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LA PRIMERA VEZ QUE LLEVÉ A SAN JOSEMARÍA EN COCHE

A PRIMEROS DE OCTUBRE DE 1953, los del centro de estudios estábamos haciendo un rato de oración en el oratorio de Diego de León cuando oímos la potente voz de san Josemaría: «¿No hay nadie en esta casa?». Fue una sorpresa, pues no sabíamos que estuviese en Madrid. Pocos segundos después, descorrió la puerta, entró en el oratorio e hizo una genuflexión pausada y llena de piedad, que me impresionó. Avanzó hasta la cruz de palo colgada en la pared frente al Sagrario y la besó con tal cariño que me pareció que la abrazaba. Luego salió silenciosamente.

Poco después supe que sería yo quien le llevaría en el nuevo coche, aún por estrenar, regalado por los padres de Fernando Camacho. Se trataba de un Renault Fregate idéntico al de mis padres, que yo sabía manejar. «Por favor, prepara el coche, porque mañana llevarás al Padre a Los Rosales», me dijeron. Así se llama un centro de mujeres en Villaviciosa de Odón, una localidad cercana a Madrid.

Y así lo hice. Al poco, san Josemaría se montaba en el asiento de atrás, acompañado por Amadeo de Fuenmayor, catedrático de Derecho Civil, que se había ordenado sacerdote cuatro años antes. En cuanto arranqué, me animó a que condujese tranquilo, como lo hacía cuando llevaba a mis padres. Después me preguntó si sabía qué era el “silencio de oficio” y me lo explicó con detalle: «Un abogado no puede decir ni a su propia mujer ni a nadie el lío en que se ha metido uno de sus clientes; un médico no puede comentar: “Fulano tiene mal el hígado, porque bebe demasiado…”. Hacer esos comentarios es faltar al silencio de oficio. Pues bien, el silencio de oficio [en tu caso] consiste en que ni ve dónde va, ni oye lo que se dice… No puedes ir contando que llevaste al Padre aquí o allá, ni decir lo que iba hablando. ¿Está claro?». Nunca he olvidado esta lección, que ha sido fundamental en mi vida. Ciertamente, en estos recuerdos parece que me salto esa petición de silencio, pero no es así: él me pidió personalmente que contase a quienes vinieran detrás cómo nos quería, y sus sucesores me animaron también a hacerlo de forma expresa.


Al llegar a Los Rosales, entró san Josemaría con don Amadeo, y yo me quedé esperándoles en el jardín posterior de la casa. Desde allí se oía el rumor característico de una tertulia con el fundador del Opus Dei: el gran silencio con el que se escuchaban sus palabras, interrumpido a menudo por risas femeninas.

Durante esos días le llevé un par de veces a centros del Opus Dei cercanos a Diego de León. Siempre procuraba animarme.

En todo caso, había hecho algo mal al desempeñar aquel encargo, y es probable que en aquella ocasión indicara que nadie me dijese nada. Prefería hacerlo él mismo cuando regresara a España en la siguiente ocasión. Y así fue. Al año siguiente, durante una tertulia —para diversión mía y de todos— me señaló con el dedo: «Este me llevó en un coche empapelado. Esperaba llevar a alguien más importante para desempapelar el coche». Efectivamente, el coche estaba tan nuevo que aún tenía protegida la tapicería con papel de estraza, y a mí no se me había ocurrido quitarlo.

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