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La lluvia dio la bienvenida a Slim a la mañana siguiente, pero Mrs. Greyson estaba del mejor humor que le había visto nunca cuando le explicó que salía.

—No es el mejor día para andar por los páramos, ¿verdad? —dijo. Cuando Slim se encogió de hombros, añadió—: Quiero decir, tengo un paraguas que le puedo prestar, pero no lo va a poder llevar en su bicicleta y, en todo caso, el viento allí arriba lo estropearía.

Slim consideró aceptar el farol y pedírselo de todos modos, pero decidió arriesgarse con su cazadora habitual. Mrs. Greyson, sin embargo, sí le ofreció un antiguo mapa del Departamento de Fomento, con Trelee marcado con un gran punto a un par de casillas por encima de donde se concedía a Penleven bastante más espacio que el que merecía su disperso caserío.

La carretera era como ya había llegado a esperar de Cornualles en cualquier sitio que no fuera la A30 o la A39: un camino serpenteante e interminable apenas suficientemente ancho como para que pasaran dos vehículos, un laberinto de curvas sin visibilidad y desvíos ocultos que entraban y salían de valles boscosos entre suaves colinas onduladas de granjas y páramos. De vez en cuando se abrían setos claustrofóbicos que revelaban bellos panoramas rurales de espacios abiertos llenos de neblina, pero al caminar a través de las sombras que dejaban los grandes árboles, con la única compañía del ladrido distante de un perro o el canto de un pájaro, la imaginación de Slim empezó a acosarlo con imágenes de cuerpos mutilados y anuncios de personas desaparecidas en la contraportada de los periódicos dominicales.

Trelee, en el rincón del camino en el que el mapa indicaba que debía estar el pueblo, era apenas una docena de casas, distribuidas a lo largo de menos de un kilómetro en un tramo llano rodeado de portones a campos que miraban a Bodmin Moor. Unos pocos caminos rurales desaparecían en valles ocultos, con agrupaciones de graneros y granjas ocultos que solo mostraban sus tejados a través de árboles sin hojas.

Slim encadenó su bicicleta a un portón cercano a una señal del ayuntamiento anunciando TRELEE con letras firmes y la hierba aplastada a su alrededor, como si la hubieran golpeado con un palo y continuó a pie, preguntándose si el viaje habría merecido la pena. Las tres casas más cercanas eran bungalós modernos alejados de la carretera. Ninguno tenía vehículos en el exterior, lo que sugería que sus habitantes estaban trabajando en alguna ciudad lejana. Vio pocas señales más de vida: algunos juguetes de niño en la entrada de uno, un elegante gato sentado en la ventana de otro.

Pasados lo bungalós, había tres granjas más antiguas, con muros de piedra y tejados de paja, un pedazo de un documental de viajes transportado a un sitio desconocido de Cornualles. Las dos primeras parecían vacías, con los portones cerrados y los buzones arañados, pero en la tercera un hombre mayor trabajaba en el jardín, echando los restos esqueléticos de plantas muertas en una compostadora antes de colocar las viejas bandejas en una pila.

Slim levantó una mano en respuesta a un amable saludo.

—¿Tiene un minuto? —preguntó.

El hombre vagaba por el jardín.

—Claro. ¿Es usted nuevo por aquí?

—Solo estoy de visita. Vacaciones.

El hombre asintió pensativo.

—Qué bien. Yo hubiera elegido algún lugar más cerca de la costa, pero cada uno es como es.

Slim se encogió de hombros.

—Era barato.

—No me sorprende.

—Estoy buscando a alguien que pueda haber conocido a Amos Birch —dijo Slim, pues las palabras le salieron de la boca sin pensar realmente en qué estaba diciendo—. Ya sé que murió, pero me pregunto si tal vez tenía una esposa o un hijo. Encontré algo que podría pertenecerle.

El hombre se puso visiblemente tenso al oír el nombre de Amos.

—El que haya muerto o no es dudoso. ¿A quién le importa?

—Mi nombre es Slim Hardy. Estoy en el albergue Lakeview en Penleven.

—¿Y qué ha encontrado?

Slim se dio cuenta de que no tenía sentido volverse atrás.

—Un reloj. Oí que era aficionado a esto.

El hombre se rio.

—¿Un aficionado? ¿Quién le ha dicho eso?

—Es lo que he oído.

—Bueno, amigo mío, si yo encontrara un reloj de Amos Birch, yo me lo quedaría para mí o al menos lo guardaría bajo llave.

—¿Por qué?

—Son cosas muy buscadas. Amos Birch no era un aficionado. Era un artesano famoso en todo el país. Sus relojes valen miles.

El Secreto Del Relojero

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