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La entrevista, un retrato pintado con palabras

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Un juego, una pelea, una herramienta. Un arte, una mentira, un género. Las maneras de entender y de hacer entrevistas para ser publicadas como escritos periodísticos son muchas y variadas. Algunos la defendemos por las posibilidades que nos brinda para obtener y publicar información de interés público que difícilmente podríamos conseguir de otra manera. Otros la consideran no sólo un recurso facilón sino incluso una farsa. Ya en 1895 el periodista y diplomático estadounidense W. L. Alden, decía:

El entrevistador es la fuerza más poderosa que jamás haya existido a la hora de fabricar mentirosos e hipócritas. El hombre que se presta a una entrevista sabe que cualquier cosa que diga será publicada. Así pues, expresa toda clase de hermosos y falsos sentimientos que piensa serán del agrado del público. Por otra parte, se abstiene de formular sus convicciones reales porque el público podría no aprobarlas. En otras palabras, miente de manera persistente y es el entrevistador quien le incita a hacerlo. Por lo que se refiere al entrevistador, su oficio es mentir.2

Hay, qué duda cabe, entrevistas como las que describe Alden. Las encontramos con frecuencia en algunos medios de comunicación. Sin embargo, podemos ver muchas otras entrevistas en las que no aparecen los más “hermosos y falsos sentimientos del entrevistado”, sino que, por el contrario, el personaje se muestra en su complejidad y con sus claroscuros. La entrevista es un encuentro con el “otro” mediante el diálogo y como tal es una oportunidad para asomarse en su forma de estar en el mundo y de interpretarlo. El buen entrevistador lleva al entrevistado a autoexplorarse y a profundizar en temas que no necesariamente le resultan cómodos. Federico Campbell, dice:

Lo que no hay que perder de vista es que el entrevistador irrumpe con sus preguntas en el flujo mental del entrevistado, quien expresa sus ideas y hace declaraciones que de otra manera no hubiera hecho. Y es que la entrevista es una interlocución, el encuentro de dos inteligencias: una relación humana —cada uno llega con su personalidad y su bagaje cultural— de la que surge un texto distinto al que elaboraría una persona en la intimidad de su escritura.3

Ese es el gran valor de la entrevista periodística, esa es su magia, la posibilidad creadora que tiene el diálogo de dos personas que al ser únicas hacen también único el resultado. Las mejores entrevistas son aquellas en las que tanto el entrevistado como el entrevistador descubren cosas que al comenzar el encuentro no habían previsto. Si el periodista termina la entrevista sin haber descubierto nada nuevo, habrá cumplido con la tarea, pero no podrá sentir el gozo del paleontólogo que descubre un fósil. Para el entrevistado, el diálogo con un periodista es una oportunidad que le permite generar nuevas reflexiones, profundizar en sus convicciones y ordenar algunos puntos de vista.

“El ser entrevistado”, le dijo en una ocasión el escritor Tennessee Williams a su colega y periodista Charlotte Chandler, “lleva aparejada la ventaja de la autorrevelación. Me veo obligado a articular mis sentimientos y puede que aprenda algo sobre mí mismo. Me hace conocerme mejor y ser más consciente de mi propia desdicha”.4

Eso solamente ocurre con las buenas entrevistas en las que los periodistas logran convertirse, como dice Miguel Ángel Bastenier, en “agentes que desatan lenguas”.5 Para Campbell el trabajo del periodista “consiste en hacer hablar a la gente. Todo el mundo tiene algo que decir y, con algunas excepciones, desea que alguien venga y se lo pregunte”.6

La entrevista escrita además puede recrear la frescura de la conversación porque lo que importa no es sólo lo que se dice sino también cómo se dice. “El diálogo”, dice Jorge Halperín, “es estrella en sí mismo, no es un simple vehículo para transmitir ideas. Divierte, atrae, casi permite al lector vivir lo que fue el encuentro del periodista con el personaje”.7

Al hablar expresamos lo que somos. El periodista que relata la conversación con el entrevistado lo delinea a partir de sus propias respuestas. Cuando el decano de los forenses habla de cuando se ganó sus primeros “centavos”, no solamente se refiere a su primer sueldo sino que nos remite a la época en que los centavos eran de uso común. En una entrevista que le hice al escritor español Arturo Pérez Reverte hablamos sobre su experiencia como reportero de guerra. Le pregunté:

—¿Y el miedo?

—El miedo a qué.

—A morir, por ejemplo.

—O a que le vuelen a uno los huevos, sin morir. O a perder una mano o una pierna. El miedo existe continuamente, pero forma parte del trabajo y hay trabajos que llevan el miedo incluido en el salario. Lo importante es que no te paralice, que no se convierta en pánico.

La entrevista permite recrear esa frescura del diálogo que no es común en otro género. La misma respuesta del escritor puesta en formato de texto noticioso podría decir: “El escritor español Arturo Pérez Reverte considera que el miedo forma parte del trabajo de un reportero de guerra, pero que éste debe saber controlarlo para que no lo paralice”. En esencia el contenido es el mismo, pero la recreación del diálogo le da mucha mayor viveza.

La entrevista con el sacerdote confesor Anastacio Aguayo, que aparece en este libro, comienza así:

—¿Qué tan pecadores somos los tapatíos?

—De eso no puedo decir nada; de pecados, no.

—No me diga nombres, sólo si somos más pecadores que en otros lados.

—No puedo decirlo porque cualquier insinuación puede dar origen a faltar al sigilo y eso es muy delicado ante Dios. De pecados, ni una palabra.

—¿Ni aunque me diga el pecado y no el pecador?

—Ni en general.

Este texto en formato de noticia podría quedar así: “Anastacio Aguayo, sacerdote confesor, rehúye comentar qué tan pecadores somos los tapatíos”. Aunque la información es prácticamente la misma, el diálogo no solamente nos remite al contenido sino que al mismo tiempo nos deja ver el talante del personaje, nos muestra parte de su personalidad, nos dice lo que dice y otras cosas más.

Desde este punto de vista, procesar una entrevista periodística para publicarse en un medio escrito consiste en tejer, con las propias palabras del entrevistado, un relato que resalte algunos de sus rasgos más distintivos. No se trata de hacerle una fotografía con la pretensión de mostrarlo tal cual es, cosa que además resulta imposible. Se parece más bien a delinear una acuarela que permita al lector hacerse una idea de la esencia de la persona. Es plasmar un retrato trazado con sus propias palabras, un retrato hablado.

Retrato hablado

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