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Contexto histórico

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La historia de Atenas en el siglo V antes de nuestra era está tan íntimamente ligada a la suerte de Pericles, hijo de Jantipo, que en la actualidad se conoce aquel período de gloria, poder y brillo intelectual como el Siglo de Pericles. Sin embargo, para entender cómo Atenas alcanzó ese punto de desarrollo que la convirtió en el faro del Mediterráneo oriental, conviene retroceder unos decenios en el tiempo.

Para aquellas personas poco familiarizadas con el mundo antiguo, las guerras médicas evocan el ansia invasora de los «salvajes» y «corruptos» persas a la que hizo frente la virtud y superioridad moral y organizativa de las ciudades-estado de los griegos. Sin embargo, no fue exactamente así.

El origen de la primera guerra médica hay que buscarlo en la revuelta jonia de los años 499-492 a. C. Para librarse de una deuda contraída con el gobernador persa de Jonia (en la costa egea de la actual Turquía), el gobernante de Mileto, un griego llamado Aristágoras, organizó una sublevación contra los persas y pidió ayuda a las ciudades libres griegas de la otra orilla del Egeo. Solo dos, la pequeña Eretria y Atenas, atendieron al llamamiento y aportaron barcos y hombres que participaron en la destrucción de Sardes, la capital de la provincia persa. ¿Por qué los atenienses se prestaron a aquello? Pues porque Atenas estaba interesada en el comercio con las colonias griegas del mar Negro, que en aquel momento peligraba ante el empuje de los persas, que parecían apoderarse de todo lo que encontraban a su paso. No buscaban, por tanto, la liberación de sus «hermanos» de Jonia, sino defender sus propios intereses económicos y comerciales.

La revuelta jonia acabó en fracaso, pero Darío, el rey persa, no olvidó la ofensa. En 490 a. C., una flota persa puso rumbo a Grecia para castigar no a todos los griegos, sino tan solo a eretrios (en la isla de Eubea) y atenienses. Eretria fue arrasada, pero, cuando los persas se disponían a desembarcar todas sus tropas en la bahía de Maratón, fueron derrotados por el ejército ateniense que, de ese modo, libró a su ciudad de la ira del Rey de Reyes.

Darío regresó a Persia y no vivió para poder completar su venganza. Diez años más tarde, su hijo Jerjes preparó una nueva expedición contra Grecia, esta vez con una flota y un ejército gigantescos que amenazaban la seguridad de todos los griegos. Algunos, como los macedonios, se sometieron de buen grado y colaboraron con los invasores. Otros, como los espartanos, se alinearon con los atenienses y fueron protagonistas de la gloriosa derrota de Termópilas. La furia persa llegó hasta Atenas, que fue arrasada y saqueada mientras su población se refugiaba en las islas vecinas. Al final, la victoria naval ateniense en las aguas de Salamina en 480 a. C. y la terrestre en Platea al año siguiente conjuraron la amenaza persa. Jerjes regresó a su reino y nunca más un soldado persa puso su pie en tierra griega.

Aunque en la victoria sobre el invasor habían participado numerosas ciudades griegas, como Esparta, Corinto, Tebas, Focea, Megara, Platea, Epidauro, Egina, Micenas, Tirinto y otras, desde el punto de vista político, la gran triunfadora fue Atenas. La capital del Ática había pagado un precio muy alto, pues había sido arrasada, saqueada y profanada por las hordas persas, había llevado el peso principal en todas las batallas navales (Cabo Artemision y Salamina) y combatido casi en solitario en Maratón. Desde su punto de vista, era Atenas la que había salvado a todas las polis de Grecia, y la otra gran ciudad participante, Esparta, no había hecho tanto por la causa común, a pesar de que fueron espartanos les héroes de Termópilas y los que formaron el contingente principal que derrotó a los persas en Platea.

Una vez conjurado el peligro persa en territorio griego, Atenas se dispuso a cobrarse su deuda. En el año 477 a. C. lideró la formación de una alianza de ciudades griegas con el propósito de llevar la guerra a territorio persa, controlar el mar Egeo que separaba a griegos y persas, y saquear a sus enemigos para resarcirse de las pérdidas sufridas. Otra intención no declarada, sin embargo, era el ansia expansionista de los atenienses, que pretendían controlar las rutas marítimas del Egeo y de entrada al mar Negro de manera casi exclusiva. Según las bases de esta liga, las ciudades aliadas de Atenas debían contribuir con barcos y soldados a las expediciones que se organizasen, y con dinero a una caja común que tendría su sede en el santuario de Apolo en la isla de Delos, de ahí que la alianza fuese conocida como Liga de Delos.

Los primeros años de la Liga de Delos fueron exitosos. En 466 a. C., el ateniense Cimón derrotó a los persas en la batalla del río Euremidonte. Allí, la flota enemiga fue destruida y, de este modo, quedó conjurada la amenaza de una posible invasión por mar. Pero la liga había ido perdiendo su espíritu inicial incluso antes de este momento. El primer síntoma fue la decisión de la isla de Naxos de retirarse de ella en 470 a. C. Parecería que un estado es libre de abandonar un pacto cuando desee, pero fueron los atenienses, no la liga en su conjunto, quienes obligaron por la fuerza a los naxios a permanecer en la alianza, imponiéndoles un abusivo tributo anual. A partir de entonces, cualquiera que intentó abandonarla corrió la misma o peor suerte, llegándose incluso a la invasión y destrucción de un territorio teóricamente aliado. La liga dejó de ser una reunión de iguales para convertirse en un conjunto de estados sometidos a la voluntad de Atenas de buen grado, o por las malas.

El último clavo en el ataúd de la liga lo clavó la propia Atenas cuando, en 454 a. C., trasladó el tesoro común desde Delos a la propia Atenas con la excusa de que de ese modo estaría más seguro ante posibles amenazas persas. Atenas se había convertido en una potencia imperial. De hecho, gran parte de ese dinero no se empleó en la defensa de los intereses comunes, sino en el gigantesco programa constructivo de la Acrópolis, concebido a mayor gloria de Atenas.

Aproximadamente por la misma época, la polis había comenzado a tener choques diplomáticos cada vez más frecuentes con la otra gran vencedora de las guerras médicas: Esparta. Ambas ciudades parecían haber nacido para ser rivales la una de la otra. Atenas en el Ática; Esparta en el Peloponeso. Atenas era una democracia; Esparta una monarquía (en realidad, diarquía, pues tenía dos reyes). Atenas era de origen jónico; Esparta de origen dorio. En Atenas brillaban las artes y la elocuencia; Esparta era un estado militarista y escatimaban las palabras como si tuvieran que pagar por hablar, hasta el punto de que el adjetivo lacónico, por la región en la que se encontraba, acabó significando ‘breve, conciso’. Atenas tenía una proyección internacional; Esparta vivía encerrada en sí misma. Atenas lideraba la Liga de Delos; Esparta aglutinaba a sus aliados en torno a la Liga del Peloponeso.

En realidad, todo este esquema recuerda al que veinticinco siglos más tarde escenificarían los Estados Unidos y la Unión Soviética durante la Guerra Fría, dos antagonistas en todo lo posible que lideraban sendos bloques de alianzas que, en realidad, bailaban al son que tocaban sus respectivos jefes.

Las ofensas mutuas entre atenienses y espartanos, las heridas mal cerradas y los intentos más o menos velados de dañar a la parte contraria fueron sucediéndose desde la década del 460, y desembocaron por primera vez en un choque armado en la batalla de Tanagra, en 457 a. C., con la excusa de ayudar a terceras ciudades aliadas o enemigas de los actores principales. Durante los años siguientes se sucedieron las escaramuzas y las firmas de treguas, pero estaba claro que aquello solo podía terminar en una guerra de aniquilación. Poco importa el casus belli. El enfrentamiento abierto estalló en 431 a. C. Comenzaba la guerra del Peloponeso.

Los movimientos iniciales de la contienda fueron de tanteo. Los atenienses eran superiores en el mar y los espartanos en el choque en campo abierto, así que ambos evitaron exponerse a caer en el terreno del rival. Los espartanos llevaron sus tropas más allá del istmo de Corinto y devastaron el terreno de los aliados de los atenienses con la esperanza de atraer a estos a una batalla campal. Atenas, por su parte, lo basó todo en romper los bloqueos por tierra gracias a su superioridad en el mar y en evitar un enfrentamiento a gran escala en tierra, donde se sentían inferiores a la infantería espartana.

Cuando llegó el invierno, se dieron por finalizadas las operaciones militares, y cada uno regresó a su hogar a preparar el siguiente asalto.

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