Читать книгу Aquí y ahora - Jim Thompson - Страница 4

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Aunque salí a las tres y media, necesité casi una hora para llegar a casa andando. La fábrica está a kilómetro y medio de Pacific Boulevard, y nosotros vivimos a kilómetro y medio colina arriba en esa misma avenida. Montaña arriba, más bien. Todavía no me explico cómo se las arreglaron para verter el cemento en estas calles tan empinadas. Cuando subes por ellas, podrías atarte los cordones de los zapatos sin agacharte.

Jo estaba al otro lado de la calle, jugando con la hija pequeña del pastor. Y esperando mi llegada, me imagino. Nada más verme, cruzó la calle corriendo hacia mí, de forma que sus tirabuzones, de un rubio amarillo, oscilaron sobre su carita blanca y rosada. Jo se abrazó a mis rodillas y me besó la mano, cosa que no me gusta que haga, pero soy incapaz de reñirla.

Jo me preguntó si me gustaba mi nuevo trabajo, cuánto ganaría y qué día me pagarían, todo ello de corrido. Le dije que no era necesario hablar tan alto en público, que no ganaba tanto como cuando trabajaba en la fundación y que cobrábamos el viernes, o eso me parecía.

—¿Me comprarás el viernes un gorro nuevo?

—No te digo que no. Depende de lo que diga mamá.

Jo frunció el ceño.

—Mamá dirá que no. Ya lo verás. Hoy se ha llevado a Mack y a Shannon al centro, a comprarles zapatos nuevos, pero seguro que a mí me dice que ni gorro ni leches.

—¿Ni leches? ¿Qué lenguaje es ese?

—Que ni hablar, quiero decir.

—¿De dónde ha sacado el dinero para ir de compras? ¿Es que no ha pagado el alquiler?

—Me parece que no —repuso Jo.

—¡Maldita sea! —solté—. ¿Y qué coño vamos a hacer ahora? ¡Lo que faltaba! Y tú, ¿por qué me miras con esa cara? Vete a jugar por ahí y déjame en paz. ¡Venga, lárgate de una vez!

Cuando ya iba a apartarla de mi lado por la fuerza, me contuve y acabé abrazándola. No soporto a la gente que maltrata a los niños. A los niños, a los perros, a los viejos, a lo que sea. No entiendo qué me está pasando, qué me puede impulsar a maltratar a Jo de ese modo. De verdad que no lo entiendo.

—No me hagas caso, preciosa —dije—. Ya sabes que solo lo decía en broma.

Jo volvió a sonreír.

—Lo que pasa es que estás cansado, y ya está —apuntó—. Túmbate un rato a descansar y verás como después te encontrarás mejor.

Le dije que eso mismo pensaba hacer. Jo volvió a darme un beso en la mano y salió corriendo hacia la acera de enfrente.

Jo tiene nueve años. Es mi hija mayor.

Aquí y ahora

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