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CÓMO CONOCÍ A SAN JOSEMARÍA

EN EL MES DE JUNIO DE 1953 iba a comenzar la labor apostólica de la Obra en el Perú. Don Manuel Botas, al que san Josemaría había encargado esa tarea, deseaba que lo acompañasen algunos estudiantes que pudieran cursar allí la carrera, para facilitar desde el principio el trato con gente joven. Yo iba a ser uno de ellos. Sugerí ir a Roma para conocer al fundador del Opus Dei antes de “cruzar el charco”, y mi sugerencia fue aceptada.

El día 6 de ese mes volé por primera vez en mi vida: fui en un avión de la TWA, procedente de Nueva York, que hacía escala en Madrid. Desde el aeropuerto de Ciampino un autobús nos llevó hasta Via Bissolati, donde me esperaba Pachi Tejerizo, que entonces vivía en Roma. Llegamos a Villa Tevere, la sede central de la Obra en Roma, a la hora de cenar. Después de la cena me llevaron a una habitación en la que el Padre me estaba esperando.

Al entrar, vi a dos sacerdotes. Iba tan acelerado, que me dirigí hacia el que no debía: don Álvaro del Portillo. Este, con el índice de la mano izquierda, me indicó que cambiase el rumbo. Saludé a san Josemaría, que me dio un abrazo y dos besos. En pocos minutos me sentí muy a gusto, como si le hubiese conocido y tratado desde hacía años, y nos fuimos él y yo a charlar a una habitación contigua, que era lugar de paso. Nos sentamos en un sofá y me preguntó por mis padres (quería saber si estaban contentos de que yo fuese al Perú), por mis estudios, si estaba contento y si rezaba.

Me aconsejó, para vivir mejor la presencia de Dios, que procurase dedicar cada día de la semana a una devoción particular: el domingo a la Santísima Trinidad, el lunes a las ánimas del Purgatorio, el martes a los ángeles custodios, etc. Cuando estaba en lo mejor de mi charla —habían pasado solo cinco o diez minutos— entró don Álvaro y se sentó también. Esto me llamó mucho la atención. ¿Por qué había venido? Yo prefería seguir mi charla solo con el Padre. ¡Qué ingenuidad! Seguimos hablando los tres durante un rato, ya no recuerdo de qué, y san Josemaría se despidió de mí hasta el día siguiente.

Aquella noche dormí en el Pensionato, una modesta construcción que, en parte, era la antigua portería de la casa. El dormitorio tenía tres literas de tres pisos cada una. Ocupé la cama más alta de la litera central. Al día siguiente salté del lecho con la rapidez habitual y me di un porrazo al llegar al suelo. No tuvo consecuencias, gracias a Dios. Toda aquella casa me pareció angosta y paupérrima.

El Padre me dijo que uno de aquellos días me llevaría a dar un paseo en coche por Roma. Después de oír Misa me fui a Orsini, otro centro de la Obra muy cerca del Tiber.

Giorgio De Filippi, un estudiante de Medicina, me llevó a conocer Roma en una moto Vespa de color verde. Fuimos hasta el final de la Via Appia Antica, donde nos quedamos sin gasolina... La situación me resultaba familiar... Empujábamos la Vespa hasta coronar las cuestas, y bajábamos remando con los pies. La “ley del litro” era inexorable.

Iba llamando a diario por teléfono a Villa Tevere, hasta que me dijeron que fuese al día siguiente para salir de paseo con san Josemaría. Montamos en un Fiat Topolino de color negro. El Padre iba delante, junto al conductor, que se llamaba Armando Serrano. Como era un coche de dos plazas, yo ocupé el lugar destinado a las maletas, en la parte posterior. Al poco de salir, el Padre insinuó que volviésemos a casa porque yo iba muy incómodo, como una pescadilla, mordiéndome las rodillas. Yo insistí en que iba estupendamente, y estaba dispuesto a recorrer Roma de aquella manera sin ningún problema. San Josemaría cedió, y fue explicándome cosas de los sitios por donde pasábamos. En Via Nazionale hizo que me fijase en una iglesia valdense con torre de ladrillo y franjas de piedra blanca. «Parece una iglesia en camiseta», dijo. Desde el Circo Máximo subimos al Aventino. Me bajé del coche para ver la cúpula de San Pedro, como hacen siempre los turistas, por el ojo de la cerradura del parque de la Orden de Malta. Llegamos a la plaza de San Pedro, donde el Padre recitó el Credo como solía, es decir, con el añadido «a pesar de los pesares» a propósito de la Iglesia. Alguna vez explicó el sentido de ese inciso: «En muchas ocasiones, desde hace más de un cuarto de siglo, al recitar el Credo y afirmar mi fe en la divinidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, añado a pesar de los pesares. Cuando he comentado esa costumbre mía y alguno me pregunta a qué quiero referirme, respondo: a tus pecados y a los míos» (Es Cristo que pasa, 131).


El día 15 por la mañana me despedí de él en Villa Tevere y, ya en Madrid, supe que no podría ir a América sin haber cumplido antes el servicio militar. De hecho, ya no fui al Perú pero, siguiendo la expresión castiza de mi tierra, “que me quiten lo bailao...”.

Al volante de un santo

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