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ODA A DRUSO GERMÁNICO, EL ÚLTIMO HÉROE DE LA ANTIGÜEDAD

Abro los ojos, parece que el malestar ha pasado. Ya no tengo esos terribles dolores en estómago, cabeza y músculos. Me hace feliz pensar en los senderos que aún quedan por descubrir, si el Hado se porta benévolo y respetuoso claro está. Me levanto, me doy cuenta que veo todo con una neblina extraña, lo achaco al reciente episodio de envenenamiento sufrido, sin duda será una de sus últimas consecuencias. Juro a los Dioses que perseguiré hasta la entrada al Averno a los responsables, sobre todo a ese maldito Cneo Calpurnio Pisón que ha intentado manchar mi honor... Sí, al maldito Pisón lo entregaré como tributo a Plutón.

No me he dado cuenta, pero mientras reflexionaba he debido andar bastante pues no encuentro referencia alguna conocida. Miro al cielo y descubro una gran nube gris sobre mí y a lo lejos un sol radiante que, sin duda, están disfrutando otros. Ese será mi camino, hacia esa luminosidad ya que allí alguien podrá dar cobijo a Nerón Claudio Druso... Me detengo, ese era mi primer nombre y no entiendo porque me ha venido a la cabeza ahora que todo el mundo me llama Druso Germánico, incluso después de que Tiberio me adoptará como su hijo y pasará a llamarme Julio César Claudiano. Mientras recuerdo estos nombres, se agolpan a mi memoria cientos de hechos de mi vida.

Enfrascado en los recuerdos, donde mi hermano Claudio toma protagonismo, entro en una domus que recuerdo. Estoy en la domus de Tiberio, le veo incluso, está dictando a un escriba que a su vez graba una tabula. Intento escuchar, pero me es difícil y casi al final acierto a escuchar: “A quien nunca debió morir, Julio César Germánico”.

Me bloqueo completamente, Tiberio, mi padre, el que me adoptó como su hijo y me ofreció una carrera como cónsul, está dictando mi epitafio para ser inscrito en una tabula. Eso quiere decir... ¡Oh! ¡Por todos los Dioses!

La muerte nunca es dulce, es una copa de vino amarga y más aún si uno se entera de esta manera tan cruel y extraña de su propio fallecimiento. Yo, Druso Germánico, el conquistador de la tierra más levantisca y bárbara de los confines del Imperio, nunca más volveré a exhalar el aire espeso y turbado del foro ni podré acudir a admirar la belleza prohibida de las vírgenes vestales.

Mientras conducía mi alma en estas tribulaciones, conseguí alcanzar un claro en medio de un bosque. El aire era cálido pero agradable, la temperatura era como una tarde del mes de Iulius.

Alrededor, como si de repente cientos de lucernas iluminaran los extremos del claro, aparecieron rostros severos de personas muy solemnes. Sin presentaciones, por un extraño influjo u obra de hechicería, comprendí quienes eran. A mi derecha Alejandro Magno que no paraba de sonreírme, a la izquierda Publio Cornelio Escipión, detrás de mí se encontraba Aníbal y en frente un personaje de rasgos hebreos que sin duda me recordaban a Herodes Antipas.

Alejandro comentó que yo, Druso Germánico, había heredado el honor de los grandes generales allí presentes, Escipión apostilló que además había luchado por el honor de los romanos además del de los grandes estrategas. Aníbal adelantándose unos pasos, muy formal en su actitud, dijo estar honrado por mi actitud no sólo como general si no como el último de los héroes de la antigüedad que había actuado sobre la Tierra.

Yo intenté rectificarles y decirles que mi obra estaba inacabada, no así la de ellos, y que por tanto no podía equipararme a ellos jamás. Su grandeza, sus epopeyas y hazañas no tenían parangón con mi existencia que, si bien había tenido algún éxito civil y militar, no creía llegar a su altura. En esta línea argumental pedí volver para buscar completar mi misión, pero el personaje que confundía con Antipas me argumentaba que ya había cerrado este ciclo vital y por él sería recordado...u olvidado.

En esas estaba cavilando cuando se adelantó Publio Cornelio Escipión, llevaba una capucha que le cubría gran parte del rostro. Al estar a poca distancia de mi cara, tanto que podía sentir el aliento de su ánima, se descubrió la capucha y pude ver otro rostro diferente. Era el divino Julio, el gran César y mi asombro me dejó helado.

Al acusarles de brujería, Antipas comentó que el único que había recibido el título de brujo en vida fue él e intentó calmarme con bellas palabras que dulcificaban mis oídos de difunto. Primero, Herodes Antipas, intentó explicarme que Escipión lleno de venganza quiso volver a Roma para conseguir el poder de nuevo, lo consiguió y alcanzó en su nueva encarnación, como Julio César, máximas cotas, pero cegado en su vanidad tenía sellado su destino: volver a morir por mediación de sus ciudadanos. Como Escipión recibió una muerte psicológica por el rechazo del senado romano y como César una muerte física. Se había cerrado su círculo. Y por tanto no recomendaba volver con prisas sino primero formarse y crecer espiritualmente antes de tomar la decisión.

Antipas hablaba como un filósofo y sus palabras llenaban de ánimo mi desconsolado corazón. Cuando me pidió que me acercara donde se encontraba, lo hice como si estuviera hipnotizado por su gesto de la mano. Al llegar a situarme a dos pasos comprendí que no era Herodes Antipas el que hablaba...era otro personaje con rasgos judíos al que no acertaba a reconocer. Entonces recordé que, a menos que hubiera muerto durante mi convalecencia en Antioquía, Antipas seguía vivo...

Cuando pedí su nombre, contestó que, como Aníbal, compartía haber sido perseguido por los romanos y que como Alejandro Magno había intentado unir todos los pueblos conocidos de la Tierra sin discriminación. No entendía nada, ni acertaba a comprender quién me hablaba.

El personaje misterioso que confundí con Antipas parecía tener influjo sobre los grandes generales allí presentes. Señaló a Escipión, ahora César sin capucha, y comentó que como ellos había resucitado a la vida y sin embargo las gentes que vivían en el orbe seguían sin entender el verdadero mensaje.

¿Y entonces qué hacía yo allí? ¿Y qué personaje con tanto poder aparente me hablaba?

Conmigo – me miró y me habló muy tranquilo – dijo compartir una vida corta llena de honor y responsabilidad. Vidas que han sido sesgadas por el asesinato y la envidia. Vidas que serán olvidadas: la de Druso Germánico por tener otros generales con más eco para Clio, y la suya, la existencia de Yeshu Ha Natzaret – al fin se presentó – porque será velada por la mentira y el interés humano.

Todos vuestros Dioses, siguió hablando Yeshu Ha, griegos, púnicos o romanos son mis agentes en la tierra, otros los llamarán ángeles o demonios.

Empezaba a comprender: para Druso Germánico existe una nueva misión, la más grande de todas y será convertirse en uno de aquellos agentes al servicio de lo Supremo para buscar el equilibrio terrenal.

Asentí y sin saber muy bien porqué, me puse en manos de aquel conciliábulo dirigido por aquel ser tan luminoso en palabras y gestos. ¡Qué otra cosa podía hacer!

He de reconocer que el futuro, aun estando muerto para la Diosa Gaia, era esperanzador. Que contradicción más bella.

Volví a sentir el latido de mi corazón y entonces comprendí que lo había conseguido. Y sin cruzar el río Estigio o ver a Caronte. Qué extraña y bella era la no existencia humana.

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