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MI HERMANO MELLIZO Y YO

EL 16 DE AGOSTO DE 1932, en la calle Alcalá Galiano de Madrid, frente a la casa donde en 1930 había nacido la sección femenina del Opus Dei, nacimos mi hermano mellizo y yo. Mis padres, Adolfo y Flora, ya tenían tres hijos, por lo que nosotros nos incorporamos como cuarto y quinto.

Cuando José Ignacio y yo estábamos a punto de cumplir cuatro años estalló la guerra civil en España. El 18 de julio de 1936 mi madre y mi hermano mayor, Alberto, estaban todavía en Madrid, mientras que mi padre y los cuatro pequeños (Ana Mary, de trece años, Adolfo, de cinco, y nosotros) estábamos ya de veraneo en Deva (Guipúzcoa). Durante los tres años de guerra la familia quedó dividida. Nuestra hermana, que era piadosa y responsable, se encargó de educarnos como una verdadera madre. Cuando tiempo después se casó, tuvo solamente trece hijos.

Estuvimos en Deva algún tiempo, hasta que pudimos atravesar la frontera de Francia. Luego nos embarcamos en dirección a Santander, en un crucero inglés lleno de refugiados. Recuerdo —quizá es mi primer recuerdo— el mareo que pasé durante el viaje, recostado debajo de un cañón. Meses después, nos trasladamos a Vitoria, donde me operaron de amígdalas. Ese debe de ser mi segundo recuerdo: caminando por la calle Dato, hecho fosfatina.

Acabó la guerra y por fin nos reunimos en Madrid toda la familia. Vivíamos en el 5.º piso de la casa de Fernando el Santo, 25. Mi madre puso su taller de costura cerca de casa: en el Paseo de la Castellana, 9, 1.º. Creo que no he dicho que mi madre, Flora Villarreal, era modista. Bueno, tal vez modista sea una forma algo modesta de designar su profesión. Su tarjeta de visita era todavía más modesta: en ella solo ponía su nombre y la palabra “Costura”. Cosía como los ángeles y tenía un taller de alta costura en el que llegaron a trabajar unas cien personas, y al que acudían para vestirse muchas celebrities de la época. También a mi mellizo y a mí nos hacía ropa, aunque se le daba mucho mejor vestir a señoras.

Los estudios elementales los hicimos en el colegio de Areneros, de los jesuitas. Los mellizos ocupábamos el mismo pupitre. Como mi hermano era un poco manazas para el dibujo, yo hacía rápidamente su lámina y seguidamente me entretenía haciendo la mía. El resultado era lo contrario de lo que yo esperaba: a él le daban un sobresaliente y a mí un simple aprobado.

Carmen Consuegra, amiga de mi madre y madrina de mi hermano mellizo, nos llevó una vez a casa de un vecino suyo, hombre grueso con bigote a lo Pancho Villa, y al presentarnos dijo que yo dibujaba muy bien. Él me preguntó si era capaz de hacerle un retrato. Me dejó papel y lápiz y le hice una caricatura. Le hizo gracia y quiso saber el precio. «Un duro», le respondí sin pensarlo dos veces. Me dio las cinco pesetas (de las de entonces) sin replicar, como pensando: «Chaval, eres más caro de lo que imaginaba».

Años después, durante los trayectos en coche con Josemaría Escrivá, yo contaba estas y otras pequeñeces de mis años mozos. Me escuchaba con atención y mantenía esos detalles en su memoria.

Por ejemplo, en uno de nuestros viajes mencioné que una noche, durante la cena y como de costumbre, pasamos el plato para que nuestra madre nos sirviera la sopa. Inmediatamente se dio cuenta de que aquello olía a naftalina. Vino Catalina, la cocinera, que no supo explicarse aquel olor. Ante el temor de que hubiese caído en el puchero una bola de alcanfor, decidieron recoger todos los platos, pero al llegar al mío vieron que yo ya me había tomado la sopa... «¿A qué sabía la sopa, hijo mío?». «A naftalina». Gracias a Dios, digerí perfectamente, sin ningún problema. Sin embargo, el prestigio de mi paladar quedó malparado. Desde que conté a san Josemaría este suceso, ya no podía opinar si lo que estábamos comiendo era rico o no. Él me decía: «¿Qué sabrás de gustos, con tu paladar estragado?».


Una vez íbamos los gemelos en tren con nuestro tío Aurelio, que era cheposo y se ganaba la vida tocando en una pequeña orquesta de jazz. En una estación se bajó y compró unos pasteles en la cantina, para darnos algo de merienda. Hay que decir que mi hermano era melindroso y habitualmente me ofrecía lo que ya había mordido y no le había gustado. Esta vez, en cuanto probó el pastel puso cara de asco y me lo pasó, pero yo le dije: «No lo quiero, tíralo por la ventanilla». Dicho y hecho: ante el estupor de mi tío, el pastel voló… Nuestro Padre, cuando años después se lo conté en una de las travesías, comentó, pensando en mi pobre tío: «¡Qué falta de caridad!».


Al volante de un santo

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