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3 LLAMARON DESENCANTO A LO QUE EN REALIDAD FUE MANSEDUMBRE (1982-1996)

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Me estrené en mi profesión como técnico de estudios con una serie de seis sondeos preelectorales para UCD, que era el partido del gobierno en la campaña de 1982. Su electorado mayoritario de 1979 quedaría reducido a 1,4 millones de votos y once escaños, mientras que el CDS del expresidente Adolfo Suárez se hizo con seiscientos mil votos y dos escaños: ambas formaciones fueron laminadas por la legislación electoral. Un tercio de los votantes de UCD había elegido la coalición de AP con el Partido Demócrata Popular (PDP) de Óscar Alzaga, mientras que otro tercio se había incorporado al PSOE. Dotados de la nueva legalidad democrática, las elecciones de 1982 solo las podía ganar el PSOE. En ellas, aplastó a sus rivales con doscientos dos escaños. La popularidad del presidente Felipe González era del 62% de aprobación por tan solo un 13% de desaprobación cuando llegó a La Moncloa. Esas elecciones las tenían los socialistas más que ganadas sin referendo atlántico, pero lo comprometieron. Además de esto prometieron la creación de ochocientos mil puestos de trabajo, que entonces era una cifra enorme, y años más tarde se convirtió en el primer hito del desprestigio de la joven democracia española: el de la promesa electoral incumplida.

Pero lo importante por revelador fue el tercer eje de los socialistas en aquella campaña de 1982. Comprometieron lo que se llamó entonces la moralización de la administración pública, que es la regeneración democrática de ahora. El problema estaba ahí y ahí sigue: la burocracia española es un poder autónomo y arbitrario que engloba al representativo y existe desde siempre.

Durante esa legislatura aún se producirían más desengaños. En 1984 ocurrió el primer escándalo de financiación ilegal de un partido: el PSOE. Un diputado del SPD alemán, Peter Struck, declaró haber entregado un millón de marcos personalmente a Felipe González. Era un donativo procedente de la trama de financiación ilegal de los socialistas alemanes, que tenía su origen en los sobornos políticos de Friedrich Karl Flick, un poderoso empresario alemán. El conocido como caso Flick le descubrió a los electores que las grandes fortunas y las empresas financian a los partidos políticos a cambio de ventajas de algún tipo. Compran a los representantes. González afirmó no haber recibido dinero «ni de Flick ni de Flock», pero el escándalo fue considerable.

En 1985 apareció en Gallup un cliente para encargar una encuesta mensual. Aquel contrato acabaría prolongándose durante casi dos años. Mi trabajo se limitaba a traducir las preguntas y trasladar el encargo a la red de campo y las especificaciones al centro de cálculo para devolver una cinta con los datos. Entre los años 1985 y 1986 asistí al proceso de creación de la pregunta del referendo sobre la OTAN de este cliente, uno de tantos que debieron de intervenir en ese asunto. Cuando reemplazaron «OTAN» por «Alianza Atlántica» el voto favorable al sí mejoró diez puntos, pero seguía ganando el no. Muchos lectores recordarán que finalmente no se votó sobre la OTAN, porque lo que se llevó a referendo fue la política de seguridad exterior del gobierno, un decálogo que se resumía en tres propuestas: desaparecían las bases norteamericanas, se prohibía el tránsito de material nuclear por nuestro territorio y permaneceríamos en la Alianza Atlántica, aunque sin integrarnos en su estructura militar. El referendo atlántico de 1986 jamás lo habría ganado el gobierno sin hacer encuestas porque nadie habría encontrado esta fórmula.

Hicimos otros trabajos para la prensa a propósito del referendo. Para acertar con la estimación había que resolver una cuestión técnica que se resumía en un fenómeno de ocultación del voto en sentido contrario. Había un número significativo de entrevistados que verbalizaban su voto negativo a la permanencia de España en la OTAN, pero introducían la papeleta del sí en un procedimiento técnico paralelo que llamábamos de urna simulada. Digamos que las encuestas que no se publicaron fueron decisivas para dar con la formulación de la pregunta deseada y se convocó el referendo cuando creyeron tenerla. El 12 de marzo de 1986 ganó el sí buscado por el gobierno con el 52,5% de los votos.

Aquella interpretación del referendo era propia del PCUS o de Francisco Franco. No se trataba de que los ciudadanos expresaran su posición sobre la materia atlántica, sino que el referendo solo se planteó cuando hubo posibilidades de ganarlo. En España es el gobierno quien promueve los referendos y solo lo hace para ganarlos, lo que no es democracia directa. Los canarios, por ejemplo, no pueden opinar sobre el negocio del petróleo que quieren instalar en sus islas porque el gobierno prefiere no saberlo. Por eso está prohibido que alguien lo pregunte. Esta interpretación predemocrática de la política nos la enseñó Felipe González, y este pensamiento no es de derechas ni de izquierdas, sino español posfranquista o representativo del «porque aquí mando yo». El PSOE de Felipe González quiso configurar el resultado ganador en el referendo de la OTAN retorciendo la voluntad de las personas con una actitud totalitaria y tramposa.

La postura del PSOE en el asunto del referendo no fue la única destacable. El problema planteado en España con respecto a la Alianza Atlántica era muy grave y los aliados esperaban la colaboración de todos los partidos. Sin embargo, como Fraga podía derribar al gobierno si perdía el referendo, hizo una campaña implícita contraria al sí que se solapó con el silencio sepulcral de Adolfo Suárez. La derecha española exhibió un sentido de Estado y del interés general muy particular e inesperado, puesto que priorizó la conquista del poder parlamentario a la solución del conflicto atlántico. Y esto se anotó.

A pesar de todo, el poder del PSOE seguía siendo firme. Repitió mayoría absoluta en julio de 1986 con ciento ochenta y cuatro escaños, que eran menos que en la anterior legislatura pero aún eran muchos, mientras que la Coalición Popular liderada por Fraga consiguió ciento cinco escaños y el CDS de Adolfo Suárez dimensionó su espacio electoral quedándose por debajo del umbral de los 2 millones de votos y diecinueve escaños.

No parecía que en general la ética del poder fuera a mejor. Por ejemplo, en el mismo año de las elecciones estalló el caso KIO, otro escándalo financiero con suspensiones de pagos y condenas a empresarios. Otro detalle ilustrativo de esta ética se vio en abril de 1988, cuando el entonces vicepresidente del gobierno, Alfonso Guerra, se encontró atrapado en un atasco volviendo por carretera de Portugal. Primero intentó colarse pero la gente lo increpó y se dio la vuelta. Mandó que le enviaran un Mystère, un avión militar, al aeropuerto portugués de Faro para recogerlo y llevarlo a Sevilla. Todo el episodio ejemplifica la didáctica del «puto amo» consustancial a esa clase política española posfranquista que ahora desprecia la mayoría social.

Naturalmente, aún se destaparían cosas mucho peores. En 1989 nos encontramos con el caso Juan Guerra. El hermano del vicepresidente ocupaba un despacho en la delegación del gobierno de Andalucía en el que se dedicaba a sus actividades empresariales privadas. Se trataba de un caso claro de nepotismo que entrañaba un delito fiscal por el que Juan Guerra fue condenado años después. Alfonso Guerra llegó a ser desaprobado por siete de cada diez personas, un dato masivo que es una señal previa antes de desaparecer de la forma en que en general lo hacen. Guerra dañó irreparablemente la imagen del político antifranquista español en una sociedad que ya se encaminaba a lo que luego se llamó el desencanto, que en realidad no fue otra cosa que mansedumbre.

Aun así, en 1989 se celebraron elecciones generales y volvió a ganar el PSOE con ciento setenta y cinco escaños por ciento siete del PP. Felipe González gobernaba la España de los fondos estructurales, las autovías, el AVE y los Juegos Olímpicos de Barcelona. Por su parte, la derecha española de ámbito estatal no era la única opción de voto, ya que en las elecciones autonómicas de 1983, 1987 y 1991 concurrieron un buen número de partidos políticos regionales como Unió Valenciana, el Partido Andalucista, el Partido Aragonés Regionalista, Extremadura Unida, Unió Mallorquina, Coalición Galega, etc. Así era y es España, muy dispersa en lo territorial. Algunas de estas fuerzas políticas aún perduran en sus territorios, mientras que otras desaparecieron engullidas por el bipartidismo, que se convirtió en el tercer ciclo del comportamiento electoral.

Tras diez años en el gobierno del PSOE el elector medio había aprendido lo que era una promesa electoral incumplida, un referendo absolutista, el abuso de poder y el nepotismo, además de descubrir también las cloacas del Estado. Desde el caso Lasa y Zabala en 1983 hasta el number one de Txiki Benegas en 1991 habían pasado ocho años en los que se había intentado matar a etarras, o al menos eso parecía. En 1992, saltaron los casos de los fondos reservados y de los GAL que le enseñaron al elector dos cosas más: por un lado, que los políticos disponían de un dinero que no tenían que justificar porque se gastaba en actividades inconfesables y, por otro, que algunos se lucraban con esos fondos. Por si eso fuera poco, se confirmó que las campañas electorales de los partidos políticos se financiaban ilegalmente. Estábamos en los prolegómenos del caso Filesa, la primera trama de envergadura que organizaba un partido político (el PSOE) para afrontar sus gastos electorales (las elecciones generales de 1989).

Con todos esos precedentes y una tasa de desempleo que alcanzaba el 20%, en la primavera de 1992 la desaprobación de Alfonso Guerra era del 72% y la de Felipe González del 46%. El PSOE perdía las elecciones en las encuestas. La popularidad de Felipe González ya era tan solo del 30%, una cifra que ya no remontaría aunque extrañamente sí los resultados de su partido. Muy extrañamente. Y tampoco hay que olvidar que además seguían apareciendo informaciones que dejaban al poder en mal lugar. En septiembre de 1992 el gobierno devaluaba la peseta. El aluvión de casos escandalosos parecía no tener fin: en noviembre el caso Roldán formalizó el hito del desprestigio de las instituciones; el caso AVE mostró al electorado la existencia de comisiones en la adjudicación de la línea de AVE Madrid-Sevilla; el caso SEAT demostró la existencia de más financiación ilegal del PSOE; el caso Casinos destapó que CiU hacía lo mismo; el caso Ibercorp fue de impacto porque el gobernador del Banco de España se estaba llevando el dinero y hubo también algo con el BOE; y más tarde el caso Urralburu acabó con la condena por primera vez de un expresidente de una comunidad autónoma.

Cumplidos diez años de gobierno socialista El País publicó una encuesta que mostraba a la sociedad sumida en el desencanto al que nos hemos referido antes. Solo el 7% de los entrevistados consideraba que el PSOE había cumplido con sus promesas electorales. La gente pensaba que la actuación de los socialistas había ido de mejor a peor. Cinco de cada diez entrevistados opinaban que en España había mucha corrupción, y tres que bastante, es decir, ocho de cada diez. Y de esto hace poco más de veinte años. La imagen que proyectaba el PSOE había cambiado profundamente, pero lo más importante era otra cosa. El 59% de los entrevistados consideraba que los beneficiados de la década de gobierno socialista habían sido las rentas más altas, los empresarios, los bancos y los propios políticos. Siete de cada diez personas opinaban que los perjudicados habían sido las rentas medias y bajas.

El desencanto apareció en la gente corriente al constatar que el gobierno socialista y la democracia eran lo mismo de siempre. Después de diez años de socialismo la riqueza seguía sin repartirse de otra forma. Durante estos años el PSOE se transformó en una familia político-económica beneficiada por una ley electoral trucada en su origen. El poder representativo no había materializado la expectativa colectiva de cambio en lo sustancial: la igualdad social, la justicia contributiva, la igualdad de oportunidades y la movilidad social. Todo esto seguía más o menos igual que en los tiempos de Franco. En aquellas circunstancias la sociedad fue, como siempre, idiota de lo público, lo común o lo de todos.

Hoy se puede decir de forma terminante que se ha hecho una política más afín a los segmentos altos de la sociedad que a los más desfavorecidos [...] los errores económicos se superan. Lo que es mucho más difícil de superar son las desviaciones ideológicas y culturales. Sobre todo se crea esa cultura de que aquí se puede ganar dinero en muy poco tiempo.

Lo dijo Nicolás Redondo en 1992 en una entrevista publicada en El País el día que se cumplieron diez años de gobierno socialista en España. El elector ya había comprendido que los partidos políticos estaban conectados con las clases altas en general y que estas coinciden con los poderes patrimoniales y financieros. Se empezó a decir que «son todos iguales» y la gente siguió con sus cosas. Sin embargo, Nicolás Redondo estaba advirtiendo de que el PSOE no era socialista ni obrero, aunque sí muy español y en consecuencia algunos se estaban forrando. Aquello no tenía nada de moralización de la vida pública sino al revés y siguieron los escándalos hasta el caso Banesto, que se llevó por delante a Mario Conde, un banquero importante en esa época.

Tras diez años de gobierno socialista, las elecciones ya solo las podían ganar el PP o el PSOE, aunque todas las encuestas daban ganador por un estrecho margen al PP. El 13 de mayo de 1993 el gobierno devaluó la peseta, y el 24 de ese mismo mes José María Aznar vapuleó a Felipe González en el primer debate televisado de la democracia española entre presidenciables. Se inauguraba así el bipartidismo, con una audiencia de más de 9 millones de espectadores que ya quisieran los líderes de estos partidos ahora. En el segundo debate Felipe González supo imponerse con claridad a Aznar.

El 6 de junio de 1993 el PSOE consiguió ciento cincuenta y nueve escaños, derrotando al PP de José María Aznar, que se había quedado en ciento cuarenta y uno. Fue contra todo pronóstico, aunque venían muy igualados. A propósito de estos sorprendentes resultados, debo decir que recibí una visita durante esa campaña en la que me aseguraron que ganaría González. Vinieron a informarme y a observar mi reacción, y no a que les informara o les diera mis datos, aunque fuera ese el motivo de la visita. El resultado electoral de 1993 fue y sigue siendo incomprensible en algunos aspectos, y su revisión exhaustiva es una materia que tengo reservada para el final de mi carrera.

En 1993 Felipe González seguía conservando intactos cinco de los atributos que estudió Gallup sobre este líder: inteligencia, amabilidad, decisión, liderazgo y determinación. Once años después de empezar a gobernar mantenía en valores positivos la honestidad, lo cual da una idea de su fortaleza. Es el líder más completo que he estudiado y un comunicador irrepetible. Felipe González había perdido imaginación, programa, altruismo, fiabilidad y sinceridad. Ese fue el déficit asumido por todos, que se llamó desencanto. La sociedad entendió por fin que el líder no tiene las soluciones, que el margen de maniobra real de la acción de gobierno es limitado o está condicionado y que los políticos fallan tanto o más que aciertan, pero esconden sus errores.

La perestroika de Felipe VI

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