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Una buena parte del acervo del IWO voló por el aire con el atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) y cayó destruido, humeante, sobre la calle Pasteur: libros, cuadros, diarios. Junto a escombros y a paredes desmoronadas. Fue en 1994. Murieron 85 personas. El IWO funcionaba en ese edificio comunitario y el trabajo posterior de los rescatistas y voluntarios nunca podrá ser agradecido lo suficiente: de los 100.000 volúmenes que había en la biblioteca, se rescataron 60.000, aparte de 9.000 fotografías, 120 pinturas, 17 instrumentos musicales, más de 2.000 discos, 38 esculturas y 700 afiches de obras de teatro y de cine. El IWO conserva también 32.000 diarios y revistas, pero entre ellos hay muy pocos de los que menciona Katz.

Cuando se pueden encontrar, suelen ser colecciones incompletas; a veces, tan solo ejemplares sueltos. No queda casi nada de la primera prensa judía argentina. En parte, porque esos pioneros infatigables se comportaron como archivistas perezosos de su propio trabajo. El capítulo argentino del IWO, que es donde deberían hallarse estos diarios, no fue fundado sino hasta 1928: un año antes de la publicación de los Apuntes… y 30 años después de la aparición del primer periódico judío argentino.

Este libro tiende un puente hacia esa generación de forjadores y recupera el trabajo tangible de ellos: sus palabras, sus periódicos. Las noticias que son citadas por Katz son rescatadas porque, créanme, a esta altura ya no se las puede leer en ningún otro lado.

La generación de los pioneros escribió unos 40 periódicos en esta etapa de 16 años. Así lo indica David Goldman en Di Iuden in Argentine. Katz señala que Der Viderkol, que dio tres números, dejó con su vacío la necesidad de más. “Pero para quién más, es difícil indicar”, escribe. “Puede ser para los lectores, para el público en general o quizás para los escritores. Público en general, en ese momento, había tanto como lectores. Y escritores había tantos como público en general”. Es que, de alguna manera, el periodismo judío había tomado el lugar de la religión, que desde hacía más de un siglo retrocedía ante el racionalismo moderno. Pero no solo entre los judíos ocurrió así: a Hegel se le atribuye la idea de que la lectura del periódico es la oración matinal del hombre moderno. “Con los atractivos de la religión fuera de juego, si no hubiera sido por la palabra impresa –a través de los libros o del periodismo–, la vida judía se habría perdido”, señala Jacob Botoshansky.

No queda del todo claro cuántos judíos había entonces en la Argentina. Según el censo nacional de 1895, vivían 753 en la ciudad de Buenos Aires, pero un censo interno realizado en 1909 entre los judíos marcó 30.000, según indica Haim Avni. El ingeniero demógrafo Simon Weill dice que los judíos llegaban a 16.000 en todo el país en 1899 y Avni agrega que hacia 1914 la comunidad total contaba con 115.600 personas. Como sea, la cantidad de publicaciones judías era desproporcionada con respecto a la población judía. En la Biblioteca Nacional, por ejemplo, en el año 2015 encontramos 535 periódicos y publicaciones de 39 colectividades: a la italiana corresponden 107, y luego le siguen la judía y la española, con 70 títulos cada una. Y los judíos nunca representaron un porcentaje demasiado elevado en la población argentina: probablemente nunca hayan llegado a ser ni el 5 por ciento. Entre 1920 y 1930, en los tiempos en los que se publicaron los Apuntes…, había 24 diarios y revistas judíos, 18 italianos y 15 españoles, según una estimación de Ricardo Feierstein, autor de muchos trabajos sobre la historia de la comunidad judía en nuestro país. En una proyección de casi un siglo (1898-1989), 337 publicaciones judías vieron la calle, de acuerdo a Alejandro Dujovne, investigador del libro y la edición en la Argentina.

Había entre los judíos “una fiebre comunicativa”, me dijo una vez Ester Szwarc, una de las directoras del IWO, y como señala un refrán en ídish: todo aquel que tuviera al menos una mano o un pie escribía.

La caja de letras

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