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EL PODER DE LA ORACION

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A medida que escribo este capítulo, yo contemplo la asombrosa belleza de la creación. Un cielo azul, sin nubes, se sumerge en la eternidad. Un follaje frondoso pinta el panorama con tonos de esmeralda. Los pinos fuertes y sólidos se mecen levemente, sus alargadas agujas respondiendo a la sensual caricia de la brisa. Las ramas más capaces se estiran hacia el cielo y abrazan el calor del sol, absorbiendo su radiante energía para dar comienzo al proceso de producir vida que llamamos fotosíntesis. Fuera de mi ventana, la creación refleja la majestuosidad y esplendor de un Dios que añora una relación de intimidad dadora de vida con Sus criaturas.

Sólo mediante una relación con Él llegamos a descubrir quiénes somos en verdad. Al ser hijas del Más Alto, nosotras somos llamadas a la misma vida de Su Único Hijo Engendrado, Jesucristo. Su nacimiento, Su pasión, Su resurrección. Como tal, nosotras somos llamadas a una santidad que es un reflejo de la majestuosidad de Dios aún mayor que la majestuosidad de la belleza de la naturaleza.

Yo he aprendido a lo largo de mi propia vida, sin embargo, que nosotras no podemos comenzar a reflejar la Majestuosidad Divina, o a responder a Su llamado divino, a menos que primero elijamos conocerlo. Tenemos que anhelarlo a Él de la misma manera que Él nos anhela a nosotras—libremente y completamente, sin reservas y sin condiciones. Dios, en Su amor por nosotras, nos ha otorgado el libre albedrío para que nuestro anhelo por Él pueda ser genuino y puro. Él anhela que nosotras elevemos nuestro corazón hacia Él, aceptemos Su voluntad divina, y permitamos que Su presencia llene nuestras almas. Dios desea que abramos las puertas de nuestros corazones para que Él pueda entrar y tener comunión con nosotras; y ahí, en nuestros momentos más íntimos, como el primer rocío de una mañana de primavera, Su gentil amor ablande las partes más endurecidas de nuestra tierra, imbuyéndola de la gracia dadora de vida. Su semilla de amor, plantada en nosotras de forma tan gentil, echa raíces; y nosotras, como reflejo del Padre, rendimos nuestra fructífera cosecha de amor.

Llenas de Gracia

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