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Introducción a la versión española I. LA DIMENSIÓN SEMIÓTICA DE LA TEORÍA DE LA ELIPSE

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Gracias a los atentos y competentes cuidados de Desiderio Blanco, y a su generosa iniciativa, la Psiquiatría de la elipse puede expresarse y comunicarse en la lengua de Cervantes, el primer autor, tal vez, de la primera obra que se desarrolla en la doble dimensión de la narratividad y de la metanarratividad, una obra proféticamente semiótica.

Esta traducción abre, pues, las puertas del inmenso territorio hispanohablante, ya que la lengua española se ha convertido en una de las primeras del mundo, por lo que permite también hacerse comprender más allá del estricto mundo hispanoamericano, tanto en Nueva York como en São Paulo.

Esta nueva y prometedora apertura es evidentemente también la ocasión para situar la teoría de la elipse, puesto que tres ediciones sucesivas, revisadas, aumentadas y actualizadas, se han ido escalonando a partir de su aparición inicial en 1993.

Esta teoría, como lo atestiguan esas ediciones, ha atravesado dos decenios conservando su atractivo entre los psicoterapeutas, y no solamente entre los arteterapeutas, sino que ha ampliado sus lectores entre los diversos técnicos y prácticos que se ocupan de los niños y de los adolescentes: psicólogos, psiquiatras, educadores, maestros. Sin olvidar a los semiotistas, que han descubierto en ella una aplicación valiosa.

Porque su ambición consiste, por cierto, en afrontar una cuestión cuya remanencia histórica es considerable, y que reside precisamente en la transformación, en el cambio del ser humano, en especial cuando el sujeto es portador de sufrimientos psíquicos que obstaculizan más o menos gravemente su bienestar, y hasta su misma salud física, su equilibrio y su armonía relacional con su entorno familiar y social.

En solución a esta cuestión, una primera respuesta asertiva, alentadora de la teoría de la elipse, consiste en afirmar que ese cambio, que esa transformación, es posible, aunque, aquí o allá, uno choque siempre con teorías contrarias, desesperanzadoras, que pronostican la inmovilidad, el estancamiento definitivo del sujeto que sufre, condenándolo así ad vitam aeternam a la prisión de su estructura.

Por supuesto, esa posibilidad de cambio está condicionada por el cumplimiento de condiciones precisas, rigurosas, que determinan su existencia y su fuerza, así como su durabilidad.

Esas condiciones se centran en una propuesta capital hecha al paciente, la de que tiene que comprometerse, con el acompañamiento del terapeuta, en una labor cuya realización progresiva inducirá, según un proceso que encierra gran parte de misterio, el cambio tan esperado tanto por el paciente como por su entorno.

Quisiéramos, por nuestra parte, insistir sobre la dimensión semiótica de la empresa arteterapéutica, que confía en la creación, en la producción regulada de la significación.

Lo que va a determinar la elección de la propuesta de creación hecha al paciente es, en primer lugar, la identificación, casi cartográfica, de dos lugares, de dos espacios que hay que evitar: el de sus síntomas, lugar de manifestación del sufrimiento, y el de sus facilidades, el de sus desahogos, es decir, el de sus procesos bien establecidos de defensa. La psicoterapia aparece así como una suerte de navegación: el paciente y su terapeuta se hacen a la mar de común acuerdo con una hoja de ruta que evita cuidadosamente lo que hemos llamado arrecifes de Escila y Caribdis, los síntomas y las defensas.

Rápidamente se puede advertir aquí que la propuesta de creación, elaborada en una configuración terapéutica cuidadosamente diseñada, debe ser única, altamente específica y adaptada a lo que se comprende acerca de la organización psíquica del paciente, tan singular como su ADN.

Dicho esto, la teoría de la elipse justifica su apelación en la cual propone al paciente una creación que se distribuye semióticamente en torno a dos centros —los de la figura geométrica de la elipse—, que son dos lugares de enunciación: verbal para el primer centro; verbal y no verbal para el segundo.

El primer centro, que denominaremos dicción —centro de la dicción—, desde el cual el paciente enuncia, a partir del triángulo: yo, aquí, ahora, libremente en conversación con el terapeuta sobre sus sufrimientos cotidianos y sobre sus satisfacciones, sobre sus disgustos y sobre sus esperanzas, etc.

El segundo centro, que denominamos ficción, es, por el contrario, el lugar de la creación sugerida, lo cual supone otro triángulo: él, en otra parte, entonces, o sea, la expresión, la puesta en discurso desplazada, «ficcionalizada», de los sufrimientos, del malestar enunciado desde el primer centro. Y ya podemos comprender la importancia de una ausencia —aunque relativa— de control, por el paciente, del lazo que existe entre los dos centros de la elipse: Jean-Pierre Klein recuerda con frecuencia, y con razón, que conviene que la obra se desarrolle no en la oscuridad total, o con luz deslumbrante, sino más bien en la penumbra. Una «buena» distancia debe separar los dos centros de la elipse.

Teniendo en cuenta, pues, la economía psíquica del paciente, la propuesta de creación seleccionará una sustancia en el paradigma de las opciones posibles (el lenguaje, los soportes plásticos, la expresión musical, corporal, etc.) y una forma precisa (creación individual, cocreación, etc.; relato, diálogo, representación: corporal, con marionetas, entre otras). Se puede proponer también a algunos pacientes, no hábiles por el momento para crear, que escuchen un cuento, un trozo musical, o que contemplen un cuadro de pintura. Otros necesitarán la intervención cocreadora del terapeuta, o bien podrán atreverse solos a intentar el acto creativo, acompañados. En fin, algunos necesitarán asistir al proceso de creación de un tercero: pintor, ceramista, contador de cuentos, etc., o ver la creación que ha sido realizada precisamente para ellos: estamos pensando aquí en la admirable labor de Marie-Claude Joulia, pintora y escultora, con pacientes psicóticos incapaces de arriesgarse a intentar el acto de creación, acto por lo demás, con frecuencia, contraindicado en tales casos.

La teoría de la elipse conceptualiza una serie de opciones semióticas precisas, rigurosas, proponiendo lugares de enunciación complementarios y una determinación justificada de los sistemas semióticos convocados por la creación que se propone en cada caso. Recordamos en este momento la escritura entre dos —enfermo y terapeuta— de una larga novela de más de doscientas páginas con un adolescente que sufría de dislexia electiva: él detenía el dictado del texto en el momento en que le resultaba muy difícil continuar con el relato. O también de otro adolescente anoréxico severo, que producía textos desprovistos de todo afecto y al que le hemos propuesto vendarse los ojos y asociar libremente manipulando, oliendo, gustando objetos diversos, para reintroducir el cuerpo, la sensibilidad, allí donde el intelecto campeaba a sus anchas.

Ya se habrá advertido que la tarea es delicada y que demanda gran vigilancia: no se excluye que haga falta modificar a veces la propuesta de creación, si esta fuera introducida por el paciente, subrepticiamente, en su zona sintomática o de defensa.

Si la semiótica participa, pues, en la alimentación del diagnóstico y en la definición de la configuración terapéutica prevista para el paciente, se comprende que tendrá también su lugar en la evaluación del recorrido de la terapia analizando las producciones que surgen en las sesiones.

Así pues, el semiotista habrá de poner toda su atención en el mantenimiento de la «buena distancia» entre la obra creada y los centros de la elipse. En efecto, una creación demasiado próxima al primer centro, lugar de expresión del sufrimiento real, perderá su fuerza de cambio. De la misma manera, una creación demasiado alejada del dispositivo elíptico, fuera de campo, no proporcionará ninguna eficacia al proceso de transformación (caso de Beatriz, al comienzo de su terapia).

Para concluir la primera parte de esta introducción, nos permitimos adelantar un descubrimiento debido a la investigación semiótica sobre la naturaleza y el estatuto del síntoma, creación del estrato inconsciente del sujeto para sobrevivir lo menos mal posible.

El síntoma aparece como entidad semiótica de forma sincrética, amalgama densa de significaciones, cuya compactación misma impide la transformación, puesto que está condenada a la repetición compulsiva. Y, sin embargo, como se ha constatado con frecuencia, el síntoma contiene, de manera concentrada y en principio inteligible, su resolución.

En efecto, después del análisis del síntoma y del despliegue de su contenido, después del empeño puesto en el proceso de creación, se descubre que esconde unidades narrativas inextricablemente mezcladas que el trabajo de creación permitirá discriminar y poner en escena con una labor de desincretización. Esta operación, como se ve, va a confirmar la desaparición del síntoma, en una suerte de mini-big bang: estallan entonces los relatos, verbales o no verbales, dejando, en cierto modo, vacío el síntoma de su sustancia. El cambio se manifiesta, se instala, se perenniza; el sujeto abandona sus síntomas sin dejar por eso de ser sí mismo, lo cual es la condición sine qua non de una terapia exitosa, con resultados duraderos.

El semiotista no se asombrará con este descubrimiento, ya que el relato humano ha estado universalmente presente en todos los tiempos y en todas las culturas: él constituye la solución simbólica indispensable para tomarlo en cuenta y resolver las grandes contradicciones y enigmas que enfrenta toda comunidad humana. [Piénsese en la función social de los relatos míticos].

En consecuencia, no es de ningún modo inapropiado considerar que, con mucha frecuencia, la creación de tal o cual paciente (véase el caso Yann) es algo así como la invención de un mito personal de origen, de una leyenda individual que reúne en su poder resolutivo los grandes mitos de la humanidad.

Ivan Darrault-Harris

Psiquiatría de la elipse

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