontré con los ojos de nuestra hija fijos en nosotros.

—Si te sirve de consuelo, no tienes ningún papel, pero sí una fiesta de presentación coincidiendo con tu cumpleaños.

—¡Abuela, eres genial! —dijo Charlotte levantándose a abrazar a mi madre.

—Aquí no puede ser porque está todo patas arriba —pensé en voz alta.

—¿Y dónde será? —preguntó Charlotte.

—En casa de Jacob Fisher —dijo mi madre.

—¿De tu abogado? —pregunté.

Me acordaba de Jacob Fisher, el abogado experto en divorcios de estrellas de cine que nos había asesorado a Frank y a mí para poder escapar de las garras de la difunta Patricia Van der Veen y de su empeño en separarnos de Charlotte cuando aún era muy pequeña. Recordar a aquella perversa mujer me puso los pelos de punta, como si estuviese invocando a su espíritu condenado para que volviese de entre los muertos a poner patas arriba nuestras vidas una vez más.

—Nos presta su jardín sin problemas. Es abogado de las estrellas. Tiene una mansión mucho más grande que la mía —dijo mi madre sarcástica.

La fiesta en casa de Fisher fue el gran acontecimiento del verano en Hollywood. Charlotte fue agasajada por sus dieciséis años con una gran celebración en la que estuvo un famoso DJ europeo, una orquesta, acróbatas del Circo del Sol y hasta fuegos artificiales. Mi madre no reparó en gastos y decidió invitar a los mejores productores musicales del momento.

Fuimos recibidos por el anfitrión y su recién estrenado marido, al que como buen abogado le había impuesto severas clausulas prematrimonial que Charlie comentó con su ironía habitual.

Las tres estaban preciosas. Frank, Charlotte y mi madre se habían decantado por sendos vestidos de noche de Elie Saab. Charlotte en corto y con colores fuertes y lentejuelas, mi madre en verde, su color, en un modelo que ella denominó drapeado tipo túnica romana. Frank estaba espectacular con un vestido color azafrán, vaporoso, adornado con pedrería y que casi era tan bonito como ella.

—¡Vaya con Fisher! —dije mirando a mi alrededor.

El jardín en terraza era espectacular con una escalinata que terminaba en una gran pérgola presidida por una inmensa fuente de estilo italiano con estatuas, todo muy años 20. Parecía la casa del mismísimo Gatsby. Los jardines estaban iluminados con luces estratégicamente colocadas y la música invitaba a bailar.

—Tu madre tenía razón. Tiene una de las mejores mansiones de Beverly Hills —dijo Frank.

—A la vista está. Aunque creo que demasiado ostentosa para mi gusto —dije tomando a Frank de la cintura.

—Nunca me pareció un tipo austero —sonrió Frank.

A la fiesta acudió medio Hollywood. El evento era perfecto para ser visto e intentar escalar puestos en la lista A. Había productores, directores, críticos de cine, periodistas de la prensa especializada y lo más importante de todo: fotógrafos. Mi madre se ocupó de que nadie se quisiera perder el debut de Charlotte y, claro está, una buena foto de la debutante para mostrar en redes sociales.

Nuestro anfitrión se acercó a charlar un rato con mi madre. Pronto se pusieron a despellejar a medio Hollywood.

—El pobre actor estrella de la competencia está perdiendo pelo. Lástima, es tan guapo… —suspiró Fisher.

—Todo lo que tiene de guapo lo tiene de idiota, pero no es mala persona. Necesita un implante con urgencia y un nuevo equipo de relaciones públicas que no le haga parecer ridículo —apuntó mi madre—. Y un trabajo. Después de salir de su retiro nadie le llama. Está asustado, no quiere volver a Inglaterra con el rabo entre las piernas. Tal vez le ofrezca algún papel.

—Retiro… —rio Fisher—. Todo el mundo sabe que se bebía hasta el agua de los floreros. Es triste.

—Sí, hace una década era estupendo, pero ha perdido la confianza en sí mismo. El mentir tiene consecuencias. La gente acaba por darse cuenta.

—Lo único que falta en tu fiesta son las señoritas de compañía que suelen pulular en todos los saraos —bromeó Fisher mirando a su alrededor.

—Ya sabes que a mí no me gusta promover la trata de mujeres, ni las «novias» falsas como al resto de productoras, Jacob. Es algo que nunca he hecho.

—Y por eso te miran mal aún, Charlie.

—Lo sé —dijo con una sonrisa irónica—. El cinismo después de la era del Me Too es mayor que nunca.

Nosotros escuchábamos aquel diálogo como unos indiscretos entrometidos, entre curiosos y divertidos, dándonos codazos ante las confidencias de mi madre y Fisher.

—Hablando de cosas falsas… Mira a esos dos. Es el matrimonio menos creíble de la historia de Hollywood —dijo Fisher bajando la voz—. A él le conoce mi marido Enrique por un amigo que tienen en común. Está seguro de que le roba las bragas.

—Me lo imaginaba —dijo mi madre con una sonrisa de suficiencia—. Ella necesita parecer una actriz seria y es una esnob. Quiere ser la nueva Kate Blanchett, pero no lo va a conseguir, así no. Es de dominio público que tiene un lío con su coestrella en esa serie de la competencia.

—Le voy a ofrecer mis servicios. Seguro que en breve tendremos divorcio.

—No te quepa duda —asintió Charlie.

—No pongas esa cara, Mark. Esto es Hollywood. Siempre fue así y lo seguirá siendo —dijo Frank.

—La ambición se paga siempre —dijo Fisher.

—Es que estoy estupefacto.

—Vosotros también tuvisteis vuestro momento hollywoodiense cuando os acosaba aquella bruja —dijo Fisher.

—Definitivamente, no quiero que mi hija sea actriz. Creo que todos son una panda de neuróticos narcisistas mentirosos —le susurré al oído a Frank.

La cena fue estupenda, con un menú creado por uno de los mejores chefs de Los Ángeles. Charlie comentó que su equipo había preparado la cena de gala de los Óscar de aquel mismo año. A los postres, Frank y yo nos levantamos de la mesa para saludar a algunas amistades de mi madre.

Al regresar con Frank a nuestra mesa me quedé absorto por un momento, mirando a nuestros hijos. Korey y Valerie estaban disfrutando de un par de copas de helado. Era un poco tarde para ellos y lo más seguro es que aquel inmenso helado les produjese indigestión, pero la noche del debut como cantante de su hermana era un gran día para toda la familia, así que no quise pasarme de responsable.

Charlotte disfrutaba de la música en directo, atenta a las actuaciones del grupo de acróbatas del Circo del Sol mientras nosotros bailábamos agarrados algún viejo éxito. Quedaba poco para que el famoso DJ la llamase al escenario para que actuase por primera vez delante del público. Se acercó a donde sus hermanos y tomando a Valerie de las manos se puso a bailar con ella un conocido y espantoso éxito del momento, mientras Korey daba cuenta de su segunda copa de helado en silencio. Miré a mis hijos y suspiré casi emocionado. Aquellas tres personitas maravillosas que jamás pensé que tendría y por las que en una ocasión casi había dado la vida, eran mi verdadero orgullo, el único junto con Frank.

—Quisiera verlos siempre así, como ahora —dije en voz baja.

—Pero tienen que crecer, chéri —dijo Frank acariciando mi espalda con ternura.

—Lo sé. No es el hecho de que crezcan lo que me preocupa.

—¿Qué es entonces?

—Que sufran. Que la vida les haga daño.

Frank me rodeó la cintura con sus brazos y besó mi mejilla. En ese momento el afamado DJ comenzó a anunciar la actuación estelar de la noche que no era otra que la de Charlotte. Los cuatro nos acercamos junto con Charlie a las primeras filas entre el público, frente al escenario. Nuestra hija ya se había acercado y subía decidida a encontrarse con la banda compuesta tan solo por ella y otras dos chicas con un par de guitarras españolas.

—Está nerviosa —dije sin dejar de mirar a Charlotte.

—No tanto como tú —dijo Frank aferrando con fuerza mi mano—. Respira hondo, lo va a hacer genial.

—Lo sé, estoy seguro. Ha salido a su madre —sonreí con la vista fija en el escenario.

Se colocó delante del micro y carraspeó dos veces antes de comenzar.

—Esta canción está dedicada a la lluvia de Nueva York. Porque te dije que estaría siempre aquí, dije que siempre sería una amiga. Hice un juramento y lo mantendré hasta el final —dijo Charlotte y su voz casi se le quebró al terminar de hablar, pero se repuso inmediatamente—. Y papá, la próxima vez sí habrá piano.

Sonreí levantando la mano para saludarla, con un nudo en la garganta y el orgullo sin caberme en el pecho.

—¿Necesitas un babero? —bromeó Frank rozando mi cadera con la suya.

Reí aceptando la realidad, la tomé por la cintura y besé su pelo.

Charlotte comenzó a cantar a capella con aquella voz dulce y a la vez tan profunda, con un timbre parecido al de Frank y se sumergió inmediatamente en la canción de Rihanna, Umbrella, como si no hubiese nadie a su alrededor. El asma había desaparecido hacía varios años y aunque aún sufría de molestos ataques de rinitis su voz no acusaba sus primeros años con constantes crisis de tos y falta de aire.

En realidad, su afición por cantar había sido en parte debida a su condición de asmática. El pediatra le había recomendado clases de canto para que sus pulmones tuviesen una mayor fortaleza.

Recordé las innumerables veces que de niña cantó conmigo acompañándole al piano. Había logrado que tuviese un buen gusto musical, que le gustasen canciones antiguas, de otras épocas, el jazz, la ópera, como a su madre y a mí. Charlotte sentía cada nota y para ella era como respirar. Y al verla allí, sobre el escenario me di cuenta de que verdaderamente tenía un don.

Y terminó aquella delicada versión acústica con el estribillo:

Está lloviendo

Oh, nene, está lloviendo,

nene, ven aquí conmigo,

ven aquí conmigo,

está lloviendo,

oh, nene, está lloviendo.

Justo en la última frase, una lágrima resbaló por su mejilla y Charlotte se la retiró con la mano, con rapidez y rudeza. Ese reparo en mostrar sus emociones era mío y la ternura cálida y amorosa cuando bajaba la guardia era de su madre, pensé.

Los aplausos fueron atronadores. Había enamorado al público con tan solo su voz y el sonido de un par de guitarras. Nosotros no podíamos dejar de aplaudir, me dolían las manos mientras gritaba bravos a Charlotte, que avergonzada por mis efusivos alaridos me hacía señas para que me callara mientras el DJ le entregaba un enorme ramo de rosas blancas, sus favoritas.

Frank me miraba entre divertida y emocionada. Mis hijos pequeños corrieron a abrazar a su hermana, que ya bajaba del escenario junto con mi madre, que también se retiraba una lágrima furtiva.

Después de la actuación, Charlotte, que por culpa de los nervios no había podido cenar nada del exquisito menú que Fisher había mandado servir, se retiró a las cocinas a comer algo. Charlie estaba cansada y llamó a John, su guardaespaldas y chófer, un tipo malcarado, rapado, como un armario de grande que llevaba al servicio de mi madre desde después de la Primera Guerra del Golfo, y se marchó a casa con Korey y Valerie, que se morían de sueño, aunque no quisieran reconocerlo. A Charlotte la dejamos quedarse un poco más con la condición de que tendría que irse a casa de su abuela en cuanto John regresase para acompañarla. Ella también acusaba ya el cansancio por culpa de los nervios que había pasado. Ya lo habíamos pactado con el exmarine; aparecería de nuevo por la casa de Fisher a una hora prudencial. Charlotte, muy a regañadientes, aceptó a cambio de que la dejásemos salir alguna noche a cenar al Nobu de Malibú, al Soho House o al Chatteau Marmont. Aquel último fue descartado de inmediato por su fama de lugar de perdición hollywoodiense. Nuestra hija se quejó amargamente alegando que con tan férrea protección paterna le iba a ser imposible hacer amistades en Los Ángeles. Frank y yo concluimos que lo hablaríamos con más calma al día siguiente.

Tras aquel pequeño tira y afloja, Charlotte se mimetizó con el ambiente, bailando los pegadizos temas del carísimo DJ europeo.

—No me gusta nada esta música —me quejé.

—La verdad es que es un poco repetitiva —dijo Frank.

Resoplé para no tener que decir lo que realmente opinaba del DJ y su sesión de ruidos.

—Me estoy aburriendo. ¿Qué te parece si…?

—¿Sí? —preguntó Frank atenta a mi silencio repentino—. ¿En qué estás pensando exactamente, Gallagher?

Miré a Frank de arriba abajo con una mezcla de codicia y lujuria.

—Bueno… me estoy acordando de una fiesta de la que escapamos hace muchos años. Tú estabas, preciosa, igual que hoy y yo tenía muchas ganas de estar a solas contigo y… —dije en voz baja, acercándome despacio, acariciándola con mis palabras sabiendo que eso la haría encenderse.

—¿Y? —sonrió mordiéndose el labio.

—Y de hacerte de todo muy lento, durante toda la noche, hasta el amanecer. Hoy también tengo esas mismas ganas, nena.

Lo dije pegado a ella, tomándola por la cintura.

—Yo también, chéri.

Acaricié el hueco de detrás de su oreja con la punta de mi nariz y enganché su lóbulo levemente con mis dientes. Frank ronroneó retorciéndose contra mi cuerpo y supe que era el momento de largarnos.

Un puñado de esperanzas 3

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