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El Crown & Lion, el pub solitario que se encontraba en el mismo límite de Penleven, con una ristra de árboles separándolo de la propiedad más cercana de casas como un vecino maldito nunca había sido más atractivo. Desde la única parada de autobús, Slim no podía más que pasar por delante de él para llegar a su alojamiento y aunque había comido frecuentemente en su desangelado comedor con tentaciones de un alcohol que habría borrado en un abrir y cerrar de los ojos de un bizco local los últimos tres meses de rehabilitación, esa noche sentía demasiado la antigua tensión, la nerviosa inquietud que siempre le había empujado al abismo. La gente decía que una vez que se es un alcohólico, siempre se es un alcohólico y aunque Slim tenía la esperanza de que algún día podría disfrutar tranquilamente de alguna cerveza ocasional, esos días libres de demonios, de control y conformidad quedaban muy lejos. Echó una única mirada nostálgica a las luces de la ventana del pub, avivó el paso y pasó aprisa por delante.

El albergue estaba en silencio cuando volvió, pero, a través de una puerta cerrada, llegaba el sonido apagado de un televisor con el volumen bajo. Slim abrió la puerta y vio a Mrs. Greyson dormida en su butaca delante de una estufa eléctrica. El mando del televisor descansaba a su lado sobre el brazo de la butaca, como si hubiera tenido la previsión de bajar el sonido antes de quedarse dormida.

Slim subió las escaleras. Puso el reloj sobre la cama y volvió a salir. A menos de un kilómetro siguiendo la carretera, fuera de la única tienda del pueblo, Slim encontró una cabina.

Llamó a un amigo en Lancashire. Kay Skelton era un experto en lingüística y traducción a quien Slim conocía desde sus tiempos en el ejército y con quien había trabajado antes. Slim le habló de la vieja carta encontrada dentro del reloj.

—Tengo que saber qué hay escrito en ella, si es que hay algo —dijo Slim.

—Envíamela por correo urgente —dijo Kay—. Yo no puedo hacer nada, pero tengo un amigo que puede ayudar.

Después de la llamada, Slim se sorprendió al ver que la tienda seguía abierta, aunque eran casi las seis y cuarto.

—Estoy cerrando —fue la seca bienvenida de la tendera, una mujer mayor con una cara tan agria que Slim dudó de si podría sonreír si lo intentara.

—Solo será un minuto —dijo Slim.

—¡Ah, eso es lo que dicen todos! —dijo con una mueca y una risa sarcástica que hizo que Slim dudara sobre si estaba haciendo una broma o mostrándose desagradable.

Después de comprar un sobre, Slim averiguó que, sí, la tienda también funcionaba como oficina local de correos, pero, aunque, sí, podía hacer envíos urgentes, había que pagar un suplemento por envíos fuera de horario.

—¿Trelee está lejos de aquí? —preguntó, mientras la tendera, no muy sutilmente, le acompañaba hasta la puerta.

—¿Para qué quiere ir allí arriba? No hay mucho que ver para turistas.

—He oído que hay algo misterioso allí.

La tendera puso los ojos en blanco.

—Ah, se refiere a Amos Birch, el relojero. Yo creía que eso se había olvidado. ¿Por qué le importa que desapareciera un viejo?

—Soy investigador privado. La historia me ha parecido interesante.

—¿Por qué? Hay poco que decir. ¿Le ha contratado alguien?

Puso tanto desdén en la palabra «contratado» que Slim se preguntó si la tendera había tenido alguna mala experiencia con investigadores privados en el pasado.

—Estoy de vacaciones —dijo—. Pero ya sabe lo que dicen: una vez se es un poli, siempre se es un poli.

—¿Eso dicen, de verdad?

—Entonces… ¿saliendo del pueblo a la izquierda o a la derecha?

La tendera volvió a poner los ojos en blanco.

—Hacia el norte por el camino hacia el viejo Camelford. Puede que vea una señal: solía haber una, pero el ayuntamiento ya no poda como antes. Unos diez minutos en coche.

—¿Y a pie?

—Una hora. Tal vez un poco más. Si conoce el camino, puede atajar por el borde de Bodmin Moor y ahorrarse algo de tiempo, pero tenga cuidado. Era un terreno de minas.

—Gracias.

—Y llévese algo de comer. Esta es la única tienda por aquí hasta llegar al garaje de la Shell en la A39 justo a las afueras de Camelford.

Slim asintió.

—Gracias por la información.

La tendera se encogió de hombros.

—Si quiere un consejo, yo me ahorraría el esfuerzo. No hay mucho más que ver que una vieja granja y poco por saber. Cuando Amos Birch desapareció, se aseguró de que nadie lo encontrara.

El Secreto Del Relojero

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