Читать книгу Aquí y ahora - Jim Thompson - Страница 9
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ОглавлениеEl viernes no me pagaron.
Serían las dos de la tarde cuando Gross se acercó y me preguntó si quería apuntarme al bote de los cheques. Le pregunté qué era eso.
—Una especie de póquer que jugamos con los cheques el día de paga —explicó—. Cada cheque tiene su propio número de serie, y quien saca el número de serie más alto —lo que sería la mejor mano en una partida de póquer— se lleva el bote al completo.
—¿Cuánto cuesta apuntarse?
—Veinticinco centavos. A nuestro bote siempre se apuntan unos cien hombres, del almacén, de Laminados, de Submontaje y Recepción. Vale la pena. Si tienes suerte, te llevas veinticinco dólares.
—¿Puedo apuntarme cuando me paguen el cheque en efectivo? —pregunté—. Ahora mismo no tengo cambio.
—Sí, no hay problema —dijo él.
Gross iba a marcharse cuando de pronto vaciló un instante.
—Una cosa. Tú entraste a trabajar este lunes pasado, ¿verdad?
—Pues sí.
—Vaya. En ese caso hoy no cobrarás. Aquí pagan con una semana de retraso.
No podía creerlo, y eso que tal práctica es corriente. Y es que necesitaba el dinero desesperadamente. Le pregunté a Moon al respecto.
—Pues no, hoy no te pagarán —admitió—. Siempre pagan con una semana de retraso. El salario de esta semana lo cobrarás el viernes que viene.
Está claro que mi rostro debió de reflejar lo que sentía en ese momento.
—Tampoco es para tanto, hombre —dijo Moon—. Si verdaderamente estás apurado, los de Personal a veces te hacen un anticipo de cinco o seis dólares. No es que les guste demasiado, pero a veces lo hacen.
—Supongo que me las arreglaré.
—Ya sé que no hace mucha gracia, pero la verdad es que al final vale la pena. Siempre está bien saber que cuentas con una semana de paga adicional.
Esa noche me sentía fatal al volver a casa. Más que de costumbre, quiero decir. Yo sabía que nadie me culparía de nada; no de forma explícita, cuando menos. Pero el follón sería de órdago.
Al doblar la esquina de la Segunda Avenida reconocí el coche aparcado frente a nuestra casa. Así que me colé por el jardín del vecino y enfilé el caminillo de tierra hasta llegar ante nuestro dormitorio. Rasqué un poco la persiana y Roberta apareció en la ventana.
—¿La casera está ahí contigo?
—Sí. ¿Te han abonado el cheque?
—No he cobrado ningún cheque. Resulta que...
—¡Que no has cobrado! ¡Jimmie...! Pero ¿es que no les dijiste que...?
—Escúchame —corté—. Deja de levantar la voz y escúchame bien. Resulta que en la fábrica pagan con una semana de retraso. Normas de la empresa. No hay nada que pueda hacer. La cuestión es...
—Pero ¿no les has dicho que necesitabas el dinero? ¿O es que pretenden que vivas del aire?
—Eso a ellos les importa un carajo. La cuestión es que tienes que explicarle a esa mujer cómo están las cosas. Dile que ya le pagaremos la semana que viene.
—¡No puedo hacer eso, Jimmie!
—Ya te retrasaste en el pago una vez, ¿recuerdas? —apunté—. Y al fin y al cabo, fuiste tú quien le alquiló la casa. Ella a mí no me conoce. Si ahora aparezco y me pongo a hablar con ella, pensará que le estás tomando el pelo.
—¿Y qué vamos a comer estos días?
—Ahora no te preocupes por eso. Entra y...
—¡Pero no nos queda nada en la despensa, Jimmie! No sé qué vamos a hacer...
—¿Hablarás con ella de una vez? —insistí.
—Pues no —contestó Roberta—. Díselo tú.
—Tengo una idea. Hablemos con mamá un momento y que se lo explique ella misma.
El rostro de Roberta se endureció.
—¡No quiero que metas a tu madre en esto! Hoy mismo he tenido otra agarrada con ella. Y solo porque se me ocurrió decirle que Frankie siempre se olvida de limpiar la bañera. Y juro que se lo dije de buenas, Jimmie. Solo comenté que la casa estaría mejor si todos...
—Roberta —la corté—. ¿Vas a hacer lo que te digo, sí o no?
—Pues no, Jimmie, no pienso hacerlo.
—Muy bien —dije yo—. Hasta mañana... Quizás.
—¡Jimmie! ¡Jimmie! ¿Se puede saber adónde vas ahora?
—¿Y a ti qué más te da?
—¡Jimmie! ¡No puedes...!
—Adiós.
—¡No puedes hacerme esto, Jimmie!
—¡Eso lo vamos a ver ahora mismo! —repliqué en tono sombrío.
Y el Destino aceptó la invitación.
Mack, Jo y Shannon salieron corriendo en tropel por una esquina de la casa y se me echaron encima.
—¡Papá! —gritaban—. ¡Papá! ¡Papá! ¿Ya te han pagado? ¿Tienes el dinero? ¿Nos comprarás...?
Entre el alboroto oí la voz de mamá, forzada en su jovialidad.
—Y bien, parece que el padrazo ya está aquí. Si es usted tan amable de esperar un momento...
Entré. La cosa no resultó tan nefasta como pensaba. En un sentido, cuando menos.
La vieja casera era una de esas personas chifladas por los escritores, del tipo que sean, e incluso resultó que había leído algunos de mis relatos. De forma que me tomó por un excéntrico, y no por un inútil. De acuerdo con sus propias palabras, sin duda estaba trabajando en una fábrica de aviones a fin de documentarme para mi próximo libro. En lo tocante al dinero...
—No hay problema, señor Dillon, págueme puntualmente el viernes que viene y asunto concluido. Todos sabemos cómo son ustedes los escritores, los bohemios... Siempre con la cabeza en las nubes, ja, ja. ¡Siempre serán incorregibles! ¡Ja, ja...!
Ja, ja...
Sentado en el salón, yo sonreía de forma automática, tan nervioso como un gusano en un estanque plagado de peces, rezando porque a Shannon no le diera por soltarle una colleja a la casera, porque Mack no le arruinara el sombrero, porque Jo no dijera alguna barbaridad de las suyas.
Por fin, hacia las seis, entre risas falsas a más no poder, conseguí que se marchara por la puerta.
Menos mal que se fue en ese preciso momento. A las seis y cinco, Frankie se presentó en casa con Clarence, un tipo portugués, antaño pescador y ahora empleado como carpintero en el mismo astillero donde trabaja Frankie. Cocidísimos de cerveza, entre los dos acarreaban un atún de treinta kilos.