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Los Rosales

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Al volver desde Inglaterra a Madrid me expreso mejor en inglés que en español. «Bissho gruande con coula» es como designo al caballo que veo pastando en unos terrenos situados junto al aeropuerto —hoy la zona forma parte de la Alameda de Osuna— cuando mi padre, en el camino a casa, me demanda qué es tal animal. En el examen de Ingreso me preguntan el nombre del río que pasa por Londres y no diré «el Támesis», sino the River Thames, y finalmente, al pedirme que recite el padrenuestro —Our Father who Art in Heaven, Hallowed be Thy Name…—, lo haré en perfecto inglés. Obtengo sobresaliente, paso la prueba y el señor catedrático queda entusiasmado de que, por fin, un niño español hable otro idioma en la aciaga e interminable posguerra.

Llego a Santa María de los Rosales, un colegio que ocupa un conjunto de chalés en el barrio del Viso, al que asistiré como interno de lunes a viernes. Mis padres siempre me quisieron fuera de casa, igual que a mis hermanas, que, tras pasar unos meses en un centro católico de Tumbridge Wells, también en Inglaterra, estudiarán en el Sagrado Corazón de Poitiers y más adelante en Ginebra, cuando mi padre sea nombrado embajador de España ante la ONU europea. Tanto ellas como yo agradecemos la separación. Venimos de culturas dispares. La educación gala choca con la anglosajona.

Los accionistas de los Rosales eran los ganadores de la guerra, y sus vástagos —hijos de aristócratas (Alba, Borbón, Infantado, Medinaceli…), millonarios (Aznar, Fierro, March…) y otros apellidos sonoros que darán mucho de sí (Alcocer, Carvajal, Domecq, Gasset, Escohotado, García-Valdecasas, Garrigues, López-Roberts, Marañón, Méndez, Milans del Bosch, Sáenz de Heredia, Tassara, Urquijo, Villalta, etc.)—, alumnos todos de aquel semillero de pedigree que cultivó chavales, entre los que me incluyo, con vocación de emular a través de sus andanzas a grandes forajidos del salvaje Oeste. Sin olvidar a un experto en sociedad, Carlos García-Calvo, que sustrajo de las etiquetas de mi ropa en Ladycross el «James» y con el sobrenombre de Jimmy me rebautizará para siempre.

Junto a mi nuevo centro de estudios había un solar inmenso, cerca del estadio Santiago Bernabéu. Allí, entre desmontes y descampados, quedábamos con los del colegio vecino, el Maravillas, que era de curas, para medirnos a pedrada limpia. Desde luego, si la idea de mis padres al internarme en Inglaterra, después del brutal conflicto con el filibustero malayo camuflado tras la careta de criado lila de mi abuela, fue eliminar mi inclinación a la barbarie, habrá que concluir que la maniobra no dio el resultado apetecido.

Entre mis asilvestrados compatriotas hallé muy buena gente; puedo decir que hice mejores amigos que en Inglaterra —que una cosa es la cortesía y llevarte bien con el prójimo, y otra distinta la complicidad de la amistad—. Ahora que no nos oyen, reconozco que los ingleses son un tanto enrevesados, para qué engañarse. ¿Qué esperar de unos muchachos que hacen innecesaria la vigilancia del profesor durante los exámenes porque ellos mismos se lo chivan si han visto copiar a un compañero?

De mis condiscípulos, sin duda más civilizado e ilustre que el resto de los alumnos de los Rosales, Alfonso de Borbón, «don Alfonsito», llamado «senequita» debido a sus saberes, según me cuenta su sobrino Dado Lecquio. El hermano de Juan Carlos I, un encanto de chaval, va un par de cursos por delante, es muy simpático y mil veces más listo que el futuro monarca, aunque me esté mal el decirlo.

No olvido tampoco, entre esos amigos fraternales de la niñez y la adolescencia, a Mauricio López-Roberts, con quien compartiré tiempo después autorías literarias y vicisitudes judiciales —Las malas compañías. Hipótesis íntimas del asesinato de los marqueses de Urquijo— y cuya áspera delicadeza me descubre, en el mismo día, que los Reyes Magos son los padres y que los niños no vienen de París aerotransportados por cigüeñas. A veces, los amigos de la infancia te hacen flipar si no te dan disgustos.

Otros recuerdos y amigos de los años posteriores… Rafa Medina, duque de Feria, que un día me arroja unas tijeras a la cabeza en un juego propio de un internado sin ley. Las tijeras rebotan, las recojo del suelo y las vuelvo a lanzar, con tan buen tino que se las clavo en la espalda. Solícito, asisto al lesionado, rocío su herida con alcohol de 90 —el de más alta graduación en la época— y le prendo fuego. Mi querido Villalta dará crédito, que así de locos éramos los buenos amigos. Cierto día Eduardo Aznar, heredero del naviero y el alumno más inteligente de los Rosales, con la venia de Escohotado, me invita a su fabulosa finca de Cabañeros y, de paso, me cose a perdigonadas. Pero como las amistades perduran, tiempo después, Borja Arteaga, hijo del duque del Infantado y marqués de Estepa, acogerá en Viñuelas, despidiendo su soltería, a Chus Obregón, hijo del vicepresidente del Atleti, a Cholo León Urquijo, que se casará con la hermana del anfitrión, y a mí. Nos presta las armaduras que hay en el castillo y, tras dar rienda suelta a la imaginación, nos convertimos en caballeros medievales que, en golfo torneo, festejan el acontecimiento entre llamas de antorcha que calientan el espectáculo.

Cierro por el momento la galería de viejas glorias colegiales con el recuerdo de un compañero sin nombre, cubano por más señas, demasiado presumido y cursi para los estándares de la época, al menos los de sus machos compañeros de internado, que vaciábamos los frascos de colonia que exhibía en la estantería y sustituíamos su aromático contenido por otro líquido menos fragante: nuestra orina.

Y hablando de machos en celo, he de reconocer que algunas formas de dar curso legal a las inclinaciones primitivas del cuerpo en aquel colegio de los Rosales rozaban la sofisticación más excelsa. Y es que hay seres humanos que ya desde la adolescencia se hacen merecedores de esa condición de superioridad que se les atribuye con respecto a especies de menor habilidad para el ingenio. El protagonista en cuestión aguardaba a que dieran las siete de la mañana, momento en que la calefacción del internado llevaba ya una hora encendida —la idea era que para las ocho, cuando nos levantábamos, el ambiente estuviera caldeado—, para pelársela con fruición y afán perfeccionista en la tibieza del radiador del dormitorio. Mañana tras mañana, día tras día. A la temperatura ideal.

En Ladycross yo era un crack del deporte —atletismo, boxeo, equitación, fútbol, rugby— y sacaba excelentes notas. Al internarme en los Rosales sigo destacando en lo deportivo y mis calificaciones se vuelven algo mediocres, una tónica que mantendré hasta la universidad. Pero finalmente apruebo desde el griego al latín, en los exámenes de inglés rompo la pana y, eso sí, en la conclusión de mi trayectoria académica logro sacar sobresaliente en Ciencias y Literatura. Total, no fue tanta la mediocridad… Mis amigos y yo nos rebelamos y pasamos olímpicamente de una asignatura aleatoria, FEN (Formación del Espíritu Nacional), en la que obtenemos un 5 pelado por incomparecencia. Nuestros profesores no tuvieron huevos para suspender a los hijos de unos héroes que habían vencido a los rojos. Como tampoco el director del colegio nos expulsó tras una excursión didáctica al Museo de Ciencias Naturales donde mi grupo y yo acudimos con alicates y la firme idea de cercenar, una a una, las vértebras del dinosaurio expuesto en la entrada. Cuando terminamos de cortarlo en cachos, aquel ejemplar del Triásico parecía un cocker gigante. El museo denunció la atrocidad, pero nosotros, auténticos salvajes e hijos de héroes insignes, salimos impunes.

En atletismo, especialmente en 100 y 200 metros, llegaré a ser una bala, y también me hago un sitio en los saltos de altura y longitud. Es en esta etapa cuando llego a los juveniles del Real Madrid, con Carlos Goyanes, amigo mío de infancia y adolescencia y, por cierto, el que luego sería el primer marido de la divertida Marisol, Pepa Flores para los que reconocemos sus dotes sublimes de actriz. A Carlos y a mí nos hacen la prueba a la vez y nos fichan a los dos, porque el Madrid no deja escapar a unos fenómenos que juegan al fútbol con clase y máxima intensidad.

A diferencia de lo que ocurría en el colegio de Inglaterra, donde había un cura para todos, en los Rosales la especie se da bien y los ministros de Dios, frailes dominicos de blanco y negro, brotan como hongos, proliferan aquí y allá, y ya se sabe los riesgos que eso puede conllevar. Aunque debo decir que aquello no supuso para mí ningún problema: siempre esquivé a los que querían meterme mano y no fui nunca presa fácil —tampoco de algunos compañeros, blandos de cadera, empeñados en que, para saber cómo besar a las chicas, lo mejor era besarte primero con los chicos—. Creo habérselo dejado claro desde el principio al fraile lila que me confesaba:

—¿Tú te haces tocamientos, hijo?

—¿Tocamientos? No, padre, yo me hago pajas.

—¿Hasta el final? —tiembla la voz del dominico a la espera de respuesta.

—Hasta que se me saltan las lágrimas, padre.

Los Rosales será mi colegio hasta que acceda a la universidad, aunque al cumplir los trece mi régimen académico va a resultar un tanto particular, porque dividiré el curso en dos partes y, tras el semestre madrileño, cursaré otro cada año en el British School de Montevideo, ciudad donde mi padre había sido de nuevo destinado en 1956. Resumiendo: desde los trece a los quince pasé tres años sin vacaciones. Dato que aporto para los que dicen que no he trabajado nunca. Así que, a partir de ese momento, cada mes de enero regreso a Madrid con el color tostado del verano austral. El sistema en el British School del barrio de Carrasco es semejante a Ladycross, el deporte y la actividad al aire libre son prioritarios, así que no me molesta en absoluto esta sobreabundancia académica. Tanto en la capital uruguaya como en Madrid, siempre tuve buenos amigos; estoy convencido de que a uno y otro lado del océano mi vida es una suerte.

Si el domicilio familiar, concluida mi estancia en Inglaterra, me aguardaba en la calle Lagasca, donde mis padres se habían establecido al abandonar Uruguay, con su regreso a Montevideo seré devuelto otra vez a Hortaleza —yo era el niño ping-pong que saltaba de nido en nido—, mi auténtico hogar, donde mi abuela me trae cada sábado cuando me recoge del colegio. Afortunadamente, acabo en mi sitio favorito. Allí sitúo lo mejor de mi memoria de aquellos días. Setecientos metros para que la imaginación corra a través de pasillos interminables, techos altísimos y habitaciones inmensas donde he vivido y seguiré viviendo todo tipo de aventuras. Hoy no soy capaz de recordar la casa paterna, solo sé que Hortaleza —además del cuarto que comparto durante la semana en un torreón del internado con el duque de Feria y Juan Carlos Villalta— es, más que cualquier otro, mi lugar. Siempre lo ha sido y lo será por completo una vez que mis padres vuelvan a Montevideo y ya solo pase con ellos la mitad del año.

Y es que en mis días infantiles y mientras intuyo la llegada de la adolescencia, aquel caserón no solo es escenario de mis juegos, es también donde descubro el cariño, este sí de verdad, el que me da mi abuela materna, que entre sus nietos me ha escogido como su predilecto. La abuela Lala, por dulce, era un ser excepcional. Como también lo era, por estricta, mi abuela paterna, doña Carmen Arnau. Aún conservo los refranes manuscritos en perfecto castellano que me regaló, tal cual deben escribirse. El día en que falleció me llevaron a su casa. Nada más entrar, algún pariente me cogió del brazo y me condujo ante su cuerpo sin vida para que me despidiera de ella. Fue mi primer y último cadáver. Nunca más he querido ver otro muerto y tengo la intención de mantenerme fiel a este propósito. Pequeña, rígida, delgada, aterradora…, su rostro acartonado ha sido desde entonces la imagen de la muerte para mí. Mis abuelas, tanto la suave como la recia, fueron dignas hijas de Aragón. Y siempre las tengo en mente.

La bondad de Lala reunía en torno a ella a la familia y a algún otro conocido que acudía a los almuerzos dominicales que se prolongaban en sobremesas aptas para niños y mayores. Recuerdo una anécdota que reveló en una de esas comidas su fiel acompañante y amiga María Teresa, esposa del teniente de alcalde de Madrid, que muestra lo maravillosamente pirada que estaba mi abuela materna. Ambas solían acudir juntas al teatro, disfrutaban con la zarzuela y la revista, y en cierta ocasión, al contemplar a las cupletistas en escena, Lala comentó al oído de María Teresa: «¿Ves por qué no encontramos servicio? Están todas aquí…». Clasista e ingenua, así era mi Lala.

En Hortaleza vivió también mi tío José Vicente, hermano de mi madre y buen amigo de mi padre antes de emparentar como cuñados, a quien mi memoria dispersa atribuye un cruel e irónico intercambio de pareceres nada más y nada menos que con don Jacinto Benavente, a quien en un rifirrafe habría calificado de homosexual —así lo expreso, por no usar esa ruda palabra a la que se recurría entonces—. Frente a la protesta del Nobel señalando lo innecesario del insulto, mi tío respondió sincero: «No se trata de un insulto; es un diagnóstico». Siempre me hizo gracia el cinismo de quienes disfrutaban de la pluma en todos los sentidos. José Vicente siempre fue generoso conmigo: «Joaquinito, decía, no te olvides de mirar en mi mesilla». Y Joaquinito abría el cajón y encontraba un fajo de billetes, dos o tres mil pesetas de aquel entonces que hacían mis delicias y me convertían en el rey de cualquier fiesta.

En una de aquellas comidas de domingo en Hortaleza, mi tío se presentó recién aterrizado de Estados Unidos con un disco bajo el brazo; era de Elvis Presley, un auténtico desconocido en España entonces. Lo escuchamos y, en general, no puede decirse que mi familia estuviera muy dispuesta a convertirse en público de El Rey. Salvo Lala, que quedó entusiasmada y sostuvo con firmeza que aquel muchacho tenía una voz prodigiosa. «¡Si es muy animado…!», decía mi abuela encantada. Y así se convirtió en rockera.

Habitual de aquellos encuentros era igualmente el hermano menor de mi madre, tío Leandro, maestro en todo tipo de juegos —¡cuántas partidas de futbolín les ganó en Hortaleza a Alfredo Di Stéfano, mi segundo padre además de gran ídolo deportivo, o a Héctor Rial!—. Maestro igual de proporcional con el tortazo que me arreó como castigo a la imprudencia que me había llevado a esconderme entre las chapas exteriores del trasatlántico en el que viajábamos rumbo a las Américas en cierta ocasión. Al divisarme encaramado al mismísimo vacío y casi vencido sobre el agua de altamar, atrajo mi atención hasta que estuve a salvo, y a continuación me propinó un sonoro tortazo para que no volviera a repetir tal insensatez. Tío Leandro me salvó la vida. Más de un bofetón llevaba yo ya encima por entonces.

Todo eso es Hortaleza: el cariño de mi abuela, el recuerdo de mis tíos, mi imaginación libre volando por los pasillos y evitando las esquinas. La calle de mi niñez ha experimentado multitud de cambios. No se ven traperos con sus carros de mulas al amanecer ni se oye el silbido de los afiladores. Hoy no hay grises corriendo a las putas por Hortaleza. Hoy ya no se te cuelgan del brazo suplicándote para evitar ser detenidas: «¡Chato, di que soy tu prima y que vas conmigo!». Madrid se ha civilizado. Esa calle ahora está empedrada con gais, sinónimo de libertad.

La vida jugada

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