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El hijo del diplomático

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No importa. Ya no importa. Ahora estoy aquí, en este Buenos Aires opulento donde mi familia pasará algo más de tres años, donde nacerán mis hermanas Paloma y Mónica y al que ilumina el brillo incipiente de una estrella en ascenso deslumbrante e imparable: Juan Domingo Perón. El tiempo, las imágenes y las personas se me desdibujan, pero en medio de esta película de trazos distorsionados rescato un recuerdo, quizá uno de los primeros de mi vida, seguramente aderezado por lo que otros hayan contado o lo que yo haya creído oír al respecto. Quién lo sabe. Tan leve es la memoria. Me veo en un parque de Palermo, un lugar idealizado donde a los niños nos llevan a jugar; allí pasamos las tardes entre ponis, criadas que nos cargan con paciencia y una naturaleza exuberante que nos da la vida. Me están dando la merienda. Una papilla que devoro con ganas. Tanto que no basta una sola cuchara que del cuenco se dirija a mi boca cargada de alimento con rítmica cadencia, la práctica habitual con otros de mi especie y condición: porque yo soy un niño ansioso. Mi hambre no se aplaca en ese gesto sencillo. Hacen falta dos cucharas y, sospecho, una gran habilidad para sobrellevar la situación, porque mientras una recoge el alimento y lo conduce a mi boca la otra apenas acaba de depositar una porción de la merienda entre mis labios, que, sin terminar de relamerse, se abren ávidos de nuevo para recibir la siguiente dosis. Si no me embuchan más papilla, todo es pataleta. Soy la avidez encarnada en el cuerpo de un bebé de incierta concepción. Y quien se encarga de alimentarme maneja las cucharas como las varillas de un tambor que redoblan alternativamente sin perder un solo instante. Lo peor es que, terminada mi ración, los ojos y las manos se me van veloces a la merienda ajena. Tenía yo entonces una manera salvaje de alimentarme, pero a pesar de eso siempre fui un niño muy delgado. Delgado, pero muy guapo.

Hay otra imagen de mi Buenos Aires niño: tiene que ver con Agustín de Foxá, el escritor, periodista y también diplomático, y sobre todo con Eduardo, Teddy, Sainz de Vicuña, miembro de una de las sagas de empresarios más prósperos de nuestro país —artífices de la introducción de la Coca-Cola en España—, a quien he de agradecer que me quitara el miedo a los hipopótamos. Porque ¿se puede vivir con miedo a los hipopótamos? Soy de la opinión de que los miedos, cuanto más lejos, mejor; eliminado tan tempranamente el que tuve al mamífero africano —que sospecho no sería el único de aquellos días—, creo que hoy ya no me quedan muchos. Imagino que el episodio podría haber sucedido más o menos como relataré a continuación. Me veo en el zoológico, al que acudía a menudo con mi padre. Nos acompañan sus dos amigos citados. Teddy, que se percata de que aquellos inmensos animales me aterran, me coge de la mano y juntos nos acercamos a la laguna donde chapotean aquellas moles.

—¡Hipopótamo, a la caseta! —exclama con voz tronante.

La bestia obedece. En ese mismo instante yo pierdo el miedo a los hipopótamos y en mi imaginación infantil Eduardo Sainz de Vicuña le ha ganado la partida a Dios.

El año 46 se acaba y mi madre, mis hermanas y yo nos embarcamos rumbo a España. Mi padre permanece en tierras bonaerenses y nos seguirá apenas unas semanas más tarde: una breve estancia en Madrid antes de poner proa hacia nuestro siguiente destino, Dublín, donde el cabeza de familia —una familia que crece con esforzada velocidad, como crecían buena parte de ellas entonces— nos precede.

Así que llego a la capital. Por vez primera y por poco tiempo. Es el lugar donde, sin haber cumplido tres años, morirá Paloma, que siempre fue mi hermana preferida. Teniendo en cuenta lo breve de su existencia, es fácil hacerse una idea de mis sentimientos hacia los demás hermanos, los que la sobrevivieron, Mónica, Patricia, Ricardo y José Antonio, que quizá, dependiendo del humor —porque lo de ajustar cuentas no va conmigo—, desfilen por estas páginas más adelante. Ya se verá.

Durante este intermedio madrileño recalamos en el número 104 de la calle Hortaleza, la casa de la abuela Lala donde tantas otras veces, a partir de ahora, volveré a pasar largas temporadas, jornadas desbordantes de alegría que, con mis días de Montevideo e Inglaterra, componen lo más feliz de mi diario infantil.

Desde Hortaleza llegamos a Irlanda cuando estoy cerca de cumplir los cuatro años. Tragedia por tragedia, ya en el mismo aeropuerto mi madre informa al flamante secretario de embajada de la muerte de Manolete el día anterior, 29 de agosto de 1947, y mi padre le cuenta que el barco que traía nuestras cosas desde Buenos Aires ha naufragado y gran parte de las pertenencias familiares se han perdido. Ella es puro desconsuelo, pero yo, que no entiendo el alcance del desastre, porque las pérdidas materiales nunca me han afectado exageradamente, solo tengo una pregunta: «¿Se ha salvado el capitán?». Esto sí es tener buen fondo, no me negarán.

La estancia será también breve en Dublín, porque enseguida mi padre volverá a saltar de destino, de nuevo a América. Pero si hurgo entre mis recuerdos irlandeses soy capaz de ver cómo me lleva en coche al colegio cada mañana, muy temprano; luego, a su salida de la oficina, me recoge y regresamos juntos a casa. Y enseguida anochece, porque apenas hay horas de sol en este extraño país hacia el que me ha quedado, desde entonces, un cariño tristón. Todos los colegios a los que he asistido a lo largo de mi vida me han gustado, y del que me acogió en Dublín, completamente desdibujado, conservo sin embargo una sensación íntima muy nítida de bienestar: sé que prefería permanecer recogido entre las paredes de sus aulas que en mi casa, donde la presencia de mi madre, siempre con sus regañinas, me incomodaba. Sospecho que tras su experiencia bonaerense no se encontraría ella muy a gusto en latitudes tan brumosas, aunque tampoco me hace falta buscar razones objetivas para la proverbial brusquedad de su trato.

No es una época de abundancia. De hecho, existe racionamiento en las islas para algunos productos básicos como el azúcar, restricciones que, si bien afectan de lleno a la población civil, el cuerpo diplomático también padece, aunque menos, como es lógico —y no precisamente porque, como sostienen las lenguas desalmadas, el pueblo llano siempre haya tenido el umbral del dolor más alto—. Nosotros recibimos una cantidad fija de azúcar, pongamos que un kilo al mes, y se valora como si fuera oro. Es azúcar morena y, cuando veo el pequeño paquete con la ración mensual sobre la mesa de la cocina, no se me ocurre otra cosa que abrirlo, depositarlo en el suelo y hacerme pis sobre tan valioso manjar. ¿Por qué lo hice? Yo era un niño y no necesitaba motivos para hacer las cosas. Tiempo después, una aprendiz de psiquiatra —más guapa que profesional— explicaría aquel comportamiento infantil que yo le había relatado aludiendo a una pulsión oculta que me habría inducido a unir mi oro, mi orina, con lo más preciado que existía entonces, el azúcar. Puedo asegurar que cuando compartió conmigo la interpretación de aquel episodio de mi infancia aún no habíamos ingerido ninguna sustancia tóxica, ni sólida ni líquida ni gaseosa. Y sospecho que tan estúpidas palabras no contribuirían en nada a la recuperación de una confianza que por aquel entonces ya le había retirado a la profesión psiquiátrica en su conjunto.

Después de mearme en el saco de azúcar me castigaron, claro. Y yo, con una determinación bastante impropia de mis pocos años de entonces, decidí que en tal situación solo había una cosa que hacer: ir a buscar unas tijeras y encerrarme en un armario.

Y a continuación, me corté el pelo.

Cuando me encontraron, lo primero que ordenó mi padre fue que me raparan al cero; mi madre, por su parte, cerró el episodio con una de las frases lapidarias que de modo recurrente me fue dedicando a lo largo de los años: «es un tarado».

La vida jugada

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