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Casi quince años después de su primera aparición, la Psiquiatría de la elipse es reeditada hoy en día, modificada y enriquecida, disponible de nuevo para los semióticos amantes de aventuras poco comunes, para los terapeutas que se interesan por recorridos metadescriptivos y, más generalmente, para un público atraído por innovaciones interdisciplinarias en ciencias humanas.

Porque así es como se presenta de entrada este libro: como el producto de varias historias entrecruzadas. Para comenzar, la de las prácticas y de las instituciones terapéuticas, que conduce a definir progresivamente el campo de la psiquiatría «infanto-juvenil», y, en el interior de esta última, los métodos y los presupuestos de la puesta en marcha por Jean-Pierre Klein. Luego, la de la semiótica de la Escuela de París, por la cual Ivan Darrault-Harris ha tomado partido, siguiendo a Jean-Claude Coquet, para volver a trazar el recorrido en dos etapas: el de la semiótica «objetal», o sea, el de la semiótica narrativa de Greimas, y el de la semiótica «subjetal», en este caso, la semiótica del discurso desarrollada principalmente por Coquet. Y, finalmente, la historia de un encuentro y de una amistad interdisciplinarios, y el de un largo recorrido intelectual compartido entre los dos autores, Jean-Pierre Klein e Ivan Darrault-Harris. El libro da testimonio, a este respecto, de un cruce de identidades: al comienzo de la aventura, el primero era psicoterapeuta y el segundo, semiótico; al final del recorrido, las fronteras se esfuman, el terapeuta piensa como un semiótico, y el semiótico piensa como un terapeuta.

El lector sabrá perdonar mi incompetencia para apreciar los aportes de este libro, y de las prácticas que él relata, a la psicoterapia: no podría aventurarme en ese terreno, y quisiera limitarme aquí solamente a señalar algunos aportes e incidencias en lo que atañe a la semiótica misma.

La primera incidencia se refiere a la articulación entre la aproximación semiótica y la práctica terapéutica. El prólogo del libro insiste en el hecho de que esas dos disciplinas tienen objetos diferentes, y particularmente sobre el hecho de que una se halla siempre en el movimiento de una práctica en devenir, mientras que la otra debe constituir los productos de la primera en «discurso» y contentarse, en suma, con una «vida detenida». En su posfacio, y ya al final, Paul Ricœur insiste en el hecho de que la semiótica, como todo proyecto científico, «es una práctica, una práctica teórica, ciertamente, pero una práctica que, como todas las prácticas, debe ser recuperada de acuerdo con su finalidad interna» (p. 336). Dicho de otro modo, la vertiente semiótica es, en este sentido, tan «práctica» y tan «viviente» como lo vertiente terapéutica, y la primera puede ser considerada como «un arte sobre el fondo del rigor científico», lo mismo que la segunda, como lo señalan los autores en la introducción. La cuestión no es, pues, la de una diferencia de estatuto epistemológico entre un «arte riguroso» y una «ciencia incierta», sino más bien la de la «finalidad interna» de una y otra práctica, la del ajuste estratégico entre dos finalidades y la del encaje táctico entre los dos recorridos prácticos; dicho de otro modo, la diferencia es ante todo estratégica y ética.

Ahora bien, si seguimos a Paul Ricœur, la finalidad interna de la práctica semiótica consistiría en una comprensión sometida, en virtud de los medios que utiliza, a una explicación; globalmente, tendría que ver con la hermenéutica en cuanto práctica de investigación. Esto no es suficiente, sin embargo, para diferenciarla de la terapia, puesto que esta última es evidentemente (entre otras cosas) una práctica interpretativa, pero cuyos medios explicativos son, en cierto modo, alternativos y facultativos, y cuyo operador principal es el paciente mismo, como se verá en esta obra. Incluso habría que precisar: cuyo operador principal debe llegar a ser progresivamente el paciente mismo. Volcada por completo hacia el «asistido», hacia ese otro que sufre, la terapia trata de hacerlo cambiar: cambiar de discurso, cambiar de identidad, cambiar de rol, cambiar de síntomas. Pero el cambio-que-cura es, para la psiquiatría de la elipse, una verdadera actividad de traducción-interpretación; sin embargo, a diferencia de otras hermenéuticas, como la semiótica, la traducción-interpretación inducida por la terapia no recae sobre los enunciados ni sobre las estructuras significantes, sino sobre las instancias personales que las soportan. En suma, el objetivo de esas prácticas de interpretación-traducción no es la producción de un discurso sobre las transformaciones del paciente, sino el de una transformación de las instancias que el paciente construye en sus enunciaciones.

No sé si este condensado resumen será aceptable para los dos autores, pero vale la pena intentarlo: la única diferencia entre la semiótica y la terapia como prácticas hermenéuticas consiste en que una se supone que interpreta las variaciones de la correlación entre contenidos y expresiones (y que las traduce como «transformaciones de contenidos» en un metadiscurso), mientras que la otra se supone que interpreta los recorridos e interacciones entre las instancias de la praxis (y que las traduce en «metamorfosis de roles y de posiciones enunciantes» en la historia del paciente).

A partir de ahí, si por un lado admitimos que, en ese tipo de terapia, las transformaciones de contenidos pueden ser comprendidas como manifestaciones de los cambios de instancias, y si, por otro lado, admitimos correlativamente que, en ese tipo de semiótica, los cambios de instancias manifiestan cambios de contenidos, entonces, el encuentro se explica, y sobre todo, la imbricación de las dos prácticas en una sola.

Esta observación cambia sensiblemente el estatuto de las «intervenciones» del semiótico-terapeuta en el curso de la práctica terapéutica, e inversamente, las del terapeuta-semiótico en el curso de la prácticasemiótica.Enefecto,nosetrata,comoelbuensentidoloquisiera,dela intervención de una práctica descriptiva en el curso de una práctica de cuidados y de cambios; en pocas palabras, no se trata solamente de añadir la descripción a la acción, sino de aumentar la capacidad interpretativa de una acción que es ella misma una interpretación en todos los sentidos del término, incluido el sentido artístico. Se trata de llevar a buen término dos procesos interpretativos, dos aproximaciones al movimiento de la vida psíquica para reunirlos en una sola estrategia de cambio.

Porque no es posible «detener la vida», y menos aún cuando se trata de niños, que se van convirtiendo poco a poco en adolescentes, como lo recuerdan los autores en varias ocasiones: el dinamismo evolutivo es, en sí mismo, un objeto de conocimiento y de intervención, que tiene lugar incluso en ausencia de toda intervención.

La peor de las situaciones es, sin duda, aquella en que la evolución está bloqueada y se mantiene en una estricta repetición; pero incluso en esos casos extremos, la terapia funciona como el acto semiótico por excelencia, el cual consiste en suscitar la diferencia allí donde parece que ninguna diferencia se manifiesta. Suscitar la diferencia para iniciar un paradigma y relanzar una dinámica sintagmática. Y, por lo menos, como se constata en algunos de los relatos de terapia, suscitar la diferencia puede consistir en tomar a la letra la sugerencia de Saussure en el Curso de lingüística general*, a propósito de la repetición de «Messieurs! Messieurs! Messieurs!»: basta con introducir una repetición, aparentemente insignificante en sí misma, en una interacción semiótica para que la repetición por sí misma constituya una diferencia, y por eso mismo pueda producir un inicio de dinámica, la de la reanudación. Y sobre esta primera diferencia puede arrancar el recorrido terapéutico y construir el cambio.

La Psiquiatría de la elipse plantea, por lo demás, un conjunto de cuestiones embarazosas a la semiótica greimasiana (y, sin duda, a muchas otras semióticas si es que pueden percatarse de esas cuestiones). Tales cuestiones giran en torno a tres conceptos: generación, manifestación, expresión, todos ellos presentes en el Diccionario de Greimas y Courtés, y, sin embargo, muy desigualmente explotados en los trabajos semióticos. El presente libro no plantea explícitamente resolver las relaciones entre esos tres conceptos o, por lo menos, no los convierte en el objeto de una problemática separada, pero, en cambio, suscita en todo momento cuestiones o dificultades que los solicitan dos a dos, o los tres conjuntamente.

Para comenzar, la expresión. Los autores escriben aquí mismo que la terapia es una «estimulación de nuestras expresividades», pero distinguiendo bien entre las expresiones fijas, que no remiten más que a un estado singular y a una parte específica de un individuo sumergido en su propia historia semiótica, y las expresiones creativas, que son en cierto modo la marca de nuestra pertenencia a la humanidad. Dicho de otro modo, se supone un devenir propio, pero no autónomo, de las expresiones, que las libera, las estabiliza y las «humaniza» al mismo tiempo. No autónomo, porque si la expresión remite supuestamente a un contenido, se debe prestar toda la atención posible a la manera como, en este libro, los contenidos de los análisis son sistemáticamente derivados hacia mitos y temas universales de lo humano. Volveremos enseguida sobre el rol transformador del mito, pero hay que anotar al menos en este instante en qué y de qué se produce la función semiótica en la psiquiatría de la elipse: no existe función semiótica asegurada y estabilizada, es decir, en una relación congruente entre la expresión y el contenido, a no ser que la una y el otro nos permitan hacer la experiencia de nuestra parte de humanidad en devenir. En breve, la función semiótica no es aquí auténtica si no tiende hacia lo universal, o al menos hacia lo sociable y lo universalizable.

Después, la manifestación. Este concepto propuesto por Greimas ha sido muy poco utilizado, en razón, sin duda, de la dificultad que existe para distinguirla de la expresión, y sobre todo por la confusión que se establece con los niveles superficiales del recorrido generativo. Sin embargo, la referencia a Freud, en este mismo libro, es particularmente esclarecedora sobre este punto: distinguir, en efecto, apropósito del sueño, el «contenido latente» del «contenido manifiesto» no puede conducirnos a un recorrido generativo, porque, aun si el contenido manifiesto es una rearticulación de su contenido latente, no es una rearticulación isótopa, como la que exigiría un recorrido generativo stricto sensu. Además, la condensación y el desplazamiento que operan en el sueño se hacen a nivel jerárquico equivalente, puesto que los dos contenidos en cuestión, y las dos escenas que se transforman una en otra, son igualmente figurativos, del mismo nivel de elaboración semiótica. La única diferencia consiste en que una ha sido «traducida» en otra, y que solo la otra puede acceder a la manifestación a través de una producción semiótica (aquí, el sueño).

En una semiótica-objeto tratada como un texto, la confusión entre el plano de la expresión (vs. el plano del contenido) y el campo de la manifestación (vs. el campo de la inmanencia) amenaza en todo momento, porque le falta al texto el «espesor» de los modos de existencia, en el cual se mueve la práctica viviente. En cambio, en la perspectiva de una práctica en curso, la manifestación es el destino dinámico de los contenidos, de los contenidos múltiples que coexisten potencialmente en la cadena del discurso en acto, y que, en razón de la foria que los empuja, ejercen concurrentemente presiones por llegar a la manifestación. La manifestación no es, pues, ni la expresión, ni el último nivel del recorrido generativo; la manifestación es un campo de fuerzas y de maniobras donde unos contenidos ocultan o revelan otros contenidos; todos ellos coexisten en la inmanencia de la práctica discursiva y, en su competición por manifestarse, se enmascaran y se deforman recíprocamente.

Finalmente, la generación. Las figuras de manifestación resultan todas ellas de un proceso generativo, que permite pasar de las estructuras semánticas elementales a las estructuras figurativas de superficie, pasando por las estructuras narrativas. Pero si admitimos, como nos invita a hacerlo este libro, que todo proceso significante es pluriisótopo, entonces, debemos admitir también, en consecuencia, que en toda ocurrencia de discurso coexisten varios recorridos generativos paralelos y concurrentes, y la manifestación es el lugar estratégico donde se regula su competición; nociones y fenómenos como el «proyecto enunciativo», el «lapsus», el «sentido común», convocan cada uno de ellos un tipo de interacción diferente entre recorridos generativos coexistentes y concurrentes: interacciones por «contención», por fractura e irrupción inopinada, por expansión y relajamiento, etc. La «confesión» (o «reconocimiento»), sea verbal o somática (como en este libro), es el resultado también de una forma de interacción propia de la manifestación (y no de la expresión o de la generación).

La psiquiatría de la elipse obliga a tales distinciones: no basta, en efecto, con dar a otro los medios para expresar lo que siente o lo que tiene «que decir», si ese decir no es más que la manifestación forzada, o extraviada, o repetitiva, de un contenido deletéreo. Es preciso poner en marcha estrategias para desbloquear, desplazar, diversificar la manifestación, redesplegar los potenciales, a fin de que pueda acceder a una expresión más auténtica, o simplemente menos sintomática. La perspectiva generativa proporciona elementos de explicación, propone enlaces isótopos entre capas estructurales de contenidos heterogéneos, acompaña, en suma, la táctica terapéutica con su mirada a distancia y con sus jerarquías canónicas.

La generación, por su parte, asegurará el enlace entre estructuras semánticas, entre roles narrativos y entre figuras de superficie, distribuyéndolas por niveles. La manifestación gestionará los conflictos entre isotopías y entre estructuras a fin de controlar el acceso a la superficie de los discursos y de las prácticas, ofreciéndoles un campo de interacciones. La expresión proporciona figuras sensibles, canales de comunicación y modalidades de puesta en circulación y en interacción a contenidos que hayan adquirido los derechos a la manifestación, organizándolos sobre un mismo plano.

El «marco terapéutico» es la instancia donde esas tres dimensiones son articuladas. Definido por los autores como «proyecto formal» de la terapia, comparado con el templum* de los augures latinos, y figurado como «burbuja simbólica», es también glosado como «espacio-tiempo-interacción-mediación» utópico de la terapia (p. 150).

Ese marco es en cierto modo el «soporte formal» de inscripción del recorrido del cambio que va a desencadenar y al que va a acompañar. Lo que llamamos «soporte formal» es un dispositivo espacio-temporal y material, preformado según determinadas reglas y constricciones de acogida de los signos y de las figuras, y proyectado sobre la situación concreta o sobre los objetos materiales acerca de los cuales debe realizarse la producción semiótica. En el caso de la escritura o del dibujo, la naturaleza de ese soporte formal es simple y bien conocida: una superficie, límites, direcciones y espaciamientos que hacen posible saber cómo se escriben los caracteres de la escritura para que signifiquen. En el caso de la terapia, no existe, como lo señalan los autores, forma canónica, sino únicamente configuraciones ad hoc, elaboradas caso por caso. Ese marco formal fija (i) la naturaleza de las expresiones semióticas (verbales, icónicas, gestuales, rítmicas, etc.), que serán aceptadas o rechazadas; (ii) el campo y las condiciones estratégicas para la regulación de las manifestaciones de contenidos (qué contenidos serán favorecidos, cuáles serán en lo posible descartados), y, finalmente, (iii) los sistemas generativos de roles y de figuras que permitan hacer interpretables, desde un punto de vista narrativo, las interacciones y los «escenarios desconocidos» (p. 152) que ese cuadro formal debe acoger.

Unas palabras más, antes de dejar enseguida la palabra a los autores de esta obra, sobre la «elipse» de las instancias enunciantes. Dicha elipse, cuyos dos centros de referencia son el centro de «dicción» y el centro de «ficción», es por sí sola un homenaje (indirecto) a la semiótica del discurso de Jean-Claude Coquet. Por cierto, Ivan Darrault-Harris da, por lo demás, a propósito del caso de Yann, una bella demostración de las virtudes operativas de esa teoría de las instancias enunciantes, en forma de una descripción cautivante de los cambios de posiciones del no-sujeto al sujeto, del sujeto heterónomo al sujeto autónomo, cambios que esconden el conjunto del recorrido terapéutico a lo largo de varios años. Y es precisamente en el modelo de la elipse donde esa teoría muestra una de sus realizaciones más acabadas, a pesar de que la terminología utilizada, como «dicción» y «ficción», y sobre todo, «desembrague enunciativo» y «desembrague enuncivo» proviene de otros horizontes teóricos, principalmente de Greimas.

En efecto, esa insistencia sobre las instancias enunciantes, sobre la tensión entre dos polos y sobre las idas y venidas entre ellos, es propiamente subjetal: la significación viviente del discurso, y su afincamiento en la realidad de las situaciones y de los actantes enunciantes, es captada aquí en el despliegue de las posiciones subjetivas y no subjetivas en el interior de la categoría de la persona y no dentro de la estructura objetiva de los contenidos. E incluso cuando esa estructura objetiva adquiere importancia, lo hace en cuanto firma (signatura) de una nueva instancia enunciante, en cuanto manifestación de una victoria sobre la instancia precedente.

Volvamos, a título de ilustración, sobre el rol del mito y del cuento que lo conlleva: los autores se cuidan muy bien de desmarcarse de Bruno Bettelheim, quien hace del cuento y del mito los vehículos de estructuras de contenidos universales adecuados para explicar, para modificar y para identificar los comportamientos psíquicos individuales. En efecto, el mito, en este libro, solo tiene valor en cuanto tal, en cuanto género portador de los grandes problemas humanos, en cuanto modo de asunción colectiva de los relatos, y no por el detalle de los contenidos narrativos que transmite. El mito es la signatura de un recorrido de las instancias enunciantes cumplido y exitoso, puesto que, habiendo alcanzado el nivel de desembrague último en sus producciones semióticas, el paciente encuentra en el mismo instante el lugar donde su historia personal halla su sentido en su pertenencia a la humanidad. La dimensión antropológica no es valorada porque porte en ella verdades más eficaces que las que conllevan los relatos individuales, sino por ser «antropológica», porque implica una instancia colectiva universal.

El recorrido de la terapia es, pues, un recorrido entre las instancias enunciantes, y la significación que construye es la que surge del lazo y de las conversiones entre dichas instancias.

Es preciso, para comenzar, salir de la expresión personal ilusoria, del discurso en «yo», demasiado evidentemente cohibido por la neurosis o por la psicosis, es decir, por una estrategia de manifestación bloqueada, repetitiva, autorreproductiva. Como lo recuerdan los autores, «la expresión puede reducirse también a no ser más que un momento catártico de purga, pura descarga de tensiones» (p. 169). Pero lo que se busca en terapia no es la descarga de tensiones, no es la manifestación compulsiva de contenidos, no son las presiones para encontrar expresiones estereotipadas. Al contrario, gracias a la «estrategia del rodeo», uno se esfuerza en proponer modos de expresiones específicos, cuidadosamente elegidos para evitar esas manifestaciones de descarga dolosa y para suscitar en su lugar otras «más auténticas». Esa posición de enunciación «otra» es obtenida por desembrague enunciativo; pero lo que importa en la ocurrencia es poder pasar de una manifestación cerrada y no asumida, a una manifestación abierta, indecisa, y que deja alguna oportunidad para una posible asunción.

Una vez hallada una nueva vía de manifestación, gracias a modos de expresión semiótica apropiados, que desplazan o desestabilizan la instancia de la neurosis o de la psicosis, es necesario poder correlacionar ese plano de manifestación isótopa con otros planos isótopos, manifestables a su vez; y tratar, por tanto, de reconstruir una coherencia «generativa» en inmanencia. Pero para poder obtener esa coherencia generativa en las mejores condiciones posibles, es preciso situarse en los dominios semióticos, en los que es fácil de establecer, y hasta se encuentra dada ya de antemano, y, si no dada, al menos regulada por géneros y por situaciones semióticas de referencia. La etapa siguiente consiste en proyectar el conjunto de esos contenidos isótopos en otro campo de enunciación, en el campo de la «ficción», gracias a un desembrague enuncivo, el que cuenta o evoca en tercera persona, o sea, en «él». También ahí estamos a la espera de una asunción y de un tránsito a la instancia subjetiva propiamente dicha; esta es una etapa necesaria, puesto que la proyección ficcional se convierte en acto creador de una creación semiótica de la que el paciente puede finalmente reconocerse el «autor», bajo la égida de los géneros y de las formas de lo humano auténtico (en este caso, de las formas atestiguadas dentro de una cultura dada).

Una vez conquistada la posibilidad de esa posición subjetiva auténticamente humana y asumible por el paciente, el retorno a la posición de desembrague enunciativo o, lo que es lo mismo, al discurso en primera persona, en «yo», es entonces posible. Y esa última etapa, sin constricciones de géneros o de consignas ficcionales, donde el paciente puede, al fin, retornar sobre sí mismo como verdadero sujeto autónomo, es, en suma, el momento en el que el terapeuta sabe que puede y debe ocultarse (¡y también, sin duda, el semiótico!).

¿Podría intentar, para terminar, proponer una hipótesis arriesgada? Se puede advertir que el modelo propuesto por Jean-Claude Coquet, a pesar de sus capacidades heurísticas, no ha tenido y no tiene aún toda la difusión que merece; y que algunas tentativas para aplicarlo a la descripción de los textos rara vez han sido enteramente convincentes. Se podría formular la hipótesis de que ese modelo no es apropiado para el análisis textual en cuanto tal (es decir, para ser aplicado al texto como «semiótica-objeto»), sino que más bien su campo de pertinencia es el del «hacer semiótico» en general, el de la producción de sentido en acto, cualesquiera que sean los modos de expresión y las estructuras de contenido. Por eso mismo, resulta particularmente apropiado para el análisis de una práctica interpretativa y terapéutica en busca de su propio sentido.

En suma, si la significación de la terapia se sitúa principalmente en el recorrido de las instancias, en las variaciones de los enlaces y de las tensiones entre sí, y no en las transformaciones de los contenidos expresados, es porque la terapia no es precisamente un texto, sino una práctica que implica una o varias estrategias, así como tácticas y peripecias, un conjunto de actos abierto y en parte imprevisible, en busca de su propia estabilidad, al mismo tiempo que de su significación. Jean-Claude Coquet ha insistido con frecuencia sobre la diferencia del nivel de pertinencia que separa la semiótica objetal de la semiótica subjetal; y particularmente sobre la relación tan diferente que la segunda establece con la realidad. Pero, para comprender adecuadamente esa advertencia, más vale releer, por ejemplo, a Pierre Bourdieu, quien pone el acento en el carácter «objetal» o «subjetal» de tal o cual modelo semiótico.

Porque también Bourdieu reivindica una teoría «subjetiva», y despotrica contra los análisis falsa o pretendidamente «objetivos». Pero cuando uno examina lo que él entiende por «subjetivo», comprende que eso significa (i) que los actores sociales producen ellos mismos, al actuar, los modelos a los que se somete su acción (eso que él llama los «esquemas» que emergen de la práctica), y (ii) que el «sentido práctico» se puede captar en los juegos estratégicos que los actores conducen en interacción con y entre sus propios esquemas de acción. En sustancia, la acción práctica de los «actores-cuerpos» (que hay que distinguir de los «actores de papel»*) no consiste en ejecutar modelos teóricos de la acción, sino en inventarlos y en modificarlos permanentemente, y una parte esencial de la significación de su acción se debe a la manera como ellos gestionan esas fluctuaciones y al estatuto actancial que se atribuyen en el curso de estas últimas.

En suma, trátese de la «realidad» social o de la «realidad» psíquica, ambas pueden igualmente ser expresadas (eso, por supuesto, en la ocurrencia de un plano de la «expresión») como enunciados proyectados sobre un plano textual (donde serán objeto de un análisis en cuanto «semióticas-objetos»), o como praxis desplegadas en el marco formal de una escena en interacción, cuya significación total depende de los enlaces y desenlaces operados en el interior de la escena. Como esos enlaces y desenlaces son intrínsecamente portadores de valores (lo verdadero, lo auténtico, lo bello, el bienestar, etc.), las modificaciones de las relaciones entre instancias se abren entonces a la ética y a la estética.

29 de diciembre, 2006

Jacques Fontanille

Psiquiatría de la elipse

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