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De Madrid al cielo inglés

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Una vez más, como polluelos tras la clueca, regresamos a Madrid siguiendo a mi padre. Se abre entonces un paréntesis en su carrera diplomática y en el transcurso de los años siguientes, hasta 1956, cuando nuevamente regrese a Montevideo, se ocupará en la capital de asuntos diversos, aunque nunca interrumpirá sus viajes que, de manera esporádica y a menudo acompañado de mi madre, continúa realizando sin tregua. Ya desde muy joven mi padre había desempeñado en España cargos relacionados con la cultura y la promoción de las letras y el periodismo —junto con Manuel Aznar creó la Agencia EFE, en la guerra había redactado la Ley de Prensa de 1938 e intervenido en la fundación de más de una cabecera—. En esta ocasión dirigirá la Oficina de Prensa y presidirá la Dirección General de Cooperación Económica del Ministerio de Comercio, y no necesariamente en este orden. Por cierto, que terminaría dimitiendo del primero de estos puestos, renuncia que probablemente estuvo en el origen de las reticencias posteriores de Franco a la hora de nombrarlo ministro, pues pensaba el dictador que alguien capaz de dimitir estaba invalidado de oficio para colocarse al frente de un ministerio. A pesar de esta evidente falta de confianza, he de contar, consciente de que adelanto acontecimientos, que mucho después, allá por el año 1969, aquel caudillo le daría pruebas de su fe renovada, al encomendarle una delicada misión como intermediario ante don Juan de Borbón. En su momento lo relataré.

Pero recojo el hilo nuevamente, para contar el episodio que, apenas llegado a Madrid, sería la causa de que abandonara nuevamente la capital, sin haber cumplido aún los ocho años, rumbo a la adorable Albión. En el paréntesis madrileño en las labores diplomáticas del progenitor y su familia, mi padre escribe, disfruta de sus éxitos literarios y sigue viajando esporádicamente con mi madre. Durante una de estas ausencias yo permanezco en la casa de Hortaleza con la abuela Lala, y el acontecimiento que desencadena mi exilio en Inglaterra sucederá cuando enferme de acetona, lo que obliga a mis padres a adelantar la vuelta, por indicación de la abuela.

Lástima, porque una semana más tarde habían previsto una escapada a la Feria de Abril, en compañía de algunos amigos —Edgar Neville entre otros—. El caso es que retornan a la patria, pasan conmigo un par de días y, afortunadamente, como yo siempre he sido de incordiar lo justo, la acetona parece remitir. La convalecencia pinta bien, así que se decide que permaneceré al cuidado de dos hermanas de mi abuela, que se conservan en Anís del Mono y que vendrán a dormir a la casa, y de Juan, el criado de Hortaleza, una vez que el consejo médico autoriza a mis padres y a la Lala, que se incorpora al sarao sevillano en atención a la tensión padecida y a los servicios prestados, a no desbaratar sus planes y acudir a la Feria según lo previsto y sin mayor preocupación. Y así sucede.

Tía Antonia y tía Pepa presentan una decidida inclinación al brebaje citado, pero es algo sabido por todos y bien tolerado en la familia, y Juan lleva al servicio de la abuela desde la noche de los tiempos. De modo que estoy en buenas manos. Cuando, tras la partida de los viajeros supero definitivamente la acetona y el doctor Enrique Jaso confirma el alta, para celebrarlo, les pido a las tías que me lleven al cine: hay una película de piratas malayos, aventura en estado puro, y yo, que llevo muchos días encamado y sometido a estricto régimen de pollo asado y agua de limón, me empeño en ir a verla. Y la vemos. Y volvemos a verla. La vemos varias veces en un mismo día. Las tías ya no saben qué hacer para convencerme de que hay que regresar. Cuando por fin lo consiguen, seguro que su síndrome de abstinencia ha alcanzado proporciones intolerables, así que me dejan en casa al cuidado del fiel Juan y vuelan a la suya sin perder un instante, con el firme propósito, imagino, de agarrarse una merecida cogorza, proporcional a la hartura lógica tras una jornada completa de piratas asesinos en los mares del Sur sin un mísero copazo de anís o chupito de orujo recio en su defecto.

Entonces se dispara mi imaginación. Estoy solo, Hortaleza es la jungla y Juan un temible bucanero de ojos rasgados que ha sembrado el terror en Malasia entera. Ataviado con un pañuelo que rescato del armario de Lala, entro en la cocina y me hago con un cuchillo jamonero, aprovechando que el facineroso está vuelto de espaldas. No me engaña su canturreo; Juan, hábil impostor, exhibe feminidad, pluma y delicados ademanes, pero yo sé que en realidad es el más feroz de los filibusteros, el contrabandista más sanguinario de cuantos se hayan visto en los mares de Java y de la China. Doy un grito, el bandido se gira aterrado, lo he pillado por sorpresa y no tiene escapatoria. Lo sabe. Ya es mío.

Durante los dos días siguientes tengo a Juan encerrado en la zona de servicio de la casa, con la llave echada. Nadie escucha sus gritos, nadie acudirá en su auxilio. Solo de vez en cuando entorno la puerta para lanzarle un mendrugo de pan y permitirle beber un poco de agua turbia. Pero soy un carcelero cuidadoso y mantengo siempre el cuchillo firme en mi mano. Sé que no debo confiarme. Mi reino es la casa inmensa de la Lala, que exploro en sucesivas expediciones llenas de peligro, no sin asegurarme antes de cada salida de que la llave de la prisión del pérfido corsario sigue echada. En la despensa de la cocina encuentro lo necesario para alimentarme y en el suelo de frías baldosas he improvisado un catre con mantas, en el que descabezo algún bostezo sin bajar jamás la guardia ni aflojar mi vigilancia sobre Juan el desalmado, convertido ahora en mi presa indefensa.

No me cabe duda de que la borrachera de las tías contribuyó decisivamente a la barbarie; creo recordar que el teléfono, clavado a la pared del office, sonó alguna vez durante el cautiverio del infeliz, pero lo cierto es que nadie apareció por la casa hasta el regreso de la Lala y mis padres. El atuendo de sport y el aire desenfadado que exhibe la comitiva cuando, tras llamadas insistentes, abro la puerta, todavía con el pañuelo a la cabeza, cuchillo en mano y previsiblemente no muy aseado tras las incursiones selváticas de aquellos días, parecen esfumarse en cuestión de segundos, el tiempo que les lleva sospechar que algo no va bien en la zona de servicio de Hortaleza 104.

—¿Dónde está Juan?

—Aquí lo tengo…

Me basta observar un instante sus caras. Enseguida empiezo a sospechar que quizá mis superiores no aprueben la acción que con tanto arrojo me ha permitido, en solitario, capturar al facineroso.

Efectivamente, han soltado a Juan, algo incomprensible, porque puede que los demás se dejen embaucar por la voz meliflua del filibustero disfrazado de criado, pero a mí no me engaña:

—¡Yo creía que me moría, señora!

—Si le he dado pan y agua —respondo, sin terminar de entender a qué viene tanta queja.

—Este niño es un salvaje, hay que ponerle freno y mandarlo a algún sitio para que lo eduquen.

El diagnóstico de mi madre tras el episodio de los mares del Sur ha resultado lapidario. Apenas un mes después estamos en un avión los dos, acompañados de mi prima María del Carmen —ella sí sabe inglés perfectamente—, camino de un colegio católico de Inglaterra, Ladycross. Mi padre me ha dicho que me llevan a un sitio donde se hace mucho deporte y voy a aprender otro idioma. Está seguro de que me va a gustar mucho. Y yo lo acepto, con una serenidad impropia de mis años, o más bien con total indiferencia. El plan es quedarme interno durante todo ese verano, regresar luego a casa en Navidad y retornar para concluir en Inglaterra los siguientes semestres. Pero yo desconozco ese plan.

La primera etapa del viaje es Londres, atrapada en niebla, y a continuación vamos en tren hacia Seaford. Una parada intermedia me ofrece el desayuno más delicioso que he probado hasta entonces, unas tostadas con mantequilla que, definitivamente, me han ganado para la causa británica de por vida. A nuestra llegada nos reciben los directores, Mr. y Mrs. Ropper, con sus perros. Es mi prima la que actúa de interlocutora, mi madre, desde luego, habría sido incapaz. Ella apenas conoce tres palabras que absurdamente me ha hecho aprender antes de llegar: vaca —cow—, rojo —red— y enfermo —ill—.

Miss Elsey aparece en el vestíbulo, me toma de la mano y me dice que me despida de mi madre. Le doy un beso sin demasiado entusiasmo —no tengo conciencia de que voy a permanecer mucho tiempo allí— y abandono la escena. Yo hubiese preferido llegar a Ladycross acompañado de mi padre, aunque, por lo demás, he aceptado la situación con normalidad, sin rebeldía. Pero esa misma noche, cuando miss Elsey me mete en la cama, me pongo a llorar. Y entonces ella me advierte con esa frase que cualquier varón de mi edad ha oído en la fría Inglaterra: «Boys do not cry» (‘los niños no lloran’). Primero en inglés y luego en román paladino para que no haya posibilidad de error. Y reprimo el llanto al instante. Setenta años después, sigo conteniéndolo. Miss Elsey logra vacunarme contra el derrame de lágrimas con un último aviso:

—No quiero que llores nunca más aquí, Jonathan.

No sé muy bien a qué viene aquel nombre, porque Joaquín existe en el santoral inglés, pero enseguida, a la mañana siguiente, seré bautizado como James. James Arnau —pronúnciese Ooorno, con la r muy suave—, y a partir de ahí, salvo para mis compañeros españoles de Ladycross, para quienes seguiré siendo Joaquín, para mis amigos de mi futuro colegio en España, los Rosales, seré Jimmy, diminutivo de James. Recuerdo que esa primera noche Jonathan, Joaquín, James o como quieran llamarle, se siente solo, en un dormitorio inmenso con multitud de camas de hierro cubiertas por sábanas blancas y mantas rojas —los colores de Ladycross—, cada una ocupada por un niño como él.

Pero ese atisbo de indefensión me duró poco, en buena parte gracias a la ayuda de otros compañeros españoles, Alfonso y Nicolás Gereda de Borbón, algo mayores, que estaban ya en el colegio y, al corriente de mi arribada, se preocuparon de recibirme con cariño. También lo hicieron unos gemelos franceses de los que guardo un buen recuerdo porque se mostraron solidarios con el recién llegado. Estamos todos en esa fotografía de julio de 1952.

Al mes de estar en Ladycross recibí la primera llamada de mi padre. Fue también la última. Le pedí dos cosas: la primera, por consejo de los amigos españoles, que me sacara de las clases de piano y me inscribiera en equitación, disciplina incuestionablemente más placentera y en la que pronto destaqué —tan harto estaba ya de los golpes de regla que me atizaba aquella energúmena con gafas de culo de botella que pretendía enseñarnos música, que, para no equivocarme, una hora antes del inicio de la clase yo colocaba números sobre las teclas del piano para saber el orden que debían seguir mis dedos—; la segunda petición que le dirigí fue que no volviera a llamarme. Era el mejor modo de seguir dando esquinazo a la tristeza, un tanto que, una vez asimilado mi nuevo destino brumoso y húmedo, ya había apuntado en mi marcador, pero que la voz de mi padre estaba poniendo en cuestión, como demostraba el lagrimeo amenazante que insistía en dispararse al oír su voz. Cuando eres hijo de diplomático aprendes pronto que andas dejado de la mano de tus padres prácticamente desde que naces: el desapego se convierte en la forma habitual del trato con los tuyos, pero a cambio eres capaz de hacer nuevos amigos con facilidad, porque vas saltando de ciudad en ciudad casi constantemente. Así que yo ya sabía de qué iba aquello, lo único que necesitaba era que no me estuvieran recordando a cada rato que, al fin y al cabo, era la primera vez que me había separado de la familia.

En Ladycross montaba a caballo, practicaba rugby —era el mejor ala del mundo— y, en general, destacaba en los deportes: fútbol, atletismo, críquet —el croquet no, que siempre fue de nenazas—. Recuerdo que en la final del campeonato de boxeo, yo, retaco español, me enfrentaría a un sajón largirucho al que sacudí en la nuez, con resultados definitivos que lo llevaron sangrando a la enfermería. Salvado el escollo del piano, prácticamente todo me gustaba. Me gustaba hasta rellenar ese calendario en el que según amaneciera el día teníamos que pintar una nube, unas gotas de lluvia, una lluvia torrencial o un sol entre brumas —rara vez un sol limpio— para consignar cumplidamente y con toda pulcritud el tiempo atmosférico de esa parte de las islas británicas en nuestros cuadernos. Sí, definitivamente, Ladycross era un buen sitio.

Y eso que la disciplina era estricta. En el comedor, por ejemplo, un par de alumnos mayores —el colegio estaba dividido en dos edificios, uno para los benjamines y otro para los de más edad— se sentaban a nuestra mesa y vigilaban nuestros modales e incluso el ángulo en que colocábamos los codos: armados con una vara de bambú, no dudaban en utilizarla si los libros que nos habían metido bajo el brazo se deslizaban mientras comíamos y caían al suelo. Allí te corregían a palo limpio, no tenían demasiados escrúpulos al respecto; las travesuras se pagaban caras y lo más llamativo de todo era que tenías que darles parte de los dos chelines y seis peniques que te asignaban semanalmente para que te castigaran, una manera un tanto enrevesada de reconocer tu culpabilidad y el gran favor que te hacían aquellos imberbes desalmados sacudiéndote sin piedad.

Para la tarea punitiva, el director, por su parte, utilizaba un hueso de ballena recubierto de cuero que habría hecho las delicias de sadomasos y que a nosotros nos dejaba las manos en carne viva si no habías tenido la precaución de untarte jabón en las palmas antes de acudir al despacho del headmaster. No me resisto a identificar al ángel benefactor que me aconsejó aquella protección tan útil, un amigo italiano, Vittorio Manunta, que tiempo después nos deleitaría con sus escarceos cinematográficos como protagonista de la película Peppino y Violeta, que narra la historia de un cristianísimo muchacho que acude con su burra enferma, Violeta, al Vaticano, para que el santo padre sane a la cuadrúpeda.

Mi primera paliza llegó como resultado de mi afán experimentador; por aquellos días consumíamos con fruición un tipo de golosinas que se presentaban en forma de avión, de tren, de coche… No sé qué ingredientes misteriosos incorporarían en su composición, pero lo cierto es que pronto descubrimos las posibilidades de montar con aquellos caramelos un espectáculo pirotécnico en toda regla: cuando les acercabas una cerilla encendida, prendían que daba gusto y al cabo de unos segundos estallaban como pequeños petardos.

En Ladycross tuvieron siempre clara la necesidad de evitar las peleas entre los alumnos más pequeños; quizá con tan sana intención nos entregaban unos muñecos de apariencia siniestra, que siempre tenían la piel oscura, los labios muy rojos y los ojos muy blancos, para que, organizando batallas campales entre ellos, diéramos rienda suelta a la agresividad y eludiéramos así él enfrentamiento entre nosotros. Sabia estrategia —de evidentes reminiscencias coloniales— que nos enseñó a descargar ya desde niños la adrenalina.

En todo caso, yo asumí sin problemas la disciplina inglesa, a menudo porque me la saltaba, lo que se traducía, lógicamente, en castigos, y otras veces porque la aceptaba sin mayor cuestionamiento. En definitiva, no supuso ningún trauma para mí.

A las siete de la mañana nos levantaban y media hora más tarde debíamos estar aseados y vestidos frente a nuestras camas, perfectamente hechas, cuadrados como pequeños cadetes dispuestos para la batalla y ataviados con el uniforme del colegio, gorra incluida. Recuerdo que, cuando en las vacaciones navideñas regresé a Madrid, la primera mañana después de mi llegada fue así como me encontró mi abuela cuando entró en mi cuarto; tieso, limpio, las sábanas perfectamente estiradas y la gorra calada. «Good morning, grand mother», le dije. «¿Pero qué te han hecho, criatura…?», preguntó a sus dioses lívida.

Después del desayuno, en fila y tras ingerir una cucharada de sirope, todos los niños de Ladycross acudíamos a los cuartos de baño comunitarios y en orden prusiano, uno por uno, con puntualidad extraordinaria y provisto cada cual de su número, nos dirigíamos al retrete que estuviera libre en ese momento y vaciábamos el vientre. La precisión para según qué funciones fisiológicas es una conducta que se aprende. Doy fe. Mis intestinos fueron educados al británico modo. Hoy continúo deponiendo nada más desayunar.

Cumplida la evacuación, pasábamos a las aulas. Las clases solían durar una media hora, nunca más de cuarenta y cinco minutos. Y un dato curioso que siempre me pareció una aberración: en los exámenes no era necesaria vigilancia por parte del profesor porque, si a alguien se le ocurría copiar, siempre había algún chivato que después se lo contaba. A media mañana, hacia las diez y media, nos daban un tentempié, un botellín de leche con nata y una tostada untada con una especie de grasa de beicon o de salchichas —dripping se llamaba— que quizá no fuera lo más recomendable para nuestro colesterol, pero, ¡qué carajo!, estaba deliciosa; a continuación, algo de deporte y más clases —ciencias, letras—, y a comer, alrededor de las doce y media. Todavía hoy, al recordar los días de colegio, soy capaz de hacer una encendida defensa de la cocina británica, y eso que soy consciente de la escasa valoración que le concede en general el respetable: el porridge, que tomábamos con leche y azúcar moreno, me parecía un manjar; los arenques ahumados, una maravilla; el rice pudding con ruibarbo, hasta las humildes sausages with mashed potatoes… Por las tardes, hasta la hora de la cena, siempre ligera tras el preceptivo tentempié, ya todo era deporte. Y al final del día, un cacao caliente.

Una vez a la semana, cada domingo, nos daban dos chelines de nuestro sueldo —supongo que el dinero que nos mandaban de casa— para gastar en caramelos y chocolates, que eran deliciosos. Tú elegías los que querías comprar y abandonabas aquel mercadillo infantil de dulce con tu botín y salivando de felicidad ante el manjar que te esperaba. Y a las cinco de la tarde ya no te quedaba nada, te lo habías comido todo. Al domingo siguiente habías aprendido un poco la lección y empezabas a racionar los caramelos para que te duraran algo más; y así sucesivamente, hasta que conseguías estar toda la semana comiendo caramelos. Ese espíritu británico, tan racional, tan disciplinado…

Mi régimen era un tanto especial en Ladycross. Las vacaciones de verano y las de Semana Santa, cuando todos se habían ido con sus familias, yo las pasaba en el colegio. Tenía la oportunidad de inspeccionar en los armarios de mis compañeros. Puedo decir que conocía el alma de todos. ¿Nació entonces, tal vez, mi vena indiscreta? Como no había nada especial en qué ocupar el tiempo, me iba a cuidar la huerta y la granja, siguiendo los consejos que me daba el encargado, un antiguo capitán mutilado de la RAF que, cuando yo hacía bien las cosas, me enseñaba una foto de la Segunda Guerra Mundial, cada vez una diferente, y me relataba una historia de aviones, tanques, espías… Nunca me contó nada en que apareciera la muerte. Íbamos a recoger los huevos que ponían las gallinas o a sacar a pastar a los animales. Hice nuevos amigos entre los chicos del pueblo, y es posible que fuera también entonces cuando tuve mis primeros amoríos infantiles: hablo de un hada pelirroja con la que a veces he vuelto a soñar.

Todas las noches, miss Elsey, que seguía cuidando de mí, se sentaba en mi cama y me decía lo que íbamos a hacer a la mañana siguiente: plantar rábanos, escribir a mis padres, visitar una exposición canina, ir a una feria de ganado o lanzar una cometa al viento. Lo que fuera. Lo hacía para que nunca me durmiera estando triste, para que me acostase pensando en algo bueno. Y si había tormenta, venía con una sonrisa y me decía: «Vamos a ver quién cuenta más rayos y truenos». Así me quitaba el temor. Me hacía rezar el padrenuestro por la mañana. En España te obligaban a rezar por las noches para que te arrepintieses de las malas acciones del día; en Inglaterra te preparaban para que no las llevases a cabo. Dos mundos.

Y a menudo, desoyendo las recomendaciones de miss Elsey, salía de la zona protegida del colegio y corría en dirección a los acantilados. Las piernas colgando frente al mar, solo conmigo, sabía que era absolutamente libre.

Créanme cuando afirmo que Ladycross fue para mí el Paraíso.

La vida jugada

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