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I Primeros pasos por el mundo INTRO
Un recuerdo

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Principios de los cincuenta, Seaford. Un pueblo pequeño entre Eastbourn y Brighton, condado de Sussex, Inglaterra. En el gimnasio del colegio Ladycross, donde llevo interno ya unos meses, los mismos que hace que no la veo, mi madre espera con aire cohibido y las piernas muy juntas. Viste con clase, lo propio en una mujer de su condición; esposa de diplomático, de profesión: sus caprichos. No sabe una palabra de inglés. En realidad, más que mostrar timidez, se diría que es la viva imagen de la inseguridad y el terror. Salta a la luz —así lo imagino— que no domina la situación. Una presencia diminuta perdida entre los más de cincuenta metros de longitud de aquella sala cuyas paredes se cubren de espalderas. Aquí y allá, barras asimétricas, colchonetas, anillas, plintos y cuerdas de nudos que cuelgan del techo y por las que ascendemos como macacos en celo en nuestra clase diaria de educación física.

Mi familia me ha enviado a este precioso rincón del litoral inglés para que me eduquen, porque he sido considerado, con total acierto, como el lector tendrá oportunidad de apreciar en breve, un salvaje. Lo soy. Lo era y, en cierta medida, lo sigo siendo hoy, aunque esa es otra historia. Volvamos a aquella mañana brumosa y feliz como casi todas las de aquellos días, porque he de aclarar que yo fui muy feliz entre los muros de aquella prestigiosa institución académica destinada a desbrozarme en idioma ajeno, idioma que, si en principio me resultó extraño, en poco tiempo llegué a considerar tan mío como el castellano. Gracias a que de pequeño viví siempre contento y libre, aún hoy es muy raro verme triste.

Mi madre me aguarda. Ya me han avisado de su visita. Han ido a buscarme al campo de rugby donde mis compañeros y yo practicamos el arte de atizarnos golpes una y otra vez, con constancia aprendida y eficacia indudablemente británica. Miss Elsey trata de llamar mi atención, quiere decirme algo; la he visto de reojo, pero no va a resultarle fácil arrancarme de allí. Aún soy muy pequeño, pero el deporte es mi pasión. Estoy disfrutando y quiero seguir haciéndolo. Finalmente, logra que me acerque y me anuncia la llegada de mi madre. Ahora sí, lo dejo todo y camino dócil y emocionado de su mano hacia el dormitorio. Van a prepararme de arriba abajo para el encuentro: ducha completa y frotando a fondo para quitarme el barro, ropa de domingo y el peine que penetra sin piedad en una maraña rebelde donde aún queda algún que otro pegote de tierra. Me han acicalado con esmero antes de mandarme a presencia materna.

Puedo imaginarme ese tiempo de espera al detalle. Truchy —Inés es su nombre, pero todo el mundo que conozco se dirige a mi madre por su apodo— fuma de manera compulsiva. Como siempre. Cada vez está más nerviosa, se levanta, pasea, se vuelve a sentar porque es consciente de que conviene esconder su completa falta de seguridad, la vergüenza que le genera su incapacidad para manejarse con soltura en según qué circunstancias. Pero no sabe cómo disimular el pánico que siente: a lo mejor nadie ha ido a llamar al pequeño salvaje, quizá se han olvidado de ella en el gym. Tal vez le han dado alguna indicación que, por supuesto, no ha comprendido. ¡Mierda de idioma!

El reloj sigue corriendo, hace ya casi una hora que está allí, en aquel gimnasio que ha recorrido a pie y con la imaginación al menos en una docena de ocasiones. Podría encender el siguiente Chester con el resto aún ardiente del anterior, si no fuera porque el ademán le impediría accionar, con el fin de alumbrar el pitillo de estreno, esa joya de mechero que es su Dunhill, regalo de mi padre, cuyo sonido todavía hoy escucho si cierro los ojos. El mechero de mi madre: elegante, sofisticado y frío al tacto. Como ella.

Se arregla el peinado, se coloca el lazo de la blusa, abre el bolso y extrae por enésima vez un espejo de carey. Se mira, se retoca, lo guarda… Los nervios destrozados.

Finalmente, la puerta de aquel gimnasio inmenso de mi infancia se abre. Veo a mi madre. Mi madre me ve. Se levanta. Me lanzo corriendo hacia ella. Mientras me aproximo sin parar de correr, casi soy capaz de saborear por adelantado el placer del abrazo inminente. Un segundo antes de llegar a tocarla siento el impacto de una tremenda bofetada sobre mi rostro. Me paro en seco. Tengo apenas siete años y el mundo se me acaba de caer encima. En ese mismo momento decido que esa señora ha dejado de ser mi madre. Ya no la quiero.

La vida jugada

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