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Sueño suspendido

Ignacio C. Sierra

Supongo que lo más terrible que te puede pasar nada más despertar es saber que tienes una muerte casi asegurada. Todos morimos, algún día. Al comenzar la misión, la esperanza de vida en el país de un varón de mi nivel de ingresos era de noventa y cinco años. Simplificando aquí y allá —para algo soy ingeniero— la probabilidad de que una mañana me levantase por última vez rondaba un 0.0024%. Eso me permitía abordar el día sin pensar constantemente en preparar un memorable epitafio para mi lápida, aunque nimiedades como recoger tarde a mis hijos del colegio cobraban una relevancia desproporcionada. Si el porcentaje hubiera sido un 100%, por supuesto habría condicionado mi —último— día. Modelando la angustia como una función continua, el Teorema de Bolzano garantiza que hay al menos una probabilidad donde la muerte se convierte en tu principal preocupación. Dudo cuál habría sido ese porcentaje.

Siempre he sido un tipo con mala suerte. Mis tostadas no solo caían del lado de la mermelada, sino que, además, lo hacían sobre la cucharilla de mi taza del café y lo catapultaban para crear chorreantes manchas sobre el único cuadro que valía algo de mi salón, que además era de mi mujer. Mucha, mala, suerte. Si me tocaba algo en la feria, prefería el bolígrafo al sobre sorpresa. Mientras mis amigos tenían planes be por si algo salía mal, yo tenía hasta planes zeta. Si me hubiesen preguntado hace pocos años, habría dicho que, más allá del 1% de posibilidades de morir, mi día sería un infierno.

Y ahora sabía que, cuando despertase, ese porcentaje se acercaría al 40%.

Abandono mi sueño centenario aguijoneado con una descarga eléctrica que dura varios segundos. Esa descarga se propaga por el gel criogénico y penetra por cada uno de los poros de mi piel, por mis oídos, por mi boca, llena mi tráquea, activa los alveolos. Acciona mis atrofiados músculos, que se tensan poniendo a prueba la descalcificación de mis huesos. Grito. Grito como si infinitas pirañas estuviesen clavando sus afilados dientes en cada célula de mi cuerpo y retorciendo sus fauces intentando descomponerme desde mi propio interior. El gel es denso, el sonido apenas llega a mis oídos como un débil lamento y, por supuesto, no puede escapar de la cápsula que me preserva. Sé que la descarga detiene los nubots que han mantenido vivo mi organismo durante la inactividad de estos siglos y enciende otros que lucharán contra ese 40% de posibilidades de morir al despertar del estado de criopreservación en este viaje espacial.

Por fin la descarga para, las pirañas desaparecen y noto un latido. Un pequeño big bang en mi pecho, un volcán dormido cuya erupción llena de magma candente mis arterias, y ardo. En los últimos minutos mi cuerpo ha experimentado un diferencial térmico de más de doscientos grados y, aunque yo todavía estaba detenido, mis tejidos lo recuerdan y se retuercen, vibran, se dilatan. Me siento como una nuez empapada, llena de mil millones de hormigas rojas frenéticas peleando entre ellas y mordiendo la cáscara buscando una salida.

Una vez, de pequeño, me levanté gritando, pataleando, golpeando mi colchón, implorando que alguien viniese en mi ayuda. No podía abrir los ojos, no sabía qué me ocurría. Me imaginé ciego para el resto de mis días, con las pestañas fusionadas, acartonadas, con un bastón blanco, solo, atrapado en mi oscuridad. Escuché la puerta de la habitación abrirse y la tibieza de la voz de mi madre. Tras tranquilizarme, desapareció, dejándome de nuevo aislado de la realidad. Al poco tiempo volvió con una toalla empapada de agua caliente y me limpió las legañas que, resecas, habían sellado mis ojos. La recuerdo abrazándome, secándome las lágrimas, diciéndome que todo estaba bien, que no hay oscuridad que dure para siempre.

Abro los ojos con la duda de quien lleva con ellos cerrados una noche de más de doscientos años. El gel había impedido que se formase un candado de legañas y no necesité a mi madre esta vez, solo la fuerza de voluntad para atreverme a ver el futuro. Si las glándulas lagrimales hubiesen tenido tiempo de despertar, habría llorado con la emoción de ver la estrella binaria objetivo de nuestro viaje. Allá, Sirio, ladrándome desde la constelación Canis Maior, moviendo el rabo, vibrando ante la llegada de Agni Kalpa con su nuevos dueños. La nave forma un triángulo isósceles con las dos estrellas blancas que la componen, y pienso que, si pudiese trazar una línea recta de más de ocho años luz, ahora mismo estaría alineado con Giza, en Egipto. De la base del triángulo nos separan cuarenta unidades astronómicas. Allá, las dos esferas en medio del vacío. Ni rastro de Sirio C, la hipotética enana roja con la que algunos especulaban. Aquí, tras el cristal de la cubierta de la nave, tras el vidrio de la cápsula, las dos esferas de mis ojos que, tras haber disfrutado del primer paisaje del espacio exterior, se acostumbran a ver a través del gel y analizan la situación actual.

Veo que el indicador de estado no está en verde, ni siquiera en amarillo, y es en ese momento cuando me arrepiento de haber perdido unos valiosos segundos antes de ponerme manos a la obra.

La silueta de mi mano se dibuja a contraluz sobre el brillante rojo que indica que algo va mal, muy mal. Como un automatismo, las lecciones aprendidas durante el entrenamiento para la misión vienen a mi mente nítidas. El eyecom, mi única prenda, se activa. Yo no debería haber sido despertado como los lagartos flotando en líquido para embalsamar en los botes del laboratorio de ciencias, en una cápsula cerrada e inundada. Debería haber seguido dormido ya fuera del líquido. Los tubos a los que estoy conectado deberían haberme nutrido y sedado, los nubots estabilizado y solo cuando mi cuerpo hubiese estado preparado para el trabajo ser despertado. Quizá los medicamentos que me debían proteger del dolor y mantenerme dormido se hayan estropeado a lo largo del viaje o su bombeo apagado o la temperatura de la nave no haya sido suficientemente constante. Quién sabe. Si llegar a la luna se comparaba con hacer hoyo con una pelota de golf de un golpe desde Nueva York a París, conseguir llevar a una tripulación de humanos criogenizados a Sirio era como conseguir atravesar los arcos de la Torre Eiffel, rebotar en la Torre de Pisa para, aprovechando el ángulo, llegar a la Gran Muralla y rodar desde Heita hasta el pequeño vaso en el que el mendigo Chang Li recoge limosna junto a un puesto de fideos. Ahora mismo yo soy esa pelota, rebotando en los bordes del vaso, a punto de salirme tras la infinidad de carambolas para traerme hasta aquí.

La presión del gel expandiéndose al haber ganado temperatura es lo primero que tengo que abordar. Mis costillas se marcan tras el pellejo en el que me he convertido y las noto cediendo, doblándose hacia dentro porque todavía mis pulmones están vacíos. El primer paso del procedimiento de emergencia que me aparece en el eyecom es activar la burbuja de oxígeno, mi límite de la apnea inicial se acerca veloz.

Sin apenas nutrientes, en este estado, mover las extremidades supondría un esfuerzo hercúleo. El gel me mantiene suspendido y vencer su resistencia exigiría una energía que no tengo. El eyecom está en modo emergencia y activar la burbuja es una de las opciones más al alcance con el control ocular. Al menos eso sigue funcionando. La miro, invierto mi último impulso en abrir el ojo aún más y al hacerlo consigo activar esa opción. Noto activarse el implante de emergencia alojado en mi tórax. Tras un silbido, mis pulmones se hinchan como un airbag. La tercera ley de Newton no perdona y el llenado explosivo me empuja al fondo de la cápsula. Mi piel, hipersensible por el gel, parece resquebrajarse en mil fragmentos con el golpe contra la fibra de carbono. El eyecom me informa de que la operación ha sido un éxito, aunque no es necesario. Puedo notar el aire rozando mis bronquios, regalándome un par de minutos para evaluar mi estado y continuar el procedimiento.

Sigo vivo. Mi corazón funciona, mis pulmones funcionan —aunque el aire que los llena se agotará en breve—, mis ojos funcionan. Hasta ahí las buenas noticias. Las cápsulas no tienen un sistema de respiración adicional —la gente congelada no respira— ni un sistema de comunicación con el exterior —la gente congelada no habla—. La probabilidad de hallarse en el estado en el que me encuentro ahora era tan remota que añadir esos sistemas solo incrementaba los fallos posibles y los riesgos de contaminación de la cápsula. No se puede tener todo, supongo.

El eyecom funciona y parece estar comunicado correctamente con la nave. En el centro de control un piloto estará parpadeando rojo. Si pudiese hacerlo, cruzaría los dedos para que ya haya algún despertado responsable de nuestra monitorización y ahora mismo esté corriendo hacia aquí o pulsando botones para mantenerme en el lado correcto del 40% de las posibilidades de sobrevivir.

El gel me presiona convirtiendo cada movimiento en un proyecto imposible. En el eyecom palpita urgente la opción de apertura de emergencia. Sopeso mis opciones, que básicamente se reducen a tres. La primera es tirar de la cadena y ser expulsado al suelo de la nave, donde quizá pueda recurrir, ahí sí, a sistemas de asistencia a la tripulación despertada. La segunda es intentar reanudar la criogenización, disparando la congelación del gel y reactivando los sistemas de alimentación y medicación. La tercera es recordar aquellas noches de campamento con el césped rozándome en las orejas, rendirme al espectáculo que brinda Canis Maior en el firmamento y morir.

El eyecom muestra un cronómetro desde que activé la burbuja. Llevo veinte segundos. Mi récord de apnea en los entrenamientos de la agencia fueron ciento cuarenta, pero era doscientos años más joven, no me habían despertado electrocutándome y no había tenido que inyectarme oxígeno de un compartimento torácico. Con suerte me quedan cien. Noventa y nueve.

Aunque la teoría dice que el sistema de criogenización puede retomarse en segundos, mi madre siempre insistía en que nada de descongelar y volver a congelar la comida, así que opto por tirar de la cadena. Activo la opción de apertura de emergencia en el eyecom y escucho bajo mi espalda cómo un motor arranca para rotar la cubierta de vidrio y liberarme. Me habría gustado poder tocarla, verme en el reflejo mientras se mueve y completar la cinematográfica pose con una sonrisa a medida que el gel se vierte en el suelo y yo emerjo de forma épica. Pero estoy ridículamente aplastado en el fondo del huevo y casi no me puedo mover. Y algo no va bien. Apenas veo el cristal desplazarse. Las pegatinas que indican las medidas de seguridad externas me sirven de referencia, avanzan y retroceden un milímetro. Noto el motor sufrir. Avanzan y retroceden. El motor se para. La compuerta está atascada. Quizá el golpe contra el suelo causado por el impulso de la inyección de oxígeno haya estropeado algo. Quién sabe. Tengo veinte segundos menos y mi primera opción se ha ido por el desagüe.

Me toca comprobar si la recomendación de mi madre sobre volver a congelar se puede extrapolar de los filetes de ternera a un pellejo de humano. El proceso tiene tres patas —si fuese una mesa no podría cojear, es curioso cómo, a pesar de la situación, mi cerebro sigue siendo adicto al humor absurdo—: nutrientes, medicación y gel criogénico. Como lo más lento es el gel, ya que las inercias térmicas no son fáciles de vencer, es lo primero que activo. En unos segundos comenzará a cambiar su estado, pasando de la actual transparencia absoluta a una apariencia brumosa, turbia, y su temperatura comenzará a bajar de forma acelerada. También se dilatará, imperceptible para el ojo, pero infinitamente doloroso en cada poro por donde se cuela. El eyecom reporta que el estado de la conexión de alimentos es correcto, pero está pausada. La retomo en modo hibernación, sin mirar el menú para las próximas décadas, lo que recomiende el chef. La transmisión de medicamentos arroja un estado menos halagüeño. El cóctel químico para dejarme dormido, anestesiado y a un consumo mínimo de energía solo funciona a medio gas. Algunos de los componentes parecen haberse degradado y va a doler más de lo que debería. Es algo que ya estoy notando. Mi piel empieza a arder a medida que el gel se turba. Debería parar la criogenización unos segundos, apurando un poco más la apnea, para activarlo en el último instante, cuando la droga ya haya hecho efecto. Comienzo a notarme más nervioso y sé que eso va a hacer que los segundos pasen más rápido. Noto el volcán acelerando su erupción. Necesito mantener los ojos abiertos para controlar el eyecom, pero hacerlo cuando el gel está enfriándose es tener miles de alfileres que pasan de rozarte la córnea a clavarse en tu pupila camino del cristalino. No me puedo permitir el lujo de gritar, pero lo hago y mi cuenta mental de los segundos que me quedan baja aún más.

Entre nubes de gel contemplo por última vez el espectáculo de la estrella más brillante y pienso que, si nos lanzamos a esta aventura para robarle su luz, quizá lo mejor que puede pasar es que estemos fallando como yo, tan cerca de caer en el agujero. Quizá nos debimos conformar con construir pirámides en su honor en los nuevos desiertos que generamos.

La droga no llega y estoy despierto cuando el frío anula mi volcán, y sé que eso no es bueno. Me agito instintivamente intentando paliar el dolor de mi corazón parándose a medida que sus paredes se endurecen por el gel. El sistema nervioso es lo último en congelarse, así que voy a sentir todo el dolor que un humano puede sentir.

El procedimiento de emergencia me indica que, si he seguido los pasos correctamente, entraré en un sueño plácido. Una cara sonriente en el eyecom me desea buenas noches.

Ya no estoy encerrado en la nave, que dejé de ver cuando el gel se enturbió. Ya no estoy encerrado en la cápsula, que dejé de ver cuando la congelación destrozó mis ojos.

Durante un instante estoy solo encerrado en el cerebro. Aislado de la realidad por un sistema nervioso inutilizado, la ciencia me regala dos últimos segundos de existencia pura, en forma de conciencia, y me siento libre en mi encierro, aunque estrictamente hablando no puedo sentir nada. Imagino mi cuerpo suspendido como un pedazo de fruta en la gelatina que hacía mi madre, que me diría que tenía razón, que no fue buena idea volver a congelar el filete, y si pudiese mover mis músculos sonreiría por lo curioso de dedicar mi último pensamiento a mi humor absurdo.

Ni en un millón de años

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