Читать книгу Aquí y ahora - Jim Thompson - Страница 11

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Un día de principios del invierno pasado salía yo de la oficina de correos de Oklahoma City cuando me topé con Mike Stone. Le comenté que poco antes me había pasado por la oficina de reclutamiento con la intención de alistarme.

Ese mismo día, Mike había salido en libertad bajo fianza de cincuenta mil dólares, acusado de haberse embarcado en prácticas de sindicalismo ilegal. Aunque era evidente que en aquel momento debía de tener un sinfín de cosas en la cabeza, se tomó su tiempo para averiguar cómo estaba yo.

—Dudo mucho que un cambio de aires te solvente los problemas, Dill —afirmó—. Pero si lo que quieres es salir de aquí, ¿por qué no pruebas California? Ahora que lo pienso, nuestro abogado vino aquí en un coche que le prestó su hermano cuando fue a visitarlo a San Diego. Si te encargas de devolverlo, el viaje te saldrá gratis.

La cosa sonaba bien. Si me aventuraba a ir a California, tal vez la fundación me prorrogaría la beca. O quizá podría entrar en contacto con algún estudio de Hollywood. Volví a casa.

—Y bien —dijo Roberta—, ¿dónde está tu uniforme? A estas alturas te hacía en ruta hacia Fort Sill. Espero que no te hayan rechazado por tener esposa y tres hijos.

—Lo más seguro es que a Jimmie le haya entrado el miedo en el cuerpo al enterarse de que tendría que dormir en el suelo —terció mi madre—. De pequeño siempre le tenía pavor a que una hormiga o un gusano se le escurriera por la pernera del pantalón.

—Tendrías que apuntarte a la Legión Extranjera, Jimmie —dijo Frankie—. Allí encontrarías un filón de historias que después podrías relatar.

—Mejor me pongo a hacer la maleta —repuse—. Me voy a California.

—¡Ejem! —intervino Roberta—. ¿Os veis con ánimo de comer otra vez macarrones con queso?

—Me voy en coche. El abogado de Mike Stone me presta el suyo.

Roberta por fin revivió. ¡Conque esas teníamos! Así que ya me había vuelto a relacionar con esa pandilla de sinvergüenzas bolcheviques. Cualquier día iba a acabar entre rejas y me lo tendría merecido.

—Jimmie, mejor harías en evitar a toda esa gente —insistió mamá—. Ya tenemos bastantes problemas, ¿no te parece?

—Pues yo siempre me he llevado bien con Mike —dijo Frankie—. ¿A qué viene tanto remilgo? Igual me apunto a ese viaje. Estoy hasta las narices de trabajar como cajera por quince pavos a la semana, y eso cuando no nos recortan el sueldo con cualquier pretexto.

—Pienso marcharme yo solo —afirmé—. Cuando me haya instalado allí y lo vea claro, ya os haré venir.

»Roberta, una cosa: cuando llegue mi cheque, me envías cuarenta dólares y te quedas con lo demás.

—Tú no te vas a ir a ninguna parte. Como mucho, a la cárcel —replicó Roberta—. James Dillon, te lo digo muy en serio: como pienses que...

—Pues no sé qué decirte, Roberta —intervino mamá—. Igual no es mala idea. A mí nada me retiene aquí y Frankie haría mejor en perder de vista a Chick. No sé ni cómo aguantas a ese baboso medio amargado.

—Chick no es mala persona, mamá —contestó Frankie—. Lo que pasa es que le ponéis un poco nervioso. Y a veces le entra la depre porque no hay forma de que le salga un trabajo un poco mejor.

—Si viene a California, yo prefiero quedarme aquí —dijo mamá—. Con esa cara que tiene, no me extraña que la gente se lo quite de encima. Si parece un becerro grandullón y medio atontado...

—De momento, aquí el único que se marcha soy yo —repetí.

—No seas así de mamón, Jimmie —dijo Frankie.

—¿Es que quieres que sigamos aquí sin blanca cuando allí podríamos estar viviendo la mar de bien? —preguntó mamá.

—Estaba pensando qué ponerme allí —intervino Roberta—. Quizá lo mejor sea el vestido suelto verde...

—¡A ver un momento! —salté—. ¡No podéis dejarlo todo y marcharos así como así! ¿Es que os habéis vuelto locas?

—Hombre, si lo que quieres es que no vayamos... —dijo mamá.

—Lo normal: cuando se trata de su mujer, nada le gusta más que poner tierra de por medio —secundó Roberta—. Siempre igual, desde el mismo día en que nos casamos. Pero esta vez no pienso permitirlo.

En fin... Al final acabamos marchando todos juntos a California.

Yo lo sentí por Chick. Chick es un mecánico especializado en la reparación de máquinas del millón y cacharros por el estilo; de hecho, es casi la única cosa en la que sobresale. Desde que tales máquinas fueron prohibidas en los estados del suroeste, se ha visto obligado a aceptar empleos de toda laya, y cobrando la cuarta parte de lo que antes se sacaba. Lo cierto es que en el coche no había espacio para él, así que prometimos enviarle recado para que viniese más adelante. Sin embargo, una vez aquí, nos encontramos tan liados en nuestros propios asuntos que prácticamente nos olvidamos de él. Chick envió a Frankie una carta más bien áspera, seguida poco más tarde por una misiva similar dirigida a toda la familia en conjunto. Así que en estos momentos no sabemos muy bien qué hacer. Yo tengo claro que Frankie quiere volver a verlo. Pero mamá y Roberta se la tienen jurada y no quieren ni oír hablar del asunto. Así que...

No entiendo a mi familia: o se lo toman todo a la ligera o a la tremenda.

No logré que me prorrogaran la beca; la guerra lo había cambiado todo y tenían miedo de que cuanto yo pudiera escribir muy pronto se quedara obsoleto. O eso me dijeron. Envié sendas cartas a un par de guionistas de Hollywood con quienes había mantenido correspondencia en el pasado. Ni me contestaron. Cosa que no les echo en cara. Los de Fawcett se mostraron interesados en contratarme como redactor en el departamento de relaciones públicas, pero los chicos de la oficina Hays se negaron a otorgar su necesario beneplácito. Si algo sobraba en Hollywood, eran escritores que las estuvieran pasando canutas.

Al final recurrí a la fábrica aeronáutica, si bien con la secreta esperanza de que me rechazasen y al mismo tiempo preguntándome qué haría yo si no era ese el caso. Así fue como sucedieron las cosas.

No me resulta fácil explicar qué pienso de mi trabajo. Me gustaría ser capaz de tomármelo a la ligera, pero como no lo soy, me lo tomo muy en serio. Y tal como está el mercado laboral, mi empleo no resulta peor que cualquier otro que me tuviese que tomar en serio. Es un mal trago que hay que pasar, apretando los dientes, medio sonámbulo y a la vez dolorosamente consciente de cuanto me rodea. Es como si... En fin, intentaré explicarlo mediante un ejemplo.

Tres meses después de que Mack naciera, un médico amigo mío me hizo la vasectomía. La cosa tuvo lugar hacia Navidad, y el único pago que mi amigo me pidió fueron tres cuartos de botella de whisky de centeno; por adelantado, eso sí. Yo diría que mi amigo debía de haber hecho las prácticas recortando pieles con que forrar pelotas de béisbol, pues me pasé varias semanas que casi no podía caminar. Pero, en fin, como decía con intención de trazar un paralelismo con mi trabajo, la operación casi me vuelve loco, y eso que no sentí ningún dolor. Mi amigo el médico me inyectó suficiente anestesia local para extraerme el apéndice sin que me diera cuenta. No obstante, tanto tajo y tanto recorte me llevaron a perder la cabeza, de tal modo que me erguí de repente y le solté un buen sopapo. Al final mi amigo tuvo que sentarse sobre mi pecho para concluir su labor.

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