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Inmigrantes, diarios y noticias en una Buenos Aires babilónica [Prólogo por Javier Sinay]

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Quien tuviera las letras, tendría la palabra. Lo sabía Abraham Vermont, un periodista ambicioso pero pobre, que soñaba con crear su propio periódico judío en Buenos Aires, una ciudad extraña a la que había llegado un poco azarosamente luego de criarse en un rincón balcánico y de rodar por puntos brumosos de Europa y de Medio Oriente.

Ahora Vermont habitaba el barrio judío: un laberinto sin otra muralla que el ídish que se hablaba a lo polaco, a lo litvak, a lo besaraber. Era 1898, y entre las calles Libertad, Talcahuano, Lavalle y Corrientes había un mundo de gente que decía el kadish y que comía arenque con pastrami kosher y pepinos en vinagre, y acerca de ese mundo otro periodista, Roberto Arlt, escribió algunos años más tarde: “El que no ha viajado se imagina que así debe ser Gaza o Jerusalén”. Vermont se movía ahí como un pez en el agua, conocía a los honestos y a los tramposos, sin dudas era un hombre hábil. Pero tenía un problema: había otro, que no era él, que ya estaba haciendo un periódico judío en Buenos Aires. Había otro que tenía las letras y, por lo tanto, la palabra.

Ese periódico se llamaba Der Viderkol [El Eco], y no lo hacía un periodista con oficio como Vermont –que enviaba correspondencias a los diarios judíos de Europa–, sino un muchacho entusiasmado de 20 años. Su nombre era Mijl Hacohen Sinay. Era un cohen, un descendiente de Aarón (el héroe bíblico, el hermano de Moisés), y ser un cohen era, en esos tiempos más que hoy, ser alguien especial. Su padre, un rabino muy conocido, había protagonizado el año anterior una rebelión de colonos en Moisés Ville y había viajado a París para entrevistarse con los directores de la Jewish Colonization Association. A ellos les pidió, en nombre de los rebeldes, que cambiaran al administrador a cargo de la colonia: las cosechas no rendían y nadie tenía dinero, pero igual se les exigía el pago de las tierras en las que vivían y trabajaban. Como los directores le dijeron que no lo iban a hacer, al volver el rabino tuvo que dejar Moisés Ville (adonde había intervenido la policía santafesina para acabar con las protestas) y su familia se desperdigó por la Argentina. Su hijo Mijl llegó a Buenos Aires en febrero de 1898 y el 8 de marzo publicó el primer número de su periódico. Lo hizo un poco para revelar lo que había ocurrido en Moisés Ville y otro poco porque soñaba con lanzar su propio diario. Y como no tenía trabajo, pensó que ésta sería una buena forma de ganar unos pesos. Der Viderkol fue un suceso.

Pero volvamos a Abraham Vermont. Al enterarse de lo que estaba preparando el hijo del rabino –Der Viderkol aún no había sido publicado, pero me imagino que los chismes corrían en esas calles–, se presentó junto con el vendedor de suscripciones de ese periódico en un conventillo de la calle Corrientes, en la habitación que hacía de redacción improvisada. El muchacho se encontraba sentado, doblado, escribiendo un texto a mano en una hoja inmensa. Era el periódico mismo, que no se iba a hacer con tipos de imprenta porque no había en la ciudad ninguna imprenta de alfabeto ídish; por lo tanto, Mijl Hacohen Sinay había decidido publicarlo en litografía, o sea, como un grabado. Eso convertía a Der Viderkol en una suerte de obra de arte casual e involuntaria, bastante agobiante de crear: exigía atención, detalle, hasta esfuerzo físico. La mano escribía y simulaba la perfección de una imprenta mientras el resto del cuerpo se tensaba.

Al entrar Vermont, el muchacho interrumpió su tarea y volteó para verlo. Vermont era una persona de aspecto desprolijo. Las crónicas que nos llegan dicen que sus ojos lacrimosos lucían enfermos, no había señal de cejas, la nariz era puntiaguda y los labios, carnosos. Por el rostro amarillento, como chupado, no corría una gota de sangre. “Conózcalo”, le dijo el vendedor de suscripciones, “este es el señor Vermont”. Mijl Hacohen Sinay ya había escuchado sobre la fama de periodista de aquel y de repente dejó de fijarse en su apariencia y se sintió honrado por la visita.

Vermont, que había llegado con la excusa de suscribirse, se convertiría pronto en uno de los redactores de Der Viderkol, y al periódico lo harían entre los dos.

Mucha gente se acercó en las semanas siguientes a la publicación, por el impacto que Der Viderkol tuvo en una comunidad de cientos o miles de personas que hasta entonces se habían conformado leyendo diarios en ídish llegados de Europa con varios meses de retraso, y que estaban deseosas de tener una voz propia. Uno de los que tendió su mano a Mijl Hacohen Sinay –rápidamente convertido en una celebridad en el barrio ídish– fue Soli Borok, el judío más rico de la ciudad.

Borok fue a verlo a la redacción del conventillo y lo invitó a tomar un vermouth a su casa. Unos días más tarde lo recibió en un salón enorme adornado con tapices, figuras de bronce, cuadros, alfombras con almohadones de seda y espejos que se elevaban hacia el techo. Borok había hecho su fortuna con una fábrica de artículos de goma, vendiéndole pilotos de lluvia a la policía y al ejército. Le dijo que lo apoyaría en lo que fuera necesario. Mientras hablaba, entró al salón su esposa: una joven bella, celestial. Ella sirvió el vermouth; él desplegó su tesoro de diarios: ejemplares de Yiddishe Gazetten y Der Yiddisher Express, de Nueva York, y Der Telegraph, de Bruselas. Algo maravilloso de ver en Buenos Aires.

Der Viderkol lanzó un segundo número y luego un tercero, y entonces el dueño de la imprenta que hacía la litografía le preguntó a Mijl Hacohen Sinay por qué no lo imprimía con tipografía en vez de grabarlo. Le dijo que trabajaba con un inglés que era un especialista en poner tinta sobre todo tipo de letras. El muchacho lo fue a ver y le preguntó si podía hacer para él letras hebreas. El inglés le respondió que lo iba a intentar: necesitaba que Mijl Hacohen Sinay le entregara un alfabeto con el que calcularía los kilos de hierro (“los kilos de escritura” escribió Sinay en una memoria). Días después, cuando escuchó el precio, Mijl Hacohen Sinay habló con Borok y lo convenció de que le diera un préstamo para un adelanto. Con eso marchó al taller y dejó el dinero y dos modelos de letras para fabricar los moldes. Uno era de letras pequeñas y otro de letras grandes, para los títulos. Sería la primera caja de letras ídish de Buenos Aires.


Tercer número de Der Viderkol, aparecido el 5 de abril de 1898: fotocopia encontrada en 2010 en un cajón del escritorio del hijo (por entonces ya fallecido) de Mijl Hacohen Sinay.

Vermont miraba todo esto desde su posición relegada: él no había creado Der Viderkol, él no había tomado vermouth en la casa de Soli Borok, él no había encargado las letras en hierro. En cambio, pasaba sus días alimentándose con dos cafés y dormía en una piecita oscura, donde extendía diarios como sábanas para taparse (lo dice Pinie Katz en su libro). Imagino que la envidia lo hacía verse aún más carcomido y seguía soñando con su propio periódico. Tenía pensado un nombre: Die Volks Stimme, la voz del pueblo. Y escuchaba cómo, últimamente, Mijl Hacohen Sinay se lamentaba del cansancio de hacer todas sus páginas a mano, imitando perfectamente la escritura de molde, lo que al final lo dejaba exhausto. “Como un esclavo negro o como un convicto en las barracas de Siberia”, había escrito en la última carta a los lectores, “así trabajo yo con el periódico, así de día como de noche, sentado como pegado a la silla, encorvado sobre el escritorio, sin soltar de la mano la pluma, ni siquiera medio segundo me tomo para respirar, ni me permito salir afuera, donde corre el aire y está mucho más fresco…”.

Entonces Vermont hizo una ecuación: si Der Viderkol se acababa, lo que no parecía estar demasiado lejos de ocurrir, él podría contratar para su propio periódico la caja de letras financiada por Borok. Sonaba bien. Pero un día, cuando Mijl Hacohen Sinay volvió de ver al imprentero y le contó que ya la había encargado, su proyecto pareció condenado al fracaso. Los judíos de Buenos Aires no eran tantos como para leer dos periódicos diferentes. Quien tuviera las letras, tendría la palabra, y Vermont decidió jugar sucio.

Actuó así: visitó a Borok en secreto y le dijo que un artículo publicado en Der Viderkol, uno que hacía una burla al presidente de una institución, firmado con un pseudónimo, era una jugarreta contra el propio magnate escrita por Mijl Hacohen Sinay. Le contó que él mismo había visto al muchacho firmando con un nombre falso. Su hipótesis era que si Borok se ofendía y cancelaba su préstamo, Der Viderkol se quedaría sin fondos. Y ese dinero de Borok sería para Vermont, quien editaría su propio periódico comprando la caja de letras que Mijl Hacohen Sinay ya había contratado con el imprentero inglés, pero que, quebrado y sin periódico, se vería obligado a abandonar. Borok era el presidente de una asociación de trabajadores y le creyó a Vermont su cuento.

Sin embargo, nada ocurrió según las conjeturas de Vermont. Borok le retiró su saludo y cortó todo vínculo con Mijl Hacohen Sinay, pero siguió sus instintos de buen comerciante: terminó de comprar las letras y le dijo al imprentero que no le vendiera ningún otro juego de letras hebreas a nadie. A Borok no le había gustado tampoco la traición de Vermont, así que con estas letras decidió hacer un nuevo periódico con un nuevo redactor, algo completamente distinto para dejar atrás el mal trago, y convocó a un hombre que estaba en una colonia en Entre Ríos y que jamás había oído una palabra sobre esta historia.

La trama de Vermont se desvaneció en el aire de un momento a otro. Borok le había cerrado la puerta y se había quedado con las letras. Por su parte, Mijl Hacohen Sinay, ahora también rechazado por Borok, no sabía nada sobre la traición y no entendía por qué el magnate no le hablaba: nadie le había dado ninguna explicación de este desastre. Así que Vermont tenía una última oportunidad, y pienso que cualquiera que se considere astuto no la dejaría pasar: le pediría a Mijl Hacohen Sinay que convenciera al imprentero inglés de que le vendiera un nuevo juego de letras y ya vería cómo pagarle. Porque quien tuviera las letras, tendría la palabra.

La caja de letras

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