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PASEO EN COLLIOURE

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A Antonio Machado

I

Mes de febrero. Agonizan los años treinta,

en un pueblecito francés un hombre pasea.

Su andar, cansado; su semblante, envejecido.

Un bastón sostiene al poeta de los caminos,

al lírico de la tarde y de las primaveras.

Es una mañana clara, con un cielo límpido,

un gran sol ilumina las calles y las eras.

Cercanas, pero distantes, las lágrimas de Valencia

y Barcelona. La derrota no impide al poeta

viajar al corazón del recuerdo, al inicio.

II

Un niño atraviesa la puerta de un jardín

sevillano. En el centro del jardín, una fuente

de piedra con un sonido mágico, atrayente.

El pequeño se acerca a las aguas transparentes,

que expresan la melancolía de vivir.

En las aguas, el reflejo de un decadente

limonero y sus frutos de historia gris:

sueños de atrapar una túnica evanescente,

anhelos que son penas de un canto infantil

como canta la fuente en una tarde de abril.

III

Del Quintana, ha salido José a buscar a Antonio.

Lo encuentra en una estrecha calle, triste y solo.

El poeta le dice: «Hermano, vamos a ver el mar».

Hacia la playa se encaminan, silenciosos.

Llegan y se sientan en una barca a reposar.

El viento mueve las olas, furiosas. Los ojos

de Antonio se conmueven al contemplar

las casas de los pescadores, la humildad

de las moradas, ajenas a la maldad

de la guerra, liberadas de todo enojo.

IV

En Collioure, el poeta recordará la emoción

de algunos momentos luminosos: Bergson

y aquellas lecciones sobre la fuerza del tiempo,

ciertas tertulias en Madrid, esos paseos

por Segovia, la creación de los cancioneros.

Y, sobre todo, recordará a su amor:

aquella joven muchacha llamada Leonor,

bondadosa luz soriana, idilio verdadero

que la desgracia truncó, aunque en sueños

Antonio le diga: «dame tu mano y paseemos».

V

Antes de fallecer el veintidós de febrero,

con un hilo de voz, dijo Antonio estas palabras:

«¡Adiós, madre! ¡Adiós, madre!». La tierna Ana,

muy enferma, tres días después llegó al cementerio.

¿Quién sabe si navegaron a un desconocido puerto?

En el gabán del poeta, encontró la esperanza

José: un papel arrugado el último verso

guarda, con débiles trazos de un lapicero

surge un alejandrino como brota el agua:

«Estos días azules y este sol de la infancia».

Las huellas imborrables

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