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Prólogo

Escribir fue leerme en el afuera

Profesora de Medellín

Por casi doce años me he empeñado en hacer en muchos lugares1 un ejercicio simple: recordar las experiencias en lectura y escritura que han tenido personas de diversas condiciones y culturas. La gran mayoría –casi todos realmente– de los que participaron, están o van a estar vinculados al ejercicio docente.2 En ese propósito me ha acompañado desde hace algunos años, Orlanda, mi esposa.

Los resultados de ese ejercicio son las noventa y cinco cartas (escogidas entre casi mil quinientas) que ahora tiene en sus manos. Aunque es justo decir que en pocos casos no son precisamente cartas (pero así las llamaremos), son testimonios sin un destinatario particular, y en ellos cuentan su relación con las letras, o algunas circunstancias de su vida en la escuela. Transcribimos fielmente sus palabras desde su manejo de la lengua escrita, en la precariedad o riqueza de su dominio, y en los trazos de la fusión entre oralidad y escritura. Estos textos son como dibujos del ánima de cada uno, aún no constreñidos (ni construidos) por las reglas del bien escribir. Feracidad y erial que, admitimos, pueden dificultar la lectura de quien se acerca a este libro. Y esa también es una manera de poner a prueba su propia condición lectora.

En los talleres nos reuníamos para recordar nuestros primeros tratos con las palabras, los libros que las nutrieron (o la ausencia de ellos), los olores, las atmósferas, las expresiones en los rostros, los gestos o las voces de quienes nos invitaron a leer y a escribir, o de quienes lo negaron, que, por cierto, también es otra historia, la de un no, la de no pude, la de no quise, o la de nadie me acompañó.

Las sesiones eran de tres horas en promedio. Al comenzar leíamos el testimonio del escritor boliviano Víctor Montoya en una escuelita del pueblo de Llallagua, Potosí, una región de reconocida tradición minera. Su texto se llama La letra con sangre entra,3 y en él evoca con gran poder su infancia lastimada por esa tortura cotidiana que fue su aprendizaje en la escuela Jaime Mendoza. El estremecimiento que causaba su relato nos tocaba, para llevarnos a la soledad de niño de cada uno, que se pregunta por la alegría o el sufrimiento con los que aprendió sus primeras letras. Compartíamos el extravío, el dolor y el miedo del niño Víctor, golpeado por su profesora y acostumbrado a la “pedagogía del silencio”, para luego buscar adentro, en nuestra risa de infancia, en los largos silencios o en la amorosa conversación con quienes nos mostraron la fuerza de las palabras.

Desde la conmoción de la escucha, les sugeríamos que escribieran una carta a la persona (o personas) que les hizo acercarse o distanciarse de la lectura y la escritura, con todo lo que quisieran evocar de esos primeros momentos. Les decíamos también que no se preocuparan por la ortografía, los acentos, la puntuación; que esas reglas se requerían, porque así convinimos expresarnos por escrito, pero que en ese momento no importaban. Que se abandonaran al flujo de la memoria, imágenes y sensaciones, y las contaran en el papel, tan libremente como llegaran. Después de que escribían recogíamos las hojas y pedíamos su permiso para leer y para dar sus nombres.

Al finalizar el taller, al que llamábamos “¿La letra con sangre entra?”, conversábamos de las impresiones que generaron sus historias de vida, y del modo como nos apropiamos de nuestra lengua y hasta dónde esa conquista estaba marcada por el dolor o el afecto. Así eran en general esas sesiones, todas y cada una cargada de emociones y matices surgidos de ese rememorar, que no es posible transmitir aquí.

La inmersión en ese tiempo encontraba la niñez. Feliz o dolida, temerosa, acompañada o sola. Sea como sea esa tierra a la que se retorna, eran niños y adolescentes otra vez quienes estaban frente a la hoja. Y sus lágrimas, sus risas y sus expresiones cuando leíamos sus testimonios, tuvieron un aire de infancia que, me atrevo a decir, nadie ha perdido del todo. Nadie. Y desde allí nos hablaron, interpelaron, preguntaron por lo que se les dio y cómo se les dio. Confiamos en que estos testimonios lleven a quien los lea a preguntarse: ¿y yo qué?, ¿cómo fue mi trato inicial con las palabras?, ¿qué me marcó? Para que, volviendo a ese niño, pueda sentirse, remirar caminos y acompañar con transparencia y sensibilidad a otros.

Respetamos todos los trazos, su peculiar sintaxis. Era necesario para nuestro propósito la publicación de esos documentos con sus exactas grafías, porque esto, en consonancia con sus historias, evidencia la relación de cada uno con el idioma. Los rasgos, dificultades, aciertos o limitaciones en sus componentes y estructura, son manifestaciones palpables de su adquisición. Y la sensible verdad, el valor que todos esos textos rezuman, no puede desdeñarse privilegiando los modos “correctos” de escribir sobre su capacidad de conmover y generar reflexión. No se pueden resaltar más las normas que la entrega a los demás, a su alta vocación, que muchos de los que signaron las cartas manifiestan.

En las trascripciones cambiamos los nombres propios y solo agregamos las ciudades y las fechas de los talleres cuando faltaban. No suprimimos nada, no cambiamos acentos, no sumamos palabras, cuando como verán hay muchos equívocos, que siempre nos confirman que la trascripción del habla toma otro aliento en la escritura. Así conversan ellos en sus escritos, los que no tienen reconocimiento, y están o serán encargados de formar a las nuevas generaciones.

Valoramos mucho esas voces aún crudas, como en el habla tranquila de tantos campesinos, donde destellan ocasionales chispazos poéticos, hechos de rumia y palabras, que huyen si se ordenan muy juiciositos en la escritura. Por eso, a veces, y de manera inesperada, hay encuentros poderosos, como en los juegos de escritura hechos con niños. No creo temerario aventurar que, en ambos casos, deslumbra algo que se llama inocencia. Nos gusta explorar esa posibilidad que en ocasiones hace esguinces al lenguaje normado, y permite que puros prodigios escapen de lo previsto, de lo soso y lo políticamente correcto. Hallazgos de sentido y sonido. Sin detenerse demasiado, porque como sabemos, si pensamos en cómo estamos caminando, nos vamos de bruces… o de bronces, como alguien decía, y esa es una caída más fuerte. Hay que dejar que en el andar fluya cierta inconsciencia… o la inocencia… si algo nos dejan conservar de ella.

Es claro, sin embargo, que hay una pregunta que se impone: si la mayoría de los que hicieron este ejercicio son o van a ser docentes, ¿cómo se explican las limitaciones de su escritura en tantos casos? Hay que pensar en la incidencia que la lectura (más que el aprendizaje de las normas) tiene en una correcta escritura. Y considerar cómo el sistema educativo en muchos casos privilegia un manejo funcional, instrumental, muy básico, del lenguaje, que ni siquiera nos prepara para ser medianos lectores. Podríamos también preguntarnos por cómo leemos, y si leemos lo suficiente. Pero, ¿qué es lo suficiente? No lo sé, pero debo decir que he leído toda mi vida, y aun así para publicar mis propios escritos (como este), tengo que luchar por encontrar las palabras justas, y averiguar por un uso adecuado de ciertos elementos gramaticales, ortotipográficos, sintácticos. Luego, no debo haber sido un buen aprendiz de esas lecturas. Considero que un escritor es alguien que tiene un gran dominio de la lengua, por eso no me siento como un escritor, y prácticamente ninguno de los que participaron aquí se asume así. No son pues cartas de escritores, aunque no ignoro que muchos de ellos, aun los tocados por el duende, recurren a editores y correctores que ayudan a afinar su voz.

Conocemos la relación con el lenguaje de algunos grandes autores, sus lecturas de iniciación, sus maestros, atmósferas de ese aprendizaje, encantamientos, asombros y agradecimientos. Narraciones inspiradoras, tantas veces. Lo que no sabíamos, por ejemplo, es cómo aprendió a leer una profesora sin ningún renombre, que agradece haber recibido sus primeras letras con “miedo y pesar”, mientras recogía “papeles caca de perro. caballo que amanecia al rededor de la escuela”. Esa profesora que también nos contaba que viajaba en bote varias horas y después en mula a una escuelita en una vereda del Bajo Cauca antioqueño, para arrebatarles a los cultivos de coca el destino de unos cuantos muchachos. Desconocíamos también el encanto y complicidad que encontró una promotora de lectura en un error ortográfico, que le ayudó a acercarse “a ese niño que me gustaba” y que le dijo: “beso se escribe con b grande y no con v pequeña”.

Finalizo con esta carta de la única niña que hay en el libro, porque las actividades se hacían con adultos y solo en dos o tres ocasiones las hicimos con niños.

Katherine de doce años le escribe a su profesora:

“Hola Mis a yo me a enseyadoa los gritos a lospeyiscones a laspalmetadas a las obe den sias y mepegamucha memaltratan y chononos deja descansar nodos de jajugar en el momentoqueellasal”.

Es preciso leer y releer en voz alta, despacio, para sentir en esa confusa “habla”, el maltrato y el dolor que causa una manera de enseñar bastante común y arrasadora.

Pero ¿qué es lo que se “enseya” ahí? Por fortuna sabemos que no es el único camino. En muchos de estos testimonios se multiplican los ejemplos de las más amorosas enseyanzas.

Javier Naranjo

Lo que mi voz leía

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