Читать книгу Fuera de guión - Jen Wilde - Страница 4
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—Venga, tía, no me seas —mascullo—. Por favor.
Estoy hablándole a una puerta. Una puerta naranja con un 16 de color verde desteñido clavado justo encima de la mirilla. Y estoy hablando con ella porque, por mucho que lo intente, no se abre. Meto la llave en la cerradura por quinta vez, la sacudo e intento girarla, pero no cede. Me duelen los dedos de intentar abrir.
—Hija de… —gruño.
Me paro e inspiro hondo. Hace demasiado calor para esto. Dejo caer la mochila en el felpudo de bienvenida y me siento en la maleta.
Saco el móvil de la mochila y le envío un mensaje a Parker:
Bex: oye, creo que la llave que me dejaste bajo el felpudo no sirve.
Parker: qué?
Bex: la puerta no se abre.
Parker: 1 seg
Oigo pasos que suben por las escaleras y, un momento después, aparece Parker.
—¡Holaaa!
No.
No, se suponía que aún no iba a estar aquí.
Yo iba tener tiempo de ducharme y sacar mis cosas primero.
Él llegaría a casa y yo ya estaría dentro, limpia y descansada y despierta y completamente preparada para decirle: «Soy lesbiana».
—¿Hoy no tenías clientes todo el día? —le pregunto.
Viene tirando de su maletín de maquillaje: las ruedas hacen mucho ruido sobre el hormigón.
—Me he escapado. ¡Quería darte una sorpresa!
—Ah, ¡qué guay!
Me olvido de mi decepción para disfrutar de volver a verlo después de tanto tiempo. La última vez que lo vi en persona fue justo antes de que él cogiera un avión de Seattle a Los Ángeles, con la frente brillante de sudor por los nervios. Eso fue hace tres años. Acababa de graduarse del instituto y se mudaba a Hollywood para formarse como maquillador. Ahora se le ve radiante y, por alguna razón, sigue aparentando dieciocho años, aunque ya tiene casi veintidós. Tiene la piel bronceada por el sol de California y los dientes más blancos, pero sigue siendo mi primo, el payasete. Lo veo en sus ojos, húmedos por las lágrimas.
—Te lo dije —asegura mientras me da un abrazo de oso—. Te dije que un día vendrías tú también. ¡Y aquí estás!
—Aquí estoy —respondo con una sonrisa emocionada.
Me aprieta los brazos a cierta distancia para poder mirarme mejor.
—Cómo me alegra que hayas dejado de alisarte el pelo —comenta, dando un tironcito a las puntas de mis rizos, que me llegan hasta los hombros. Son rojizos, igual que los suyos antes de que se los decolorase y pasaran a ser blancos.
—No te me acerques demasiado. —Le aparto los mechones de los dedos—. Apesto.
Pasarse la noche entera en un autocar con el aire acondicionado estropeado no te hace oler a rosas, que digamos. Él hace una mueca de asquete y se saca las llaves del bolsillo.
—No iba a decir nada, pero telita. —Mete la llave en la cerradura—. Este coso tiene truco, mira.
Me fijo en que tira del picaporte, mueve la llave y empuja con el pie la esquina inferior de la puerta, que se abre con un ruido sordo y un crujido.
—Parece muy complicado —digo, echándome la mochila al hombro.
Parker se encoge de hombros.
—Bienvenida a Los Ángeles.
Le sigo al interior de la casa y dejo las maletas en el futón cubierto de cojines que me servirá de cama durante el mes siguiente, como poco. Parker da unas vueltas juguetonas sobre sí mismo en mitad del salón.
—Y bien, ¿qué piensas de mi nidito de soltero?
La fachada del edificio es vieja, está pintada de un rosa descolorido y parece sacada de los setenta, pero el interior es moderno, elegante y muy Parker. Fotos enmarcadas de figuras clásicas de Hollywood adornan las paredes grises: Marlon Brando, James Dean, Sidney Poitier… Hay una estantería de metal llena de Polaroids de Parker y sus amigos entre montones de libros de maquilladores como Kevyn Aucoin y Bobbi Brown. Parker trabaja de maquillador y estilista autónomo, sobre todo gracias a la aplicación Glamsquad, pero últimamente también ha maquillado a algunos famosos para ceremonias de entrega de premios y sesiones de fotos.
—Yo nunca he dormido en ese futón —me dice—, pero mi madre durmió bien cuando vino de visita y ya sabes lo delicada que es.
Me río por lo bajinis y digo:
—Por cierto, me ha dado esto para ti.
Le doy otro abrazo y lo aprieto con fuerza en torno a las costillas. Mi tía Laura es una mujer grande y muy fuerte; sus abrazos están cerca de romperte, pero en el mejor de los sentidos.
—Ayyy —dice Parker mientras él también me abraza—. La echo de menos.
¿Debería decírselo ahora? ¿Es el momento? Díselo, Bex, me animo por millonésima vez. Soy lesbiana. Soy lesbiana. Soy lesbiana. Abro la boca y espero a que salgan las palabras, pero mi voz se oculta. Como yo.
Por lógica, sé que no debería estar tan nerviosa por salir del armario con él. No es que tenga miedo de que no me acepte: lo hará. Pero me he pasado la vida entera tras los pasos de Parker. Lo idolatraba. Cuando él empezó a ir al colegio, pillé una rabieta porque yo también quería ir. Cuando le quitaron los ruedines de la bicicleta, le pedí a mi madre que me los quitase a mí también, por lo que acabé cabeza abajo en un arbusto, pero no me importó. Ansiaba tanto ser como Parker que acabó convirtiéndose en una broma recurrente en nuestra familia, que me puso el mote de Parkercilla.
Creo que lo que más me pesa y me impide dar el paso definitivo es el miedo a que se rían de mí. Miedo a que Parker me dedique una sonrisa comprensiva y le reste importancia, que lo vea como otra de las formas en que intento imitarlo. O a lo mejor mi madre se ríe, con esa carcajada estruendosa y ronca tan suya, sacude ligeramente la cabeza y dice: «Ay, mi Parkercilla, qué mona». O a lo mejor mis compañeros de clase piensan que lo hago para darme importancia y que me presten atención.
No quiero que se rían de mí.
A lo mejor podría añadirlo de manera informal al final de alguna frase, como si no pasara nada. Podría decir algo como: «Estoy cansada y soy lesbiana». O… yo qué sé: «Te he echado de menos y soy lesbiana».
—¡Ay, espera! —dice él, y saca el móvil del bolsillo de sus vaqueros—. Le prometí a tu madre que la avisaría cuando llegases.
Pone la cámara y levanta el teléfono para hacernos un vídeo.
—¡Ya está aquí, tita! —anuncia.
Saludo a la cámara y sonrío.
—¡Hola, mamá, estoy viva! Ya puedes dejar de preocuparte.
Parker deja de grabar y le envía el vídeo a mi madre. Es domingo a mediodía, así que estará trabajando con mis antiguos compañeros del local de comida rápida Sonic de Westmill. Ahora mismo, seguramente está metiendo hamburguesas en cajas e intentando que los empleados espabilen en plena hora punta. Es increíble pensar que una semana antes yo estaba allí con ella, despachando pedidos para los coches y empapándome bajo la lluvia de Seattle. Y ahora estoy aquí, quemada por el sol y muerta de sueño en Los Ángeles.
Parker señala detrás de mí a la cocina integrada. Es muy, muy pequeñita, pero está muy, muy limpia y organizada.
—La cocina es demasiado pequeña para dejar platos sucios, así que come lo que quieras, pero friega después. —Luego camina hasta una puerta cerrada y la abre—. Esta es mi habitación. Si quieres ir al baño, tienes que pasar por ella.
Algunos pensarían que el piso es demasiado pequeño para dos, pero Parker y yo llevamos compartiendo habitación toda la vida. En realidad, me gusta mucho la idea de vivir con él otra vez. Será como cuando éramos niños, solo que ahora no tendremos que contarnos los cotilleos del día entre susurros para que no nos oigan nuestras madres.
—Te he hecho hueco en el armarito de las medicinas para que pongas las tuyas —dice él—. Sigues con la Ritalina, ¿no?
Asiento.
—Y ahora también Escitalopram.
Alza las manos.
—Igualitos, nena, igualitos.
Podría decírselo ahora. Sin problema. Es marica como el que más, seguro que me entiende. Joder, si es que me organizaría una fiesta.
Siento que vienen. Las dos palabras más importantes de mi vida emergen en mi interior como una burbuja de aire que asciende del fondo del océano.
—Parker… —le digo.
Es como si se me hubiera parado el corazón. Como si mi corazón estuviera quieto, escuchando, esperando a que le dedique unas palabras de presentación detrás de un telón invisible antes de salir a escena.
—¿Mmm? —responde él mientras abre su maletín de maquillaje.
No puedo. Estoy cagada de miedo. No sé pronunciar las palabras. No hago más que imaginármelo riéndose en mi cara en cuanto lo suelte. La burbuja de aire estalla antes de llegar a la superficie y me dejo caer sobre el futón. Siento los párpados pesados y, de pronto, lo único que quiero es dormir, pero no soporto oler tan mal, así que saco el neceser de la mochila.
—Me voy a duchar.
—Sin problema, cariño —dice él con una sonrisa.
Comienzo a ir hacia el cuarto de baño, pero él me llama. Cuando me doy la vuelta, vuelve a haber lágrimas en sus ojos.
—Me alegro mucho de que por fin estés aquí.
Le dedico una sonrisa cansada.
—Yo también.
Y soy lesbiana.