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PREÁMBULO QUIÉNES SOMOS

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Somos materia en transformación circunstancialmente consciente de estar viva e individuos de una especie que puebla uno de tantos planetas que viajan por el cosmos. En nuestra galaxia hay 200.000 millones de estrellas y en el resto del universo hay cientos de miles de millones de galaxias, con unos 60.000 millones de planetas cada una. La importancia de nuestra especie pensante es, por lo tanto, infinitesimal en el universo y nuestra dimensión individual es prescindible o irrelevante dentro de la evolución de nuestro mundo, aunque otorgamos importancia a nuestros actos, como por ejemplo la que le doy yo a la creación de este libro. Somos 7.100 millones de personas en este planeta y el conjunto de nuestras actividades altera los procesos de la naturaleza de tal modo que hemos impuesto en el plazo inmediato el ciclo geológico del homoceno, que es una consecuencia no deseada del crecimiento económico sostenido que aparentemente exige la subsistencia humana. La finitud geográfica de la Tierra desvela una realidad última a este individuo de especie pensante que nos enseña Kant: el planeta es el único lugar donde estuvimos, estamos y estaremos. Es nuestra casa, es de todos y eso impone un sentido último a la existencia humana que es necesariamente la solidaridad entre sus individuos. Aunque no deja de ser una obviedad, porque una especie no es otra cosa que un conjunto de individuos imperativamente solidarios, transportadores infinitesimales de materia genética hacia el futuro.

Estamos organizados en civilizaciones —algunas más arcaicas, otras más evolucionadas—, que apenas sabrán convivir en el mundo global del siglo XXI. La nuestra es la más avanzada o determinante para el progreso científico y técnico, ha definido lugares de encuentro entre las personas y lo que llamamos la ciudadanía, proporcionando derechos y seguridades a sus individuos que son inimaginables en otros lugares del planeta. Somos los occidentales de la Unión Europea, 500 millones de personas muy evolucionadas, seguras y ricas en términos globales que se declaran en crisis, lo que resulta inconcebible para un centroafricano. Es inconcebible se mire como se mire porque tenemos lo nuestro y además lo suyo; compramos sus tierras y los empleamos o los echamos; transformamos su sustento en beneficio para nuestra multinacional de agricultura extensiva y finalmente en aportaciones para nuestros sistemas de salud, educación, subsidios y pensiones. Nos declaramos en crisis cuando en más de medio mundo no llegan los antibióticos ni hay agua potable.

La globalización de los problemas es ineludible para este ciudadano occidental que prefiere mirar para otro lado mientras refuerza las vallas de Ceuta y Melilla; el europeo de la Unión no se quiere ver reflejado en el Mediterráneo de Lampedusa. La globalización es irritante y vergonzosa, porque nos obliga a enseñar nuestros valores más íntimos y a asumir el carácter egoísta e injusto de nuestra existencia occidental. Su fragilidad se advierte por al menos dos razones. Por un lado, el envejecimiento de una población autóctona europea que ya no asegura su reemplazo. Por otro, el desprestigio de las instituciones y el desgobierno en la gran región fronteriza del sur, donde los sistemas electorales han dejado de representar a las personas, y las sociedades se están desintegrando. La Unión Europea se defiende de lo que Fernando Vallespín llama los nuevos bárbaros, las hordas de desfavorecidos que llegan a sus fronteras para traspasarlas como puedan. La globalización invita a rectificar, pero el europeo occidental mira para otro lado porque la Unión se salva en último caso parapetada detrás del terciario, es decir, los Pirineos, los Alpes y los Cárpatos. Por el este, el paso lo bloquean los rusos con un Estado precámbrico.

En cuanto a nosotros, somos personas que vivimos en España, un Estado soberano del suroeste de la Unión Europea, una zona de mercado y una de las regiones más ricas del planeta. Tenemos una renta per cápita de más de 30.000 dólares y casi treinta veces más que en África central. Somos algo más de 42 millones de habitantes de nacionalidad española y alrededor de 5 millones de extranjeros. El primer grupo está distribuido en cuatro generaciones a las que he puesto nombre.

• Los niños de la guerra. Nacidos antes del año 1939, suman algo más de 4 millones de personas y todos han cumplido ya los setenta y siete años de edad.

• Los niños de la autarquía. Nacidos entre los años 1939 y 1958, los más jóvenes de entre ellos tienen ahora cincuenta y siete años y suman casi 9 millones de personas.

• Las dos generaciones anteriores dieron paso a una tercera: los reformistas. Nacidos entre los años 1959 y 1973, son más de 9,5 millones de personas.

• A la cuarta generación, la más joven, la he llamado los ciudadanos nuevos. Son casi 20 millones de personas nacidas después del año 1973; los mayores rondan los cuarenta años de edad y más de 12 millones de ellos están convocados a las urnas en 2015.

Las tres primeras generaciones son hijas de la España de la dictadura y han vivido alejadas del poder ininterrumpidamente desde el año 1939. La cuarta se desarrolla plenamente en la democracia, la Unión Europea, el euro y el mundo globalizado. Son los ciudadanos nuevos, usuarios plenos de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación que han socializado el conocimiento, lo que conocemos como la red.

España existe como Estado, administración o aparato burocrático, pero no como sociedad plenamente identificada con la nación española. La España entendida como una sola nación, tanto por Franco como por el pacto de 1978 nunca ha existido. La identidad española supone que todo el territorio del Estado está castellanizado y todo vestigio de otras culturas o identidades nacionales forma parte de la diversidad de esta única nación española, que es castellana. Esta identidad española está en crisis, porque omite el hecho de que las poblaciones autóctonas vasca y catalana se definen como otras identidades nacionales, y junto a la gallega suman unos 4 millones de personas.

La realidad plurinacional ha superado con creces el modelo territorial del Estado y no hay reciprocidad política ni convivencia entre las naciones. Además de esto, y después de un largo proceso de aprendizaje, las personas han asociado los grandes partidos políticos a la corrupción y a los poderes patrimoniales y financieros, los contratistas de lo público y los burócratas de las administraciones que autorizan los gastos y las inversiones. Una amalgama de intereses que denomino el bloque burocrático español. Es el mismo concepto que otros llaman la casta y es un poder autónomo, arbitrario y corrupto que engloba al representativo y que viene de la época de los castillos.

Aprendí la profesión de mi padre, Jorge Miquel Calatayud (Agres, 1931), creador de la empresa que inició las actividades de Gallup en España en 1969. Empleado de ICSA, una consultora de ingenieros catalanes, supo convencer a George Gallup para empezar a hacer encuestas en España. Así nació ICSA-Gallup, una empresa de capital catalán establecida en Madrid y gestionada por un valenciano que no estaba loco. España era un país de valores oficiales donde mandaba Franco (y además mucho) y donde la opinión de las personas no existía. Así que no es de extrañar que hasta el año 1977 detuvieran a los entrevistadores que iban por las casas haciendo preguntas de política.

De niño entendí que mi padre se dedicaba a averiguar lo que pensaba la gente. Más tarde supe que asesoró con sus encuestas al príncipe Juan Carlos en la etapa preconstitucional y luego desempeñó otros trabajos junto a su colaborador más íntimo y también maestro mío, Ricardo Romero, como los preparatorios del referendo sobre la Ley para la Reforma Política de 1976 y otros previos a la legalización del Partido Comunismomento justo, en un período de tiempo breve, y tenían que ser entendidas por todo el mundo como pasos firmes hacia la normalidad democrática. Ellos hicieron las primeras encuestas de intención de voto para los periódicos, así como otros estudios pioneros y preparatorios tanto para las elecciones constituyentes de 1977 como para otras posteriores y, en definitiva, trabajaron con éxito en aquel proceso de transformación de la naturaleza del Estado.

Transcurridos tantos años de democracia parlamentaria como de dictadura, el poder representativo está atravesando su crisis más profunda y la España institucional del siglo XX se ha hundido en el desprestigio más absoluto. «El problema son los burócratas», se afirmaba en la URSS de Gorbachov a finales de la década de 1980, cuando nadie había imaginado aún que aquel inconmensurable poder soviético no tardaría en formar parte del pasado. Y sucedió, casi de repente, glásnost. La URSS nos demostró hace tiempo que nada es para siempre por mucho que lo parezca. Esta enseñanza ahora es doblemente útil, porque ayuda a los españoles más antiguos a aflojar las tuercas del pensamiento político. La historia funciona muchas veces así: produce acontecimientos que son imposibles de imaginar por las personas y que no están en las agendas de los políticos, sucesos que inmediatamente adquieren lógica y explicación dentro del proceso histórico. Así había caído el muro de Berlín en noviembre de 1989, así estallaron las primaveras árabes en 2011 y así se sucedieron los acontecimientos en el Maidán de Kiev.

Podría decirse que el orden institucional está en peligro cuando el PSOE cuestiona el statu quo al plantear una reforma de la Constitución en un sentido federal. No es esto lo que quiere la mayoría de sus votantes ni hay más problemas territoriales que los planteados en el País Vasco y en Cataluña: las personas corrientes quieren que se resuelvan estas cuestiones específicas y no otras.

Este año caerá el PP en las urnas muy por debajo de su registro de 2011 y como consecuencia inmediata tendrá que pactar la legislatura con el PSOE. Ya no existen otras fórmulas para controlar y, en este caso, reformar el orden establecido en 1978, al tiempo que se cumple con los compromisos de Maastricht y Lisboa. Se agotó el tiempo para resolver los problemas, porque los doscientos escaños que se calcula que sumará el bipartidismo este año estarán respaldados en la calle por tres de cada diez electores: son pocos y de edad avanzada o representativos del pasado.

Estos tres de cada diez electores definen la estabilidad institucional en torno al PP y el PSOE. Hay otros dos que también la definen, aunque piden que se reforme en algún sentido la Constitución de 1978: son los votantes de IU o Ciudadanos, pero también los de Coalición Canaria o el Partido Regionalista de Cantabria. Otros tres no votan y dos lo harán reclamando un orden completamente nuevo o un Estado para su nación.

«Lo que sea España solo lo pueden decidir el conjunto de los españoles». Lo dijo Mariano Rajoy el 12 de julio de 2014 en la escuela de verano de su partido y tiene razón. Lo que conocemos como España será algo distinto a medio plazo y lo que sea se decidirá entre todos.

La perestroika de Felipe VI

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