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LA LEY DEL LITRO

EN LA PRIMAVERA DE 1951, cuando tenía 18 años, fui con mi hermano Adolfo a una academia que estaba cerca de la plaza de Alonso Martínez, para aprender a conducir y preparar el examen. Nos matriculamos, nos citaron para el día siguiente y nos dieron un folleto con las instrucciones elementales del manejo del coche.

Fuimos a la primera clase. El instructor, un madrileño muy castizo, nos estaba esperando. «¿Están preparados?», preguntó. «Sí, señor». Me puse al volante y fui ejecutando todo lo que me indicaba: «Punto muerto. Ponga en marcha. Pise el embrague. Primera. Quite el freno. Pie en el acelerador…». En pocos minutos estábamos circulando por las calles de Madrid. Adolfo, desde el asiento de atrás, observaba todo con admiración. Después fue su turno, y quedó de manifiesto que no se había preocupado de leer el folletito...

Las frases castizas de nuestro instructor nos hacían mucha gracia. Un día intenté sortear una piedra que había en medio de la calzada pero la pillé de lleno. «¡Menuda puntería!», comentó. Otra vez, soné el claxon para advertir a una señora que cruzaba la calle del peligro que corría. «Al peatón no se le concede nada», sentenció.

Aprobé el examen y me dieron el carné. Estaba fechado el 10 de julio de 1951. Muy poco después, en el Hillman Commer de mi padre, llevé de paseo a mi madre y a algún hermano a la Sierra de Guadarrama. A la vuelta, en la bajada del Puerto de los Leones, concretamente en la Recta Madrid, de notable pendiente, puse en práctica el doble embrague. Se asustaron mucho con el ruido de reducción de las marchas a gran velocidad. Al final de la cuesta me hicieron parar, y mi madre dijo que aquello había sido una imprudencia y que se lo contaría a mi padre. Pero mi padre, en esta ocasión, tomó partido por mí: «Eso del doble embrague es de maestros», dijo.

Mi hermano José Ignacio y yo salimos otro día con nuestra madre en el coche. Poco después, el coche se paró. «¿Qué pasa?», preguntó alarmada. Nos habíamos quedado sin gasolina. «Os daría una bofetada». Se cumplía lo que solía decir mi padre: «Usáis el coche como si fuese una bicicleta: nunca ponéis gasolina, ni miráis la presión de las ruedas, ni el nivel del aceite…».

San Josemaría decía que sus hijos jóvenes, no muy previsores y siempre escasos de dinero, solían manejar los coches de acuerdo con la “ley del litro”: usan los coches con poca gasolina y conducen apurados hasta el surtidor más próximo. Cuando les preguntan «¿cuánto ponemos?», responden «un litro», porque no llevan dinero para más.


Al terminar el bachillerato, en el colegio Santiago Apóstol, pasé el examen de reválida y decidí estudiar Arquitectura. Para esto era necesario aprobar el examen de ingreso, que consistía en superar las siete materias principales de los primeros cursos de Ciencias Exactas, más otras cinco asignaturas que se convocaban a examen en la Escuela de Arquitectura y para las que había que prepararse en una academia especializada. Mi cuñado Víctor, arquitecto, tenía una de estas academias, y allí aprendí a dibujar con las técnicas de “mancha” y de “lavado”, que eran las materias más difíciles.

Por las mañanas asistía a clases en la Facultad de Ciencias, situada en la Ciudad Universitaria, y aprovechaba las horas de sol de la tarde para dibujar a carboncillo o con tinta china en la academia. El resto de la jornada era de estudio. Temprano iba cotidianamente a Misa en la cercana iglesia del Cristo de la Salud, de la calle de Ayala, siguiendo el ejemplo de mis padres.

En julio de 1951, mi madre fue a París, como todos los años, para asistir a los desfiles de modelos de la temporada entrante. Quiso llevarme para que descansase un poco. Mientras ella se dedicaba a trabajar, yo pintaba por las orillas del Sena y visitaba la ciudad. Al mediodía me llevaba a comer a algún restaurante. Un día comimos caneton à l’orange (pato a la naranja). Me gustó tanto que quise volver a tomarlo otro día, en otro restaurante. Pero en esta ocasión, en vez de darme mi propia ración de pato, me sirvieron los restos de un puchero que había quedado en la cocina. Mi madre protestó, y como no estaban dispuestos a darnos la razón, nos marchamos con cajas destempladas. Esta anécdota la recordó siempre san Josemaría. Años después, en el restaurante de un hotel de Salzburgo, al ver este plato en el menú de la cena, indicó al camarero que a mí me pusieran una ración de pato a la naranja.

Al volante de un santo

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