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LA MONTAÑA

Un hombre tenía un sueño, quería ser el primero en subir a una montaña. No era una montaña sagrada ni la más transitada del orbe, sin embargo, desde pequeño anhelaba escalar a su cima y ser reconocido por ello.

Después de años preparando el reto se puso en camino, transitó por senderos cada vez más empinados y, cuando parecía que el esfuerzo le derrotaba, divisó el último tramo. Estaba tan exhausto que decidió hacer noche a los pies de la escalinata final.

En noche cerrada y cuando los párpados se caían, agotado pero preso de emoción por estar tan cerca de su sueño, oyó una voz femenina y otra más apagada que parecía infantil. Asombrado al ver lo que a todas luces parecía una mujer con su hija, se atrevió a entablar conversación:

– ¿Qué hacéis paseando a estas horas tan cerca de la cumbre de la montaña? – Preguntó algo timorato el hombre.

La mujer le miró con ojos cansados, la niña ni se inmutó. Por un momento creyó que estaba ante dos fantasmas hasta que la niña tiró de la mano a la madre y pareció romperse la ensoñación.

– Déjale mama – habló la niña con mucha más seguridad en sí misma de la que aparentaba por edad – no parece mal hombre, aunque es uno más de los soñadores. Lo de siempre.

– Tranquila hija – le dijo la madre a la pequeña mientras mantenía la mirada fija en el hombre – debemos ser respetuosas siempre. Caminamos hacia la cima como hacemos al final de todas las jornadas.

– ¿Hacia la cima? Creía que nadie había subido a ella – el hombre hablaba estupefacto sin entender nada – Acaso ¿no seré el primero en llegar?

La niña comenzó a reír a carcajadas, era una carcajada tan honda como sonora, terrorífica. Cuando pareció saciarle la risa se dirigió al hombre de nuevo:

– Todos creéis ser los primeros y sin embargo son incontables los que ya han conseguido esto que crees proeza. Yo la primera.

– Basta ya – apuntó la madre a la hija – te pido, una noche más, que desciendas el camino y lo vuelvas a retomar mañana al reflexionar.

Sorprendentemente la niña hizo caso y tomó el camino descendente. En un momento fugaz ya no se divisaba su figura ni siquiera a lo lejos.

El hombre salió de su perplejidad y se encaró con la madre:

– No deberías dejarla hablar así, tan hiriente, sobre todo con desconocidos. Es demasiado pequeña para ello. No ha conseguido hundirme porque no era más que una niña y yo soy fuerte, tan fuerte como el único de los hombres que va a llegar a esa cima. Tampoco tú podrás impedírmelo.

La madre pareció ignorarle y se puso a caminar hacia la escalinata final a la cota más alta de la montaña. Sus pasos parecían contarse por zancadas de gigantes. El hombre, al verlo, se puso ciego de ira y cuando le había sacado cierta ventaja, trató de correr hacia la mujer advirtiendo:

– No podrás hacerlo antes que yo ¡es mi sueño y sólo mío!, nadie podrá vencerme a mi… – de repente se oyó un traspiés y el hombre se encontró que el camino se había desgarrado y abierto a un precipicio que la noche ocultaba. Sólo una fina rama de arbusto le servía para agarrarse.

La mujer, oyendo los gritos detrás, sonreía mientras ascendía a la cima. Sabía que no debía auxiliarle y que necesitaba estar colgado un buen rato de esa rama para sentir lo endeble que puede llegar a ser uno. Mientras, con firmeza y seguridad, la mujer llegaba a la cima para cerrar los ojos y dejarse bañar por la fuerte brisa que allí existía. Al abrirlos ya no divisiva al hombre ni a su hija, sólo veía un mundo maravilloso a sus pies. Un mundo por explorar. Entonces sintió que hacia él descendería tratando de ayudar a otros seres a encontrar su camino.

Ni el hombre, ni la mujer, ni su hija, son una persona por sí solas. El hombre es tu ego, la niña es tu envidia y la mujer tu conciencia. Y sí, la frágil rama, es la esperanza que, en realidad, no es tan endeble como a veces creemos.

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