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Dilemas de un feto en altamar
ОглавлениеNací a bordo del trasatlántico español Cabo de Hornos, un buque de la compañía Ibarra, cuando navegaba entre Santos y Montevideo. Latitud 29º-39’/S, longitud 49º-06’/O, viento SW/5. Por eso soy naonato. Da fe mi DNI, que reza «Alta mar» y añade en línea inferior: «Buenos Aires». Mera convención esto último, porque de respetar la ley del derecho marítimo que explica que el pabellón de un barco rige la mercancía, habría que concluir que yo, como mercancía venida al mundo en plena navegación, soy español. Si me apuran, bilbaíno, pues en los astilleros de Bilbao se construyó el Cabo de Hornos, que, no obstante, recibió bautismo en Sevilla.
Desde aquella marejada no he parado de moverme. Fui parido el 14 de septiembre de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando británicos y estadounidenses liberaron Sicilia, e Italia, con tal de zafarse del fascismo, cambió de frente y dejó en la estacada a sus colegas del Tercer Reich.
Nadie me preguntó si quería nacer; a un feto en altamar no se le tiene en consideración. Quien dijo ser mi madre y juró haberme parido en el camarote 124 de primera clase tampoco tuvo la suerte de apretarme contra su pecho. En el pasar de los años deduje o supe que la desdichada, debido a un océano muy embravecido, parió un feto cadáver, un niño muerto, que nada tendría que ver conmigo, pues yo nací vivo y coleando en la bodega donde se hacinaba el pasaje de tercera. Volveré más adelante sobre un episodio que en buena parte es responsable de esa insania secular que algunos miembros de la familia siempre me han atribuido y que responde, según ellos, a una imaginación calenturienta, cruel y desbordada.
Antes de venir al mundo, como siendo feto hay poco que hacer, con tal de no aburrirme me dediqué a escuchar cuanto ocurría en el exterior del vientre de mi madre. Dejemos para más adelante resolver su filiación, noble o plebeya, y asumamos que las cosas fueron como dicen que fueron: que me parió la jovencísima esposa de un diplomático en ruta a su primer destino y no una vicetiple a la que mi padre se habría ventilado en un descuido de soltero, nueve meses antes, entre humedades de camastros no tan refinados como aquel camarote 124.
La relación de mis padres había surgido en Roma, ciudad donde ella estudiaba. Seamos doblemente indulgentes: por un lado, dando por aceptado y sin volver al asunto, de momento, que, en efecto, se trata de mi madre, y, por otro, concediendo el calificativo de «estudios» a una somera formación que proporcionaba un asomo de cultura y una pátina de viajadas a las niñas bien de la época. Un bachillerato en las Irlandesas y poco más… En la capital italiana, mi padre, técnico comercial, actuaba como tutor de aquella joven caprichosa y voluble que, además de juventud, lo tenía todo en la vida. El padre de mi madre, el abuelo José Puente, que adoraba a su hija, había sido un opulento empresario —pues para cuando la niña estaba en Roma ya estaba muerto— que desde su fábrica madrileña, situada entonces en lo que luego sería El Corte Inglés del paseo de la Castellana, surtiría de somieres y camas a todo el territorio nacional. Con una producción que llegaría a ser floreciente, aquel futuro solo se truncaría tiempo después cuando las circunstancias, en concreto la incapacidad de los varones de la familia, pusieran punto final a un negocio saneado y más que prometedor. Los Puente conocían a los Giménez-Arnau, mi familia paterna, más que respetable, aunque no tan prometedora en lo económico, que había hallado en el riguroso mundo del derecho y la notaría casi su segundo apellido. En virtud de esta amistad mi padre fue encargado de vigilar de cerca los pasos de aquella joven promesa de frivolidad que era mi madre, en calidad de tutor.
La primera reacción de mi padre, un señor serio y cabal, cuando comenzó a relacionarse con Inés Puente en Roma fue pensar que estaba completamente loca; probablemente nunca hasta entonces se había topado con un ser más mundano, extravagante y antojadizo, capaz de entrar en una zapatería y encargar veinticinco pares en apenas un pestañeo. Pero lo cierto es que sus reparos iniciales debieron de ceder con rapidez; ya se sabe que el roce hace el cariño, sobre todo el roce entre tutor y tutelada, que de aséptico se convirtió poco después, cuando coincidieron ya de vuelta en Madrid, en noviazgo, con temprano compromiso de boda. Antes de cumplir los diecisiete, mi madre contrajo matrimonio con José Antonio Giménez-Arnau, de treinta. Corría el mes de febrero del año 42.
Pero volvamos a este accidentado viaje en barco que realizan un año y medio más tarde y que me llevará por vez primera a tierras americanas. Nuestro destino es Buenos Aires. Mi padre se dirige a tomar posesión de su primer puesto en el extranjero como diplomático. Vendrán muchos otros después que se mezclan en mi memoria en una bruma de recuerdos y sensaciones que van trazando mi infancia: Dublín, Montevideo, vuelta a Madrid, otra vez América… Mi padre ha preparado las oposiciones al cuerpo con la ayuda de su hermano, mi tío Ricardo —que también nos acompaña en el viaje—, en buena parte durante la luna de miel con mi madre, cuyo vientre en el momento de embarcar —e independientemente de que sea o no yo quien lo ocupa— apunta a los siete meses. Pongamos que soy yo, que desde su interior oigo hablar de un tal Pepe Bulnes, un conde que terminará siendo mi padrino y que va como embajador de España a la capital de Argentina, al que acompaña mi padre como secretario de embajada.
Aún tan inexperto y tan poco dotado como estoy, no termino de entender por qué un viaje que, en principio, tendría que haber durado cuarenta días se está prolongando tanto. Finalmente, se alargará más de dos meses, y la razón, luego me enteraría, tuvo que ver con la guerra: el Cabo de Hornos se vio obligado a permanecer fondeado en Port Spain, Trinidad, por culpa de los submarinos alemanes que rondaban por aquellas aguas. Bien es cierto que nosotros llevábamos bandera española, éramos neutrales; pero no podría decirse que el régimen patrio hiciera muchos ascos a Hitler —de hecho, en más de un puerto de paso nos increparon al grito de «¡espías!» y «¡fascistas!»—, así que el control de los oficiales británicos en busca de sospechosos era imprescindible: andaban subiendo y bajando del barco y eso nos retrasó. Y es que ya en aquellas fechas algunos jerarcas nazis, en vista de cómo pintaba la guerra, estaban huyendo de Alemania con la intención de empezar sus nuevas vidas en el paraíso latinoamericano. En todo caso, a mi madre la dejaron tranquila porque estaba embarazada; a tío Ricardo y a mi padre también, porque eran diplomáticos, a pesar de lo cual ellos se prestaban a colaborar y se entrevistaban sin mayor problema con los oficiales que lo requirieran. Y con mi abuela Petra —que se hacía llamar Lala porque no le gustaba su nombre—, madre de la embarazada, que también venía con nosotros en este primer viaje, precisamente en previsión de un alumbramiento adelantado, nadie se metía. Para eso era una señora de edad, por más señas viuda de un franquista que cinco años atrás había entregado su vida ante las hordas rojas, si bien no en el frente, sino en barroca defensa del honor familiar. Aunque hay quien ha sostenido después que en realidad el abuelo Pepe murió a manos de un falangista, quiero pensar que una vez más las cosas fueron como yo las cuento y no como sostienen las malas lenguas. La muerte del cabeza de familia Puente tuvo lugar en San Sebastián, en el año 38, donde acudió para obligar a su hijo José Vicente a aceptar el reto de un anarquista que le había insultado y que le citó para dirimir las diferencias como se hacían las cosas entonces, con las armas. El hijo decidió que no recogería el guante de esa provocación, y el padre asumió la reparación de la honra de su apellido en el más rancio sentido calderoniano —el insulto, en cuestión, era «hijo de puta»—, y sin pensárselo se plantó en la capital vasca dispuesto a enfrentar al desclasado. Y resultó que el desclasado le clavó un puñal, le atravesó el hígado y lo mandó a mejor vida. También moriría en la guerra, por cierto, solo que fusilado, uno de los hermanos de mi padre, el tío Joaquín, y ese sí, con toda seguridad, a manos de los comunistas —que armados de tenazas le arrancaron sus muelas de oro— y en Santander.
Durante la detención del barco en Port Spain, la más larga de cuantas sufrimos, el pasaje no estaba autorizado a descender a tierra. Aquellas largas horas de espera mi madre las aprovechó para aprender los rudimentos del bridge, un juego en el que terminó convirtiéndose en una auténtica fiera, una vez que dio rienda suelta a sus cualidades más despiadadas.
Por fin salimos de Port Spain, a continuación, tocamos en Bahía, en Río y en Santos, donde subieron al barco una carga de plátanos con destino a Buenos Aires. Entre Santos y Montevideo, en el golfo de Santa Catalina, de aguas muy movidas, con marejada impresionante, nazco yo. Y donde toco tierra por vez primera es en Buenos Aires. Y al hilo del feliz suceso que es mi llegada a este mundo, no tengo más remedio, a riesgo de apuntalar una vez más las razones familiares de mi proverbial falta de juicio, que ofrecer otra posible explicación para esa confusión extraordinaria que rodea mi nacimiento. ¿No habré nacido en realidad en Santa Caterina, el célebre orfanato brasileño, donde la que dice ser mi madre quizá me ha comprado, después de que su feto muerto haya sido arrojado por la borda del Cabo de Hornos?