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PATOS EN EL TABLERO

MI PRIMERA ESTANCIA EN ROMA para trabajar en las obras de construcción de Villa Tevere comenzó en el verano de 1955 y continuó durante el curso 1955-56, mientras estudiaba 2.º de Arquitectura. También pasé en Roma el verano de 1956, después de hacer los exámenes en Madrid. Me dedicaba a ayudar en el estudio de arquitectos que estaba proyectando y dirigiendo esas obras.

El primer encargo que recibí fue proyectar las puertas de la Sacristía Mayor, y otros detalles de ese mismo ambiente. Después me ocupé de diseñar un patio de la primera planta, denonimado Vicolo degli Archi. Jesús Álvarez Gazapo, el jefe del estudio, me explicó lo que deseaba san Josemaría para ese callejón interno: debía ser “el pulmón de la casa”, porque con la ampliación iba a quedar reducido el jardín. Convenía que quien quisiera pasear o tener un rato de esparcimiento pudiera estar allí, en el Vicolo, sin ver ni ser visto por los vecinos, que tendían su ropa en la fachada posterior del edificio contiguo. Con un seto alto de cipreses y unos arcos de pared a pared similares a los que hay junto a la basílica romana de los santos Juan y Pablo, en el monte Celio, se lograría ese aislamiento. Había que convertir la idea general en proyecto detallado, previendo incluso la distribución entre los paños de pared de fragmentos de piedras antiguas y otros elementos decorativos que ya teníamos.

Una mañana el Padre nos indicó a los arquitectos algo que habíamos hecho mal, y lo hizo con palabras claras, llenas de cariño y de fortaleza. Los errores del arquitecto suelen costar caros… Siempre sufría mientras nos “reñía”, pero también nos recogía después con algún detalle afectuoso. Esa vez, el detalle consistió en pasear por la tarde con nosotros por el Vicolo. No recuerdo cuál había sido el error, pero nunca olvidaré sus palabras durante aquel paseo: «Un buen padre debe tener para sus hijos un corazón cariñoso de madre y de abuela; y debe tener también un brazo fuerte para formarlos en la libertad y responsabilidad de los hijos de Dios… Esa fortaleza es también cariño. No es un buen padre el que es dulzón y blandito como un merengue. Debe esforzarse en corregir y enseñar, para hacer de sus hijos unos buenos cristianos». Sin pretenderlo, describió de un modo formidable cómo era su paternidad: nos quería muchísimo, a cada uno, también mientras nos corregía.

El Vicolo degli Archi me recuerda también a Adolfo Isoardi, uno de los primeros argentinos de la Obra que habían ido a Roma. Quería enviar una fotografía a sus padres, y san Josemaría le sugirió que se la hiciese conmigo, que siempre he sido muy delgado, para que a su madre le pareciese, por contraste, que su hijo había engordado. Nos la hicimos allí, en el Vicolo.

En una ocasión estaba yo en el estudio de arquitectos, ante el tablero, buscando la forma de colocar, entre dos columnas finas que ya teníamos, la gran imagen de la Virgen que presidiría el oratorio del Santo Cristo, en Villa Sacchetti (se llama así la zona que ocupa la Asesoría Central del Opus Dei, junto a Villa Tevere). Quería añadir un orden arquitectónico para enmarcar la imagen y unir las columnas entre sí. En estas sonó el teléfono. «Hijo mío ¿qué haces?». «Estoy con este proyecto, pero no me sale…». «Baja a mi habitación con papel y lápiz». Cuando entré en su dormitorio, vi que estaba enfermo, metido en la cama. Mientras dibujaba un garabato y dos trazos verticales, dijo: «Es muy sencillo: pones la imagen en el centro y las columnas a los lados. Y nada más». Así lo hicimos y quedó muy bien. Una vez más, me convencí de que san Josemaría veía en el espacio lo que nos encargaba, antes de que lo dibujásemos. Era un gran arquitecto, aunque no tuviese el título, y esa cualidad se haría más evidente años más tarde, con motivo de la construcción de la sede definitiva del Colegio Romano de la Santa Cruz, a las afueras de Roma.

Venía a menudo al estudio y seguía con interés nuestro trabajo. Un día, al pasar junto a mi tablero, dibujó con trazo ingenuo y gracioso varios patos en el plano sobre el que trabajaba. Le gustaban los patos porque aprenden a nadar al nacer, echándose al agua, sin más: del mismo modo, decía, nosotros debemos aprender a ser apóstoles hablando sin más de Dios a los que tenemos cerca. Guardamos ese plano, y después otros igualmente enriquecidos con sus autógrafos. Yo, en particular, fui coleccionando muchos durante aquellos meses. Un día, después de que Jesús Gazapo me insinuara que yo era un acaparador egoísta, los dejé sobre mi mesa, y naturalmente me los fueron “robando”.


Poco después, pedimos permiso a san Josemaría para hacer una reja con figuras de patos, recreando aquellos dibujos suyos. Como yo me marché mientras se llevó a cabo aquel proyecto, tuvo el detalle de enviarme una foto de la reja, ya terminada.

A veces teníamos tertulia con él en el Arco dei Venti, un espacio entre dos edificios, al aire libre y rematado por un arco, que debía su nombre a que por allí corría el viento. Yo solía darme prisa para llegar de los primeros y ponerme en un buen sitio. En una ocasión, según llegué le pedí que escribiera algo en mi agenda de bolsillo. Él la abrió, llamándome “majadero” por mi audacia, y en una página dibujó la cabeza de un cerdito. Se lo agradecí y me gustó el trazo: sabía que dibujaba patos y patas, pero supe entonces que también dibujaba cerdos con muy pocos trazos. Cuando estaba terminando la tertulia, me pidió de nuevo la agenda y en otra página añadió: «Jesu, Jesu, esto mihi semper Jesus. Roma, 11-VIII-1955». (Jesús, Jesús, sé para mí siempre Jesús). Mientras me devolvía la agenda, me pidió perdón y susurró: «Pobre hijo». Yo había quedado encantado con mi cerdito, pero él tal vez pensó que podía haberme ofendido, y quiso dejarme una jaculatoria, que conservo como recuerdo.


Poco antes de las Navidades de 1955 operaron con urgencia de una úlcera de estómago a Ignacio Salord, un alumno del Colegio Romano. Inesperadamente falleció. Todos los que allí vivíamos estábamos desolados, pero ¡qué disgusto se llevó san Josemaría! Se dirigía al Señor protestando filialmente: «¿Por qué te lo has llevado? Podía haber trabajado tanto…». Después venía la aceptación rendida de la voluntad de Dios: «Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios sobre todas las cosas. Amén. Amén». Vino al estudio para dictarnos un telegrama para su familia de sangre, y percibí aún más el enorme cariño que nos tenía a cada uno de sus hijos y de sus hijas.

Al volante de un santo

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