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2 LA TRANSICIÓN, UN PACTO ENTRE ÉLITES (1975-1982)
ОглавлениеAl finalizar los cuarenta años de franquismo, la sociedad no era más uniforme que al concluir la guerra en 1939. Un joven combatiente de veinticinco años en 1937 estaba vivo y había cumplido sesenta y tres años en 1975. En España había quienes deseaban la continuidad del régimen pero eran cada vez menos. Los nacionalistas vascos y catalanes no habían dejado de existir, lo mismo que los comunistas, los socialistas o muchos de los que habían perdido la guerra (que en el fondo fuimos todos), y otros que fueron perseguidos durante la dictadura. En ese momento había tantos franquistas como antifranquistas. La gente aún llenaba la plaza de Oriente, pero muchas personas dejaron de ir a misa de un domingo para otro. La mayoría social no quería ser de derechas ni de izquierdas, o al menos no quería asumir protagonismo alguno. El recuerdo de la guerra estaba vivo y la sociedad temía a la policía y a los militares.
Una figura excepcional entra en la Historia. El nombre de Francisco Franco será ya un jalón del acontecer español y un hito al que será imposible dejar de referirse para entender la clave de nuestra vida política contemporánea.
Esas eran las palabras que le dedicaba a Franco el príncipe Juan Carlos de Borbón en el acto de su proclamación como rey de España el 22 de noviembre de 1975. Ambas afirmaciones son ciertas. En tanto que militar golpista, Franco debe ser uno de los grandes y desde luego su figura explica la clave de la vida política contemporánea de nuestras tres generaciones de más edad, que es la cultura de la confrontación para la imposición como el fundamento de la acción política en lugar de la negociación para el perfeccionamiento del acuerdo. Se trata de un problema cultural o un problema de todos, pero está localizado en las tres generaciones mencionadas.
Por entonces, la mayoría antepuso un principio colectivo de paz social al establecimiento inmediato de las libertades democráticas. Esto determinó el desenlace del debate de la época: se llamó reforma. En 1975, se mostraron pactistas los nacionalistas catalanes, los vascos y los principales partidos políticos de la oposición al régimen, como el PSOE de Felipe González, el PCE de Santiago Carrillo y el PSP de Enrique Tierno Galván. La sociedad había vivido alejada del poder, no tenía cultura democrática y era temerosa.
Las élites pactaron una reforma, con la cual se inició lo que conocemos como Transición, un proceso vertiginoso de transformación de la naturaleza del Estado que se inicia en 1976 con el referendo sobre la Ley para la Reforma Política, continúa con una Ley de Amnistía, la legalización de los partidos políticos, la celebración de elecciones constituyentes en 1977 y el establecimiento de la Constitución de 1978. En 1979 se inició la descentralización administrativa. En mayo de 1980 el PSOE rompió el consenso constituyente mediante una moción de censura al presidente Suárez, que dimitió en enero de 1981. El respaldo social a la monarquía se consolidó ese mismo año tras el intento de golpe de Estado del 23-F. En octubre de ese año se iniciaba el proceso de adhesión de España a la OTAN y al año siguiente ganó las elecciones un partido de la oposición al régimen: el PSOE. En 1983 se completó el modelo territorial y en 1986 se ratificó mediante referendo el compromiso Atlántico adquirido cinco años antes. Ese mismo año, España ingresó en la Comunidad Europea. Pudo hacerlo en 1981 pero se encontró con el veto francés.
Colectivamente nos mostrábamos temerosos y sumisos, o vivíamos alejados del poder. La Transición fue un asunto de los políticos, como habían sido siempre estas cosas en España. El franquismo nos había transformado esencialmente en idiotas respecto de lo público; por eso la cultura política de la burocracia española siguió siendo predemocrática y la cultura económica de los poderes patrimoniales y financieros, precapitalista. El orden establecido en 1978 no era una fórmula o un aparato. Lo que no supimos entender los más veteranos era que había que desarrollar estos cambios profundos también en nuestra forma de pensar y de ser, porque había que empezar el trabajo cotidiano en lo que es de todos. No lo hicimos, lo dejamos todo en manos de los partidos políticos suponiendo que se encargarían de todo con eficacia, lealtad y autocontrol en la administración de los recursos públicos. Vivíamos alejados del poder quizá porque estábamos acostumbrados a ser dirigidos. No supimos plantearnos colectivamente que teníamos que construirnos individualmente en una nueva cultura donde la persona corriente es dueño de lo público y ejerce este poder a través de las instituciones.
A finales de 1975, el 86% de los entrevistados por Gallup en España apoyaba la sucesión prevista, que concentraba el poder político en un rey, que era aprobado por el 54% de la población. Por aquellas fechas la monarquía era un hecho aceptado para el 40%, mientras que un 38% consideraba que debía ser sometida a referendo y un 22% no informaba sobre este asunto. El 61% estaba conforme con el cese del presidente Carlos Arias Navarro, algo que resultaba inaceptable para otro 15%; estos porcentajes daban una dimensión tranquilizadora al problema.
El 32% de los encuestados reaccionó positivamente al nombramiento de Adolfo Suárez y el 43% se manifestaba a favor de una gran reforma política, aunque estaban divididos entre los que pedían una nueva constitución y los que preferían la modificación gradual de la legislación vigente. El 23% temía cualquier cambio brusco o necesitaba una evolución muy controlada de las cosas.
En julio de 1976, un 67% respaldaba la amnistía política y el 61% pedía la legalización de los partidos políticos, aunque solo el 30% incluía en esa legalización al Partido Comunista, mientras que un 40% no opinaba, así que no se podía avanzar mucho. Un poco más tarde, en octubre de 1976 la aprobación del presidente Suárez era del 58%. Fuera uno u otro el camino legal preferido, la mayoría de las personas coincidía en un lugar común que fue la certidumbre más sólida de todo aquel proceso: el 85% de los entrevistados por Gallup quería el sufragio universal. Tras someterse a referendo la Ley para la Reforma Política el 15 de diciembre de 1976, la popularidad de Adolfo Suárez subió hasta el 74% de aprobación en febrero de 1977. En ese mes, los partidarios de la legalización del PCE eran el 43%, el doble que los detractores. Fue entonces cuando España estableció relaciones diplomáticas con la URSS. Queríamos un Estado como el de los franceses o los alemanes, una democracia europea occidental; queríamos ser iguales, nada de distintos. El PCE fue legalizado en abril y el 15 de mayo la popularidad del presidente Suárez alcanzó el máximo histórico del 79% de aprobación en las encuestas de Gallup.
Por su parte, la popularidad del rey Juan Carlos subió hasta el 83% de aprobación, aunque la mitad de los encuestados opinaba que la monarquía tenía que ser sometida a referendo. Pasadas cuatro décadas y dos reyes, los datos son los mismos.
La Transición política española fue un proceso de transformación legal pactado entre élites desconectadas de la mayoría social. No fue el producto de la presión de la sociedad, sino una expresión de los lugares de encuentro entre los poderes predemocráticos y los partidos de vanguardia, que también pertenecían a las élites. No existía más cultura democrática que la de los implicados en la transformación de la naturaleza del Estado, que eran los sindicatos clandestinos, los militantes de los partidos políticos de la oposición al régimen y un buen número de asociaciones de vecinos independientes, además de los curas de algunas parroquias de barrios obreros. Nada más.
Nos convocaron un día del año 1977 a votar a los partidos políticos y lo hicimos con la misma incultura democrática que nos caracterizaba dos años antes, cuando el príncipe Juan Carlos juró las leyes fundamentales del reino en el acto de su proclamación como rey de España. Nos limitábamos a votar lo que nos ponían delante y nada más porque éramos una sociedad acostumbrada a ser dirigida.
En vísperas de las elecciones constituyentes de 1977 el 17% de los futuros electores se autodefinían marxistas, el 16% socialdemócratas, democratacristianos el 7%, franquistas evolucionistas el 10% y el 6% involucionistas; de los demás no se sabía gran cosa. Esta clase de números determinó la definición del lugar electoral que debía ocupar el régimen reformista para dirigirse a un votante mayoritario que no entendía de política pero no quería ser ni de derechas ni de izquierdas. Ese sitio era el centro. Así se llamó y fue un acierto en términos de mercado. Esa etiqueta era exclusiva de Adolfo Suárez, la Unión de Centro Democrático (UCD) y el Centro Democrático y Social (CDS).
Alianza Popular reunió una porción decisiva del electorado franquista de dudosas intenciones respecto del proceso democrático y esto redujo el involucionismo al 6%. La resistencia social a las reformas era finalmente residual. En aquellos tiempos las organizaciones revolucionarias eran muchas. El comunista Enrique Líster fundó el Partido Comunista Obrero Español (PCOE); la sección internacionalista del Partido Comunista de España (PCE) pasó a llamarse Partido de los Trabajadores de España (PTE); estaban el Movimiento Comunista, la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT), que eran maoístas, los trotskistas de la Liga Comunista Revolucionaria (LCR), la Organización de Izquierda Comunista (OIC) y el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), y también Acción Comunista y algunas otras. Fueron organizaciones muy activas en la clandestinidad, pero su legalización las transformó en partidos parlamentarios («burgueses»), que concurrieron a las elecciones constituyentes de 1977. Como no obtuvieron representación, en la mayoría de los casos se preguntaron «¿y ahora qué?», y acabaron disolviéndose.
La primera expresión de la nueva democracia española fue pluripartidista. La UCD de Adolfo Suárez ganó las elecciones de 1977 con ciento sesenta y seis escaños. El PSOE de Felipe González consiguió ciento dieciocho imponiéndose al Partido Socialista Popular de Enrique Tierno Galván que se quedó en seis a pesar de haber reunido más de ochocientos mil votos. Alianza Popular sumó 1,5 millones de votos y dieciséis escaños. Completó la representación de los partidos que concurrían en el ámbito estatal el PCE de Santiago Carrillo, con diecinueve diputados. Los nacionalistas catalanes sumaron catorce escaños, los vascos nueve y otros partidos dos. Sumando las listas socialistas del PSOE y del PSP se completó una Cámara (166-124-19-16-14-9-2) que no fue muy diferente de la que proporcionó la convocatoria plebiscitaria de 1979 (168-121-23-10-9-11-8).
Este ciclo constituyente finalizó precipitadamente en el mes de mayo de 1980 cuando el PSOE planteó una moción de censura al presidente Adolfo Suárez que liquidó las posiciones consensuadas de la Transición política española. Desde esa fecha, ganaba el PSOE y la acción política se basó en la confrontación para la imposición de las políticas que se debían seguir, característica del pensamiento político posfranquista que perdura en la clase política española. La democracia no es lo que nos enseñan.
Pienso que las medallas de la Transición política —si es que tiene que haberlas— están muy injustamente repartidas. El consenso no fue obra de Adolfo Suárez, sino de las personas corrientes. Juan Carlos de Borbón y Adolfo Suárez fueron los protagonistas del finiquito de las leyes fundamentales del reino o del ordenamiento jurídico de Franco. El primero abjurando la lealtad manifestada a esas leyes en su proclamación del 22 de noviembre de 1975; el segundo fue el actor principal pero pudo haber sido cualquier otra persona, simplemente tenía la edad y daba el perfil político que se necesitaba para llevar adelante la Transición. Adolfo Suárez era un político franquista, lo que en aquellos tiempos era exactamente lo contrario que ser un demócrata. Por ahí hay que empezar. Además, en España, el apellido Suárez pertenecía a Luis en el mundo del fútbol y a Fernando en la política, ya que este fue el último ministro de Trabajo nombrado por Franco y un personaje popular del régimen. Nadie sabía quién era Adolfo Suárez, que tampoco había hecho ningún mérito especial para protagonizar un proceso que no podía imaginar porque la música que amansaba a las fieras cuando fue elegido presidente era la evolución de las leyes fundamentales del reino.
Quien interpretaba esa música era Manuel Fraga Iribarne, que fue desde mi punto de vista uno de los artífices principales de la Transición. Fraga fue el promotor de la Ley de Prensa de 1966 durante su etapa de ministro de Información y Turismo, fue cesado después del caso Matesa en 1969 y desterrado por Franco a Londres en 1973 porque era incómodo por aperturista. Fraga regresó para coleccionar a los políticos del búnker y llevarlos a la democracia. Ni más ni menos. Terminó con la parte del régimen que se resistía a una evolución rápida de las cosas y redujo el involucionismo a la nada con el señuelo de la evolución de las leyes fundamentales del reino. Esto son hechos y esa es su aportación histórica, aunque de estas cosas no se habla, y por eso se le recuerda entre los nacionalistas y en la vieja izquierda por su etapa como ministro de Gobernación en el primer gobierno del rey aún franquista que presidió Arias Navarro entre los años 1975 y 1976. La policía mató a personas en Vitoria y la ultraderecha en Montejurra. Fraga también fue un político del régimen cuando otros eran demócratas.
El otro artífice principal de la Transición política a mi entender fue Santiago Carrillo. Los comunistas y los socialistas más viejos eran republicanos y aquello tampoco tenía buena pinta en 1976 para una parte más joven de la sociedad, que era más crítica, quería una evolución inmediata de las cosas y, desde luego, sin rey. Carrillo supo explicar con éxito a muchas de estas personas y a los viejos republicanos las razones que aconsejaban aceptar la nueva monarquía democrática; los condujo razonadamente a las urnas. Digamos que lo fácil era lo del centro y lo complicado de verdad lo de los extremos, aunque también es cierto que en términos cuantitativos lo central era abrumadoramente mayoritario.
Y, por último, están los nacionalistas. El independentista canario Antonio Cubillo trató de plantear en la ONU la africanidad del archipiélago canario, un hecho geográfico incuestionable aunque no tanto la demanda social de su descolonización por parte de España. Con independencia o no de su razonabilidad, Antonio Cubillo sufrió un atentado en Argel el 5 de abril de 1978 a manos de los servicios secretos españoles, según sentenció la Audiencia Nacional el 21 de octubre de 2003. No voy a dar unos datos que están en la red. No solo porque ilustra que no todo fueron acuerdos y facilidades, sino también porque esa entrevista pudo cambiar el rumbo de los acontecimientos, puesto que indicaría un camino cierto y directo a las mayorías sociales vasca y catalana, que fueron, desde mi punto de vista, los terceros protagonistas principales de la Transición intentando autogobernarse dentro de España.
La moción de censura al presidente Suárez en mayo de 1980 finiquitó el consenso político cuando la Transición no estaba ni mucho menos terminada, como demostró el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, que se presentó en las agendas de los políticos como el Maidán en Kiev. Pensar otra cosa me parece un disparate. El rey Juan Carlos no intentó sino alcanzar el formato institucional propio de una democracia europea occidental cuando los militares golpistas pretendieron de verdad restablecer la dictadura. A toro pasado se puede pensar que si no se hubiera producido, se tendría que haber inventado, porque los acontecimientos posteriores consolidaron una monarquía que era cuestionada por cuatro de cada diez electores y esa cifra quedó reducida a la mitad. Se trataba precisamente de lo contrario, que era normalizar la situación de una sociedad de consumo de masas llamada a formar parte del Mercado Común.
Franco había muerto en 1975. Pasaron dos años hasta las elecciones y otro más para tener una Constitución. Después de casi seis años seguían en el poder muchos políticos que, aunque reformistas, eran los de Franco, como el mismísimo Adolfo Suárez. El producto de la Transición no podía ser otro que derrotarles en las urnas y así sucedió en octubre de 1982.