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II. LA PSICOTERAPIA DE LA ELIPSE ES UNA AYUDA A LA AUTOTERAPIA

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Habitualmente, en toda psicoterapia, el paciente se dirige a sí mismo gracias a un rebote sobre el cuerpo del terapeuta. Su palabra, sus gestos y su expresión le regresan después de haber pasado por el cuerpo, por el espíritu, por la comprensión, por el apoyo y por la apertura del terapeuta. La misión de este último contribuye, en el fondo, durante la vigilia del paciente, a su autoterapia, con su acompañamiento.

El profesional le devuelve sus producciones (verbales, particularmente) de una manera o de otra, en forma de comentarios, con retornos de eco (en la repetición de la frase, añadiendo un signo de interrogación, por ejemplo), en la expresión corporal con una mirada, o como en el caso de una cura psicoanalítica, con una interpretación (de cuando en cuando para romper el silencio habitual) que descubre lo que el terapeuta piensa que se agita en las profundidades del paciente.

Este terapeuta acompaña, reacciona, aconseja a veces, revela al paciente una verdad que cree conocer mejor que él.

Pero su rol está lejos de ser solo cognitivo, porque el rechazo transferencial es el motor de toda terapia. El 3 existe en psicoterapia: la transferencia es ese tercero que se interpone entre los dos actores. Cuando digo «transferencia», eso significa, es claro, tanto la transferencia como la contratransferencia, unidas en los «fenómenos transferenciales». Ellos se interponen entre las personas (o entre las representaciones que cada uno se hace del otro) como su emanación común.

Eso no impide que toda formulación del paciente esté destinada a él solo. Únicamente hay recepción, incluso de lo que él emite, a través de ese intermediario. El paciente se dirige a sí mismo por medio del otro como filtro, destinatario externo (aunque permanezca mudo) según toda suerte de figuras transferenciales complejas que se ponen en juego en ese entredós y, al mismo tiempo, en el interior de cada uno de los dos actores.

Cabe diferenciar aquí lo íntimo y la intimidad: lo íntimo es la percepción indecible de sí mismo desde el interior. Eso no puede ser comunicado a otro más que alusivamente: eso es lo que se llama la intimidad compartida con sus amigos próximos, con sus compañeros afectivos, con sus parejas amorosas, con sus terapeutas (!). Una psicoterapia es, según eso, una intimidad compartida (aunque de manera unilateral).

Lo que se propone en psiquiatría de la elipse es diferente: el terapeuta está al servicio de la generación de formas producidas por el paciente. Él no interviene en el contenido, aunque no tiene prohibido comprenderlo en alguna medida (pero no todo). La meta no es comprenderlo todo, sino que se abra a lo inanalizable que no es posible conocer, pero con lo que se puede entrar en un juego de travestimientos, por medio de la función poética del lenguaje. El terapeuta permite a la persona bajo cura (el cuidando) captar la oportunidad de dirigirse mensajes a sí misma, aunque sean enigmáticos. El terapeuta sabe que el otro está en camino de simbolizar sus tormentos y sus problemáticas secretas, pero solo se preocupa de orientarlo eventualmente hacia la forma de producción que figurativiza esas problemáticas de manera indirecta, sin apresurarse a querer comprenderlo todo, sin querer descifrar todo lo que se ha producido.

El terapeuta es garante de las reglas del juego, de las consignas, del dispositivo propuesto y de sus modificaciones eventuales. No debe precipitarse a levantar el secreto de las significaciones ocultas. Es posible que sean en parte desconocidas. Lo importante es el acto de simbolización respecto a las instancias, en gran parte inconscientes, del cuidando. Y eso puede ser suficiente.

El inconsciente productor de síntomas (ellos mismos son una creación contra algo peor) puede igualmente ser productor de sus resoluciones, también metafóricas. La metáfora, como dice Paul Ricœur, «no es el enigma, es la solución del enigma». Recordemos que solución es un término químico que se refiere a un proceso por el cual un cuerpo (en este caso, las dificultades leves o graves) se disuelve en un líquido o en un solvente adecuado (en este caso, la producción en sesión).

El inconsciente no tiene por destino único ser conscientizado. Debe ser respetado cuando pueda ser un aliado del paciente, llevándolo a proferir enunciados que conlleven respuestas sibilinas. Los terapeutas «elípticos» creen de tal manera en las posibilidades del inconsciente que le dan su voto de confianza (siempre relativo). Tienen para ello el apoyo de un acompañamiento formal, que la semiótica les ayuda a perfeccionar. Se interesan menos por el «porqué» que por el «cómo», que es la palabra clave de la fenomenología.

Si, al principio, la persona, espontáneamente o por prescripción, emite mensajes demasiado intencionales que contienen algo que sabe sobre ella, o que exponen claramente lo que quiere resolver, no habrá probablemente ninguna sorpresa, y solo se encontrará la confirmación de lo que buscamos. Si, al final, echa una mirada a lo que produce queriendo con eso penetrar a toda costa el misterio de su funcionamiento psíquico, corre el riesgo de estar en una posición demasiado exterior a sí misma. Solo se repondrá intelectualmente, y no con una recepción inocente y sensible. Lo mismo ocurre con el terapeuta, que si se coloca detrás de su oreja o de su mirada, puede transformarse en donante de lecciones de desciframiento. No se excluye que semejante situación se presente, dado el caso, bajo la forma de «sorpresa de conciencia» no buscada laboriosamente, sino que se impone con el afinamiento de la producción, cualquiera que sea, incluida la verbal. Mas esta revelación no es ni necesaria ni indispensable.

Como uno no espera eso, secundariamente el sentido vendrá tal vez a iluminar esos mensajes enigmáticos que los ejercicios [de producción] hacen emitir. Recordemos que sentido es un término polisémico, que no se reduce a la significación.

El terapeuta, que es ya metacreador (ayuda al otro a ser creador), funge aquí como un catalizador que permite por su presencia abierta que esos mensajes alcancen a su destinatario: la persona del paciente que ha sido puesta en posición de crear.

En la terapia elíptica, tal como la concebimos, el agente del rebote no es otra persona (percibida a través de las proyecciones transferenciales), sino una cosa: la producción misma, no como soporte de un trabajo interpretativo, sino como emisora de interpretaciones, en el sentido de interpelaciones indiciales, así como podemos recibir obras de arte de las que podemos decir que «nos hablan», sin poder añadir nada más.

La producción juega principalmente el rol del interlocutor. El terapeuta, por su parte, favorecerá ese ir y venir entre la persona y la producción.

Aquí también se manifiesta el inconsciente, con la diferencia de que no lo hace claramente, y de que el acompañante no es el intérprete, sino el facilitador del cara-a-cara, o mejor del cuerpo-a-cuerpo particular: el cuerpo de la persona y el cuerpo de la obra salida de la persona y que repercute sobre ella.

El rebote está ahí, y el terapeuta de la elipse no prevé generalmente nada más, sorprendido él mismo de ese ir y venir que ha favorecido.

La producción no se ha obtenido secundariamente; se genera de entrada en el encuentro con un «terapeuta de la elipse», denominación que supone otro centro, aunque esto no se diga de manera explícita. En esta terapia, la producción se interpone entre el terapeuta y la persona. Ella está ahí, virtual al comienzo, y se va constituyendo concretamente poco a poco.

«Amar no consiste en mirarse uno a otro, consiste en mirar conjuntamente en la misma dirección», afirma Saint-Exupéry sobre los ceniceros que los enamorados acostumbran a ofrecerse.

Podríamos decir que la terapia de la elipse constituye también una suerte de pareja, que no es de persona a persona, sino de los dos orientados hacia un delante que es la producción que uno de ellos va a hacer, acompañado por el otro. (¿Debemos escribir acompañado, que designa al que crea, o acompañada, que designa a la producción?).

En esta terapia, los fenómenos transferenciales existen como en psicoterapia clásica, pero se localizan en el acto de creación y sus resultados actúan como «trampas de transferencia».

Ese ir y venir que el rebote caracteriza no queda reducido al movimiento centrífugo que haría de la producción el equivalente de un test proyectivo, y el trabajo terapéutico consistiría, entonces, en comprender lo que la persona ha proyectado en la producción que sería descifrada, con el mismo derecho que los síntomas, los lapsus, los sueños, etc.

Si la proyección es la condición del trabajo que se hace en y sobre la materia para trabajar sobre sí mismo, gracias a los «desencadenadores de implicación personal», que he desarrollado en una obra reciente (2012), lo importante reside, luego, en el movimiento centrípeto de la producción a la persona, no en términos de revelación cognitiva, sino de impregnación, de impresión que le reenvía su producción, la cual, de golpe, se encuentra en la posición de otorgamiento de un rebote que permanece en el registro que ha presidido su ir: sensible, al límite de lo indecible.

Se podría pretender, entonces, que la persona se modele con su producción. Así, una creación fragmentada que, a pesar de todo, entraría en coherencia espontáneamente (no la inducimos groseramente), en virtud de necesidades formales, permitiría no hacer el diagnóstico de la fragmentación de la persona autora de la producción (test proyectivo propio de la «psicopatología de la expresión»), sino una propuesta identificatoria a la que se uniría por parecerse a ella.

La producción se convierte en la metáfora del movimiento de puesta en cohesión de la creación, o mejor, la persona se constituye como metafórica de la producción surgida de ella.

Enmarañamiento de movimientos complementarios que no pueden ponerse al servicio de la conscientización, sino que más bien instauran una circulación sensorial, sensitiva, sensual, entre el autor y la obra, bajo la mirada y la apertura del terapeuta que focaliza menos la persona en trance de crear (lo que no descuida, por supuesto) que su producción.

Dicha producción, por lo inefable que comprende, tiene algo de lo íntimo, apenas más acá de la intimidad. Porque la producción, si bien está en algún modo orientada al terapeuta, llevada por los fenómenos transferenciales hacia él, está ante todo dirigida a la persona que es el autor (el coautor con su acompañante terapeuta, que se encuentra al servicio de lo que está en germen en la producción y logra sugerirlo para hacerla avanzar un poco más).

El terapeuta se pone al servicio de ese diálogo (producción hacia la persona y viceversa) del cual es el servidor.

Este rebote va por sí mismo, forzosamente, a convertirse a su vez en nuevo rebote dirigido a la persona actualmente en cuidado y que está por venir. Hacia ella, en algún momento, la persona y el terapeuta, los dos con sus presencias complementarias, van a dirigir su atención.

Entonces la producción revelará su función introductora de la transformación de su autor, y él mismo, finalmente, podrá continuar dirigiendo su progreso sin la ayuda de su acompañante.

El rebote se ha convertido en un instrumento para ir más lejos en un trayecto no siempre controlado con rigor. El terapeuta, varado en la ribera, observa, a veces, de lejos, ese rastro que se aleja y se escapa de la intencionalidad primera.

Las ondas provocadas resuenan y vibran en la persona que continúa la acción produciendo movimientos sucesivos de rebotes renovados que le producen algo así como un renacimiento…

La persona es, en efecto, el autor de su transformación, y nosotros no somos más que sus humildes ayudantes.

De ese modo, pasa del desconocido de sí que es, al desconocido de sí que se crea.

Jean-Pierre Klein

Psiquiatría de la elipse

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