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Si alguna vez me pierdo…

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Tras nacer mi hermana Patricia, durante un breve verano en San Sebastían, llego a Montevideo con cinco años. En esta ocasión, mi padre ha sido designado agregado de Economía Exterior en la embajada de la capital uruguaya. Fiel a su imparable velocidad de crucero, a la familia se ha incorporado una tercera hija —dos quedan ya, tras la súbita muerte de Paloma—. Consigno el dato no por cariño fraterno; simplemente para ordenar los acontecimientos y como leve apoyo de un relato que, en todo caso, más que por derroteros cronológicos estrictos transita siguiendo los mimbres más inconstantes de la emoción.

Montevideo es mi sitio. El lugar al que volveré en numerosas ocasiones tras esta primera estancia que se prolongará por espacio de casi dos años. La ciudad a la que seguiré retornando durante algunas temporadas en el futuro, cuando, ya camino de cerrarse la llave de la infancia, pretenda hacerme adolescente. Y es que, a caballo entre Madrid y Montevideo, tiempo después, empezaré a descubrir otros cuerpos, revelación que, convendrán conmigo, bien puede considerarse el pasaporte a la adolescencia. Pero eso será, en efecto, tiempo después y ya se contará, que perder la virginidad siempre es asunto serio en la vida y requiere más detenimiento.

El telón de fondo de mis primeros años en Montevideo es una casa con jardín y es, sobre todo, el cercano parque Rodó. Con sus lagos, sus puentes y sus barcas, cuajado de árboles subtropicales llamados jacarandás, de hojas verdes y flores malva, y de patos, cisnes y caballos. Rodó era el paraíso. Por el momento recalo en una guardería, británica, como debe ser. Mi padre lo tuvo claro y yo siempre he agradecido que, en aquellos días infantiles, en materia académica me mantuviera en la medida de lo posible al margen de los usos de esa España oscura y opresiva de posguerra, tan obsesivamente religiosa y de tan corto alcance. Por eso tanto mis hermanos como yo estuvimos en colegios británicos, franceses o incluso alemanes, en todo caso, al margen de los rigores patrios, tal como hiciera él mismo —tras estudiar Derecho en Zaragoza se había doctorado en Bolonia y ampliado su formación en Cambridge y Ginebra— tiempo atrás. Y es que una cosa era trabajar para el Régimen y abrazar los principios falangistas, algo que mi padre había hecho de mil amores, pero otra muy distinta cercenar las posibilidades de que sus hijos gozaran de una buena formación. Mi padre, a pesar de todo, era un liberal. Además, tenía una cultura extraordinaria; aparte de ser técnico comercial del Estado y diplomático, desarrolló su faceta más creativa como escritor de novela y teatro y fue galardonado con más de un premio y más de dos. La nómina de sus amistades nos habla de un hombre de extraordinaria curiosidad intelectual, formación sólida y mentalidad abierta, dentro de los límites que su clase y su época imponían: Agustín de Foxá, Ramón Pérez de Ayala, Gómez de la Serna, Jesús Pabón, Mujica Lainez, Jardiel Poncela, Paco Rabal, Adolfo Marsillach, Indro Montanelli, Federico Fellini, Luis García Berlanga, el editor José Vergés…, genios todos a los que tuve el honor de conocer.

A lo largo de todos aquellos años, a medida que se desarrollaba el periplo diplomático familiar por tierras latinoamericanas, mis padres se relacionarían con lo más granado, los millonarios, los poderosos, la élite cultural: escritores, directores de cine, artistas, políticos… Si en Buenos Aires ya tuvieron la oportunidad de descubrir las bondades de una vida social pródiga en deleites y hedonismos, en Montevideo se dedicaron con afán a profundizar en el hallazgo. Multiplicaban su presencia en cócteles y fiestas aquí y allá. Por cierto, que antes de salir hacia uno de ellos, se preparaban con un par de optalidones y un dry martini, para ir adecuadamente entonados. Esa era la costumbre: costumbre de mis padres y estoy en condiciones de afirmar que del cuerpo diplomático y amistades colaterales en su conjunto. Por casa desfilaban los Ibarra, navieros, el citado Agustín de Foxá —protagonista de épicas tajadas— o Josep Pla, que en una ocasión escribió una carta a mi padre en la que le anunciaba su inminente llegada, pues acudía a dar unas conferencias a la ciudad, y le tranquilizaba en los siguientes términos: «Por el dinero no se preocupe, Arnau; si lo necesito, ya se lo pediré».

A menudo, el comportamiento de mi madre cuando alguna de aquellas reuniones de mayores tenían lugar en nuestra casa me resultaba enormemente molesto; un ejemplo de su impostura: me llamaba y, delante de sus amigos, me besuqueaba sin piedad, me achuchaba exageradamente, reclamaba la atención de los presentes sobre mis cualidades o mi apariencia —cuya filiación se atribuía sin mayor reparo— y no sentía pudor alguno en demostrar un cariño desbordado, una ternura de madre verdadera que nunca, nunca me dedicó cuando estábamos a solas. Cara a cara mi madre rara vez me prodigaba tanto abrazo, no gastaba carantoñas ni gestos de ternura sin la clac, a menos que estuviera enfermo; solo la fiebre desencadenaba su atención sincera, lo cual me lleva a pensar —lúcido inciso de tinte psicoanalítico— si no me inventaría yo alguna que otra enfermedad como reclamo de ternura. Todo esto lo he ido pensando a lo largo de los años, pero estoy seguro de que en aquel Montevideo de mi infancia ya intuía yo el desapego irremediable de mi madre.

Esta mujer lista, voluble y caprichosa sería siempre una de las embajadoras mejor recibidas por las cortes diplomática, que a menudo pueden ser despiadadas, en todos los destinos que tuvo mi padre. El diplomático cobra varios sueldos: el que le da el Estado y dos veces esa cantidad en concepto de gastos de representación. Mi padre y mi madre se lo gastaban todo en recibir bien en nombre de su país. Esto da una idea de cómo vivíamos en aquellos tiempos de mi infancia en los que mi padre, en las distintas facetas de su carrera, representó a España en diversos países de Latinoamérica.

El nombre de Don Esteban ocupa un lugar especial en la memoria; así se llamaba la estancia de los Secco, un paraíso donde pasaría tantas horas con Juan Miguel —uno de los amigos que hoy conservo de aquellos tiempos—, donde cuando tuvimos edad buscábamos la compañía de los gauchos encargados del ganado, que nos llevaban a montar. Allí se despertó probablemente mi amor hacia los caballos, un animal que considero noble por encima de todo y de muchos. En esas tardes en la estancia a los niños nos iniciaron en los rudimentos del polo, deporte en el que Juan Miguel llegó a ser un maestro, practicando el pato con ponis de baja alzada desde los que tenías que enganchar la anilla de la pelota ovoide que corría por el suelo y encestarla. Todo para hacer cintura.

La estancia es el escenario de otro recuerdo muy temprano. Estoy jugando con Juan Miguel a perseguir un zorrino, una mofeta, con las previsibles consecuencias. Tal era la peste que despedíamos una vez que la naturaleza del animal se reveló en toda su plenitud y se nos meó encima, que su madre, Madelón, cogió nuestra ropa, la quemó y nos tuvo los siguientes dos días durmiendo en el pajar. Por aquel entonces yo ya era una especie de Daniel el Travieso compulsivo y libre; apuntaba maneras silvestres y desconocía cualquier forma de timidez. Creo que estaba dispuesto a aprovechar al máximo cualquier oportunidad de ser feliz.

Quiero pensar que este impulso vital tan disparatado, incluso para un niño tan pequeño, tuvo algo que ver con el hecho de que a tan tierna edad hubiera yo salido indemne de un intento de asesinato que quiso perpetrar sobre mi pequeña persona una nanny británica procedente de Buenos Aires, cuya profesionalidad no había sido contrastada con suficiente interés por parte de mis mayores. A los quince días de estar en casa, aún no había comenzado a consagrarme sus cuidados a fondo, fue detenida por la policía, acusada de haber introducido agujas en el culo de varios niños que me habían antecedido como objeto de sus desvelos, con la obvia intención de cargárselos. Menos mal que la cogieron a tiempo; de otra forma, hoy, con más de quince lustros en la nuca, no podría asegurar con rotundidad inapelable que en mi vida me han roto el orto.

Mis padres se querían. No lo dudo. De hecho, él adoraba de tal manera a mi madre que era capaz de cometer cualquier arbitrariedad con tal de defenderla y de hacer que su opinión prevaleciera por encima de todo. No decía que ella tuviera razón, pero sí pronunciaba aquella frase lapidaria más allá de la cual sobraba todo comentario: «Es lo que dice tu madre». Así sería siempre a lo largo de los años. Y ella le correspondía venerándolo igualmente. Siempre estuvo enamorada de él. Y eso a pesar de la lógica indignación que sin duda le causó la infidelidad de su marido con una conocida de ambos cuyo nombre omito —que una cosa era venerar a la esposa propia y otra no sucumbir a la tentación de tener algún que otro escarceo con la mujer más guapa y con más clase de la República Oriental—. Tan elegante era la fémina en cuestión que, cuando rompió con su amante, lo hizo regalándole un libro de Graham Green, The End of the AffairEl fin del romance—, como descubriría yo tiempo después de que sobreviniera la ruptura, al ojear distraídamente la dedicatoria que figura en la primera página del ejemplar de la citada obra, propiedad de mi padre.

Pero en aquellos días infantiles yo apenas veía a mis padres, mi cuidado y el de mis hermanas recaía sobre todo en la nanny de turno. Mi madre nos paría y luego llegaban ellas. Superado aquel escollo de la niñera asesina, vine a caer en manos de otras muchas, con diversa gama de instintos; una gallega, de nombre Fe, cuando me acostaba o me bañaba se dedicaba a estirarme la piel de mi pene diminuto mientras me anunciaba premonitoria: «¡Ay, rapaz, lo que vas a joder tú con este…!». Como experiencia vital a edad tan temprana no está mal: pasé del sadismo británico a las dotes adivinatorias de una cuasi meiga gallega de una recóndita aldea orensana. Y al hilo de aquel episodio de augurios tan alentadores me viene a la memoria una escena posterior, en la pastelería madrileña Embassy, donde mi padre había quedado con un médico amigo que, detrás de una cortina, me descapulló: «No, no hay que operarle de fimosis», concluyó solemne.

Desde aquel lejano 1949 he vuelto a Montevideo en muchas ocasiones. Adoro Uruguay. Es un país que me entusiasma. Todavía hoy voy cada dos o tres años y sigo conservando amigos de la infancia. Si alguna vez me pierdo, que me busquen en la República Oriental del Uruguay.

La vida jugada

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