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—¿Entonces dónde está el reloj que encontró?

Slim se sentó enfrente de Geoff Bunce en un café en un rincón del mercado de Tavistock. Dio un sorbo a un café flojo en una taza de plástico y dijo:

—Lo escondí.

—¿Dónde?

Slim sonrió.

—Donde estoy seguro de que estará seguro.

Bunce asintió rápidamente.

—Bien, bien. Buena idea. ¿Tiene entonces alguna idea de qué le pasó a Amos?

—Ninguna en absoluto.

—Pero usted es un investigador privado, ¿no?

—Trabajo sobre todos en asuntos extramaritales y fraudes en las bajas laborales —dijo Slim—. Nada para entusiasmarse. No voy a ganar dinero con esta investigación, así que si dejan de aparecer rastros probablemente desaparezca en el campo y busque algún caso con el que pueda hacerlo.

—¿No tiene ninguna pista?

—Todo lo que tengo es una lista mental de posibilidades y cuantas más borre, más cerca estaré de averiguar qué pasó realmente.

—¿Qué tiene en su lista?

Slim rio.

—Prácticamente cualquier cosa, desde un asesinato a una abducción alienígena.

—No pensará realmente… —Bunce se calló de repente, arrugando la nariz—. Ah, es una broma. Ya veo.

—En realidad no tengo ninguna pista. Por el momento, me limito a averiguar las circunstancias que rodean su desaparición. Tal vez pueda ayudarme con eso.

—¿Cómo?

—Dijo que fue la última persona que lo vio vivo aparte de su familia. ¿Y si me cuenta eso?

Bunce se encogió de hombros, mostrándose repentinamente inseguro.

—Bueno, ha pasado mucho tiempo, ¿verdad? Fuimos a dar un paseo por el páramo, hasta Yarrow Tor, más allá de la granja abandonada que hay allí.

—¿Recuerda por qué?

Bunce encogió un hombro con un gesto extraño y torcido.

—Era un paseo habitual. Lo hacíamos cada dos meses. No había ninguna razón especial.

—¿Recuerda de qué hablaron?

Bunce sacudió la cabeza.

—Bueno, debió ser lo habitual. No teníamos conversaciones muy profundas. Nos veíamos mucho, ya sabe. Siempre era sobre el tiempo, las quejas sobre la política, todo eso.

—No me está dando mucho para trabajar.

Bunce se mostró decepcionado.

—Supongo que no hay mucho que decir. Quiero decir, conocía a Amos desde siempre, pero no éramos tan íntimos como para contarnos todo el uno al otro. No era ese tipo de hombre. La gente a menudo bromeaba diciendo que prefería los relojes a las personas.

—Me dijo que ese reloj valía unos miles de pavos. ¿Es eso realmente cierto?

Bunce sonrió, pareciendo aliviado de que Slim le hubiera planteado una pregunta que podía contestar.

—Era como un matemático con sus manos. La mayoría de los artesanos tienen una habilidad particular, pero Amos era el paquete completo. Hacía todo: el diseño, las tallas, así como todo el trabajo mecánico interno a mano. ¿Tiene idea de lo difícil que es fabricar piezas de reloj a mano? En un día de trabajo puedes hacer una o dos partes pequeñas. Requiere mucho trabajo y poca gente hoy en día tiene ese tipo de concentración. Amos era de una raza especial.

—¿Cuántos fabricaba?

—No muchos. Dos o tres al año. Algunos eran encargos, creo, otros, ventas privadas. No tenía prisa. No quería ser rico. Le gustaban sus páramos y la vida tranquila. Su granja daba algunas ganancias (a pesar de lo que dicen muchos) y la venta de relojes le daba suficiente dinero extra como para tener un cierto grado de lujos.

—¿Es posible que alguien pudiera guardarle rencor? ¿Una venta fallida o tal vez un trato incumplido?

—Es posible, pero lo dudo. Amos era un hombre agradable y humilde.

—¿En qué sentido?

Bunce se tiró de la barba.

—Era inofensivo, es la mejor manera que tengo de decirlo. Hablaba bajo y nunca decía nada malo de nadie. Se encerraba en su trabajo. Y su trabajo era bueno. Nadie podía quejarse de relojes hechos con tanto cariño y cuidado. Quiero decir, ¿cuántas veces se estropean los relojes de cuco? ¿Cuántas veces ha entrado en un pub y ha visto uno estropeado en la pared de un rincón? Por el contrario, los relojes de Amos… Quiero decir, ¿cuánto tiempo ha estado enterrado ese reloj? ¿Veinte años? ¿Y aun así pudo darle cuerda y funcionó sin problemas? Ningún reloj que compre en una tienda tendrá esa resistencia. Los relojes de Amos se fabricaban para durar.

Bunce no tenía nada interesante que añadir, así que Slim apuntó su número, se excusó y se fue. Había llegado a la estación de autobuses y estaba en la cola de la taquilla cuando tuvo una idea.

Sacó el número de Bunce y llamó al anticuario.

—¿Tan pronto me vuelve a necesitar?

Slim sonrió.

—Solo una pregunta rápida. ¿Con un reloj como el que encontré, ¿cada cuánto tiempo cree que hay que darle cuerda?

—Oh, no lo sé, una vez cada pocos meses. Amos solía hacer unos muelles increíbles. Podías darles cuerda y duraban un montón.

—Muy bien, gracias.

Cuando volvió al albergue, Mrs. Greyson estaba quitando el polvo en el recibidor. Slim le dio educadamente las buenas tardes y luego subió aprisa a su habitación. Allí sacó el reloj de debajo de la cama y se sentó a oír el tictac durante unos minutos. Luego le dio la vuelta, quitó el panel de madera que Bunce había dejado desatornillado y miró el mecanismo del reloj. El pequeño dial enrollado en el reloj reverberaba ligeramente con cada tic.

Frunció el ceño, tocándolo ligeramente con un dedo, advirtiendo la falta de suciedad, comparado con el resto del reloj.

Cada pocos meses, había dicho Bunce. Si el reloj se había fabricado hacía unos veinte años, el muelle se habría desenrollado mucho tiempo atrás.

Slim no le había dado cuerda, lo que le hizo preguntarse quién lo había hecho.

El Secreto Del Relojero

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